Cuando tenía 16 años, mi hermana mayor y yo estabamos sentados en mi pequeña casa en Auburn, Alabama, y ella volteó hacia mi para preguntarme, «¿Cómo tratas con el hecho de que mucha gente considera que estás equivocada?» Ella lo sabía. Ellos así lo consideraban, y aún lo hacen.
Justamente en el día de ayer, integré un panel de discusión en el Boalt Hall de la Facultad de Derecho de la University of California en Berkeley, organizado por la rama local de la Federalist Society, un grupo que cuenta con una membresía mayormente conservadora dentro de la profesión legal. De los tres que formábamos parte del panel, yo era claramente el más radical—o si lo desea, el más desaforado. El tema era «¿Son los Estados Unidos post-democráticos?» Ello quería significar, como lo inferí, si los Estados Unidos de América siguen siendo en algo una democracia o si esto ha cambiado, si es que alguna vez lo fueron.
Mis colegas en el panel, un profesor de ciencias políticas de la UC Berkeley y un ex director de una organización ecologista afiliada con Ralph Nader, expusieron principalmente acerca de las particularidades de la política contemporánea. El profesor se lamentaba de la supuesta hegemonía de la administración conservadora de Bush, arguyendo, si es que lo entendí correctamente, que el equipo de Bush se había estado moviendo hacia un gobierno más y más distante, uno que carecía de responsabilidad y que restringía severamente la participación de la mayoría de los miembros de la ciudadanía. El ecologista, por su parte, arremetió acerca de la supuestamente desmesurada influencia que las grandes corporaciones tienen sobre la política estadounidense, en sí misma una clara indicación, sostenía, de las tendencias antidemocráticas de este país.
Ambos daban por sentado que la democracia es simplemente una cosa fenomenal, y que cuanto más de ella mejor, punto. En contraste, sostuve que la democracia tiene algún mérito solamente cuando es severamente constreñida. Al respecto contaba con alguna buena autoridad de parte de los Padres Fundadores, por su puesto, del Federalista Nº 10, donde Madison, Hamilton y Jay escribieron: «Las democracias siempre han sido espectáculos de turbulencia y de contienda; siempre han sido halladas incompatibles con la seguridad personal o con los derechos de propiedad; y en general han sido tan breves en sus vidas como han sido violentas en sus muertes.» A fin de indicar que este sentimiento tenía un fuerte apoyo histórico especialmente en la actualidad, mencioné la elección democrática de Adolfo Hitler, de Benito Mussolini y el ejemplo de algunas democracias actuales tales como la de Haití.
Pero luego pasé a señalar que los impuestos son una forma de extorsión y que la aprobación de la misma por parte de la mayoría–y del Juez de la Corte Suprema denominándola el precio que debemos pagar por la civilización-no cambian esta circunstancia. También defendí el punto de vista que sostiene que el ejercicio del poder del método democrático es en el mejor de los casos apropiado para el pequeño papel de seleccionar a los administradores de tan solo un orden legal y, quizás, para la institución inicial de un sistema constitucional de derechos individuales. (Aquí estaba pensando en cuan encantadoramente esto es expuesto en la clásica película del oeste, The Man Who Shot Liberty Valance*.
Tal como lo esperaba, nadie ni en el panel ni en la audiencia pareció estar de acuerdo con algo de todo esto, a pesar de que para mi sorpresa varios estudiantes de derecho se me acercaron al final para formularme preguntas muy amistosas acerca de mi posición. La impopularidad de mis ideas podrían acongojarme, podría especular usted, pero he tenido una muy larga historia de respuestas similares de parte de colegas y de la gente en general durante más de 40 años de pensar como lo hago. (Me inspiré para tomar muy seriamente a esta clase de ideas cuando, allá por el año 1961, descubrí primero al liberalismo clásico en John Locke y en Ayn Rand como miembro de la Fuerza Aérea de los EE.UU. en Washington, DC. También, a ellas se debe en gran medida la razón por la cual viajé desde Hungría hacia los Estados Unidos en los años ‘50.)
Por lo tanto, ¿qué le respondí a mi hermana quien, incidentalmente, comparte la mayoría de mis convicciones sobre cuestiones políticas? Mi respuesta incluyó líneas como, «Bien, querida, me gusta ser popular, me gusta tener colegas amistosos, pero debo decir que me gusta aún más la verdad.» Más adelante aprendí que esto fue un poco como lo que Newton garabateara en sus cuadernos de notas en Cambridge: «Amicus Plato, amicus Aristotles; magis amica Veritas» (Platón es mi amigo, Aristóteles es mi amigo, pero la verdad es una amiga mejor.)
Y, enfrentémoslo, cuando allá por los años ‘60s tropecé con las ideas a las que encontraba como las más cercanas a la verdad, según lo que yo podía afirmar en base a mis propias exploraciones y, más adelante, en base a mis estudios, había muy pocas personas que las tomaban en serio, lo que ya no es más el caso. No obstante, en términos de porcentajes, aquellos convencidos de la verdad de los derechos individuales y de la justicia de un régimen basado en ellos son todavía demasiado pocos.
Aún la pienso de este manera: La idea de que cada persona es, en virtud de la propia naturaleza de su humanidad, un ser soberano, gobernado a sí mismo y no para ser regido contra su voluntad por alguien más, no es solamente cierta sino que es también la idea más radical de toda la historia política. De manera tal que ¿por qué esperar que de algún modo la misma fuese del todo popular? Lleva tiempo para que una idea tan novel y ofensiva tenga eco, si es que alguna vez lo llegase a tener por completo.
*Nota del Traductor
Film del año 1962, conocido en español como El Hombre que Mató a Liberty Valance, dirigido por John Ford y protagonizado, entre otros, por James Stewart, John Wayne, Vera Miles, y Lee Marvin.
Traducido por Gabriel Gasave
Encontrándonos entre los pocos que tienen razón
Cuando tenía 16 años, mi hermana mayor y yo estabamos sentados en mi pequeña casa en Auburn, Alabama, y ella volteó hacia mi para preguntarme, «¿Cómo tratas con el hecho de que mucha gente considera que estás equivocada?» Ella lo sabía. Ellos así lo consideraban, y aún lo hacen.
Justamente en el día de ayer, integré un panel de discusión en el Boalt Hall de la Facultad de Derecho de la University of California en Berkeley, organizado por la rama local de la Federalist Society, un grupo que cuenta con una membresía mayormente conservadora dentro de la profesión legal. De los tres que formábamos parte del panel, yo era claramente el más radical—o si lo desea, el más desaforado. El tema era «¿Son los Estados Unidos post-democráticos?» Ello quería significar, como lo inferí, si los Estados Unidos de América siguen siendo en algo una democracia o si esto ha cambiado, si es que alguna vez lo fueron.
Mis colegas en el panel, un profesor de ciencias políticas de la UC Berkeley y un ex director de una organización ecologista afiliada con Ralph Nader, expusieron principalmente acerca de las particularidades de la política contemporánea. El profesor se lamentaba de la supuesta hegemonía de la administración conservadora de Bush, arguyendo, si es que lo entendí correctamente, que el equipo de Bush se había estado moviendo hacia un gobierno más y más distante, uno que carecía de responsabilidad y que restringía severamente la participación de la mayoría de los miembros de la ciudadanía. El ecologista, por su parte, arremetió acerca de la supuestamente desmesurada influencia que las grandes corporaciones tienen sobre la política estadounidense, en sí misma una clara indicación, sostenía, de las tendencias antidemocráticas de este país.
Ambos daban por sentado que la democracia es simplemente una cosa fenomenal, y que cuanto más de ella mejor, punto. En contraste, sostuve que la democracia tiene algún mérito solamente cuando es severamente constreñida. Al respecto contaba con alguna buena autoridad de parte de los Padres Fundadores, por su puesto, del Federalista Nº 10, donde Madison, Hamilton y Jay escribieron: «Las democracias siempre han sido espectáculos de turbulencia y de contienda; siempre han sido halladas incompatibles con la seguridad personal o con los derechos de propiedad; y en general han sido tan breves en sus vidas como han sido violentas en sus muertes.» A fin de indicar que este sentimiento tenía un fuerte apoyo histórico especialmente en la actualidad, mencioné la elección democrática de Adolfo Hitler, de Benito Mussolini y el ejemplo de algunas democracias actuales tales como la de Haití.
Pero luego pasé a señalar que los impuestos son una forma de extorsión y que la aprobación de la misma por parte de la mayoría–y del Juez de la Corte Suprema denominándola el precio que debemos pagar por la civilización-no cambian esta circunstancia. También defendí el punto de vista que sostiene que el ejercicio del poder del método democrático es en el mejor de los casos apropiado para el pequeño papel de seleccionar a los administradores de tan solo un orden legal y, quizás, para la institución inicial de un sistema constitucional de derechos individuales. (Aquí estaba pensando en cuan encantadoramente esto es expuesto en la clásica película del oeste, The Man Who Shot Liberty Valance*.
Tal como lo esperaba, nadie ni en el panel ni en la audiencia pareció estar de acuerdo con algo de todo esto, a pesar de que para mi sorpresa varios estudiantes de derecho se me acercaron al final para formularme preguntas muy amistosas acerca de mi posición. La impopularidad de mis ideas podrían acongojarme, podría especular usted, pero he tenido una muy larga historia de respuestas similares de parte de colegas y de la gente en general durante más de 40 años de pensar como lo hago. (Me inspiré para tomar muy seriamente a esta clase de ideas cuando, allá por el año 1961, descubrí primero al liberalismo clásico en John Locke y en Ayn Rand como miembro de la Fuerza Aérea de los EE.UU. en Washington, DC. También, a ellas se debe en gran medida la razón por la cual viajé desde Hungría hacia los Estados Unidos en los años ‘50.)
Por lo tanto, ¿qué le respondí a mi hermana quien, incidentalmente, comparte la mayoría de mis convicciones sobre cuestiones políticas? Mi respuesta incluyó líneas como, «Bien, querida, me gusta ser popular, me gusta tener colegas amistosos, pero debo decir que me gusta aún más la verdad.» Más adelante aprendí que esto fue un poco como lo que Newton garabateara en sus cuadernos de notas en Cambridge: «Amicus Plato, amicus Aristotles; magis amica Veritas» (Platón es mi amigo, Aristóteles es mi amigo, pero la verdad es una amiga mejor.)
Y, enfrentémoslo, cuando allá por los años ‘60s tropecé con las ideas a las que encontraba como las más cercanas a la verdad, según lo que yo podía afirmar en base a mis propias exploraciones y, más adelante, en base a mis estudios, había muy pocas personas que las tomaban en serio, lo que ya no es más el caso. No obstante, en términos de porcentajes, aquellos convencidos de la verdad de los derechos individuales y de la justicia de un régimen basado en ellos son todavía demasiado pocos.
Aún la pienso de este manera: La idea de que cada persona es, en virtud de la propia naturaleza de su humanidad, un ser soberano, gobernado a sí mismo y no para ser regido contra su voluntad por alguien más, no es solamente cierta sino que es también la idea más radical de toda la historia política. De manera tal que ¿por qué esperar que de algún modo la misma fuese del todo popular? Lleva tiempo para que una idea tan novel y ofensiva tenga eco, si es que alguna vez lo llegase a tener por completo.
*Nota del Traductor
Film del año 1962, conocido en español como El Hombre que Mató a Liberty Valance, dirigido por John Ford y protagonizado, entre otros, por James Stewart, John Wayne, Vera Miles, y Lee Marvin.
Traducido por Gabriel Gasave
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