SAN JOSE, CALIFORNIA. – El Alcalde de San Francisco Gavin Newsom está presionando al concejo municipal para que adopte una ordenanza que prohíba el uso de fondos municipales en la adquisición de uniformes y otra indumentaria que sea confeccionada en “talleres de explotación” (o “sweatshops” como se los conoce en inglés.) Por todo el país, las universidades generalmente adoptan estándares similares para las prendas de vestir que exhiben los logotipos escolares. Los sindicatos norteamericanos, tales como el Unite Here, el sindicato de los trabajadores de la indumentaria y del servicio doméstico, a menudo presionan políticamente a fin de imponer estándares de trabajo en los países subdesarrollados similares a los de la propuesta ordenanza de San Francisco. A pesar de que estos esfuerzos están pensados para ayudar a los trabajadores pobres del tercer mundo, los mismos en verdad los perjudican.
Empleamos la expresión “talleres de explotación” para referirnos a aquellas establecimientos fabriles extranjeros con una baja paga y pobres estándares de salud y de seguridad, en los cuales los empleados eligen trabajar, no a aquellos en los que los trabajadores son forzados a trabajar bajo amenazas de violencia. Y admitimos que conforme los parámetros occidentales, las fábricas o talleres de explotación tienen salarios horrendamente bajos y condiciones laborales paupérrimas. Sin embargo, los economistas señalan que las alternativas a trabajar en un taller de explotación comúnmente son mucho peores: escarbar en la basura, la prostitución, el delito, e incluso la hambruna.
Economistas de todo el espectro político, desde Paul Krugman a la izquierda, a Walter Williams a la derecha, han defendido las fábricas de explotación. Su razonamiento es directo: Los individuos escogen aquello que perciben que más les conviene. Si los trabajadores voluntariamente eligen trabajar en esa clase de fábricas, en ausencia de coerción física, debe ser porque las fábricas de explotación constituyen su mejor opción. Nuestra reciente investigación—el primer estudio económico en comparar sistemáticamente a los salarios de los talleres de explotación con los salarios promedio locales—demostró que esto era cierto.
Examinamos a la industria de la indumentaria en 10 países asiáticos y latinoamericanos comúnmente acusados de tener fábricas de explotación y analizamos 43 acusaciones específicas de salarios injustos en 11 países sitos en las mismas regiones. Nuestros hallazgos pueden parecer sorprendentes. No solamente los talleres de explotación eran superiores a las espantosas alternativas que los economistas usualmente mencionaban, sino que habitualmente les proporcionaban a sus trabajadores un estándar de vida mejor al del promedio.
La industria del vestido, la cual a menudo es acusada de condiciones laborales inseguras y de salarios míseros, en realidad le paga a sus trabajadores extranjeros lo suficiente como para colocarse por encima de la línea de pobreza en sus respectivos países. Mientras más de la mitad de la población en la mayor parte de los países que estudiamos vivía con menos de $2 diarios, en el 90 por ciento de los países, el trabajar en jornadas de 10 horas por día en la industria de la indumentaria colocaría a un trabajador por encima—por lo general muy por encima—de ese estándar. Por ejemplo, en Honduras, el sitio del infame escándalo de la fábrica de explotación de Kathy Lee Gifford, el trabajador promedio en la industria del vestido percibe $13,10 al día, no obstante que el 44 por ciento de la población del país vive con menos de $2 diarios.
En 9 de los 11 países que investigamos, los salarios de los talleres de explotación promedio informados igualaban o superaban a los ingresos promedios y en algunos casos por un amplio margen. En Camboya, Haití, Nicaragua, y Honduras, el salario promedio pagado por una empresa acusada de ser una fábrica de explotación es más del doble del ingreso promedio en la economía de ese país.
Nuestros descubrimientos no deberían ser interpretados como queriendo significar que los trabajos en los talleres de explotación son ideales conforme los estándares estadounidenses. El punto radica en que los mismos se encuentran situados en países en vías de desarrollo, en los cuales estos trabajos están ofreciendo un salario más alto que el de otra actividad.
Los activistas que se oponen a las fábricas de explotación—quienes sostienen que los consumidores deberían abstenerse de adquirir productos fabricados en ellas—perjudican a los trabajadores al tratar de interrumpir el comercio que financia a algunos de los mejores empleos en sus economías.
Hasta que las economías de las naciones pobres se desarrollen, el hecho de adquirir productos confeccionados en talleres de explotación hará más para ayudar a los trabajadores tercermundistas que la ordenanza de San Francisco. Con la compra de más productos fabricados en esa clase de establecimientos, aumentamos su demanda e incrementamos el número de fábricas en estas economías pobres. Eso les ofrece a los trabajadores más empleadores entre los cuales elegir, aumenta la productividad y los salarios, y eventualmente mejora las condiciones de trabajo. Este es el mismo proceso de desarrollo económico por el que atravesaron los Estados Unidos, y es en ultima instancia, el modo por el cual los trabajadores del tercer mundo elevarán su estándar y su calidad de vida.
Traducido por Gabriel Gasave
No perjudiquemos a las fábricas de explotación
SAN JOSE, CALIFORNIA. – El Alcalde de San Francisco Gavin Newsom está presionando al concejo municipal para que adopte una ordenanza que prohíba el uso de fondos municipales en la adquisición de uniformes y otra indumentaria que sea confeccionada en “talleres de explotación” (o “sweatshops” como se los conoce en inglés.) Por todo el país, las universidades generalmente adoptan estándares similares para las prendas de vestir que exhiben los logotipos escolares. Los sindicatos norteamericanos, tales como el Unite Here, el sindicato de los trabajadores de la indumentaria y del servicio doméstico, a menudo presionan políticamente a fin de imponer estándares de trabajo en los países subdesarrollados similares a los de la propuesta ordenanza de San Francisco. A pesar de que estos esfuerzos están pensados para ayudar a los trabajadores pobres del tercer mundo, los mismos en verdad los perjudican.
Empleamos la expresión “talleres de explotación” para referirnos a aquellas establecimientos fabriles extranjeros con una baja paga y pobres estándares de salud y de seguridad, en los cuales los empleados eligen trabajar, no a aquellos en los que los trabajadores son forzados a trabajar bajo amenazas de violencia. Y admitimos que conforme los parámetros occidentales, las fábricas o talleres de explotación tienen salarios horrendamente bajos y condiciones laborales paupérrimas. Sin embargo, los economistas señalan que las alternativas a trabajar en un taller de explotación comúnmente son mucho peores: escarbar en la basura, la prostitución, el delito, e incluso la hambruna.
Economistas de todo el espectro político, desde Paul Krugman a la izquierda, a Walter Williams a la derecha, han defendido las fábricas de explotación. Su razonamiento es directo: Los individuos escogen aquello que perciben que más les conviene. Si los trabajadores voluntariamente eligen trabajar en esa clase de fábricas, en ausencia de coerción física, debe ser porque las fábricas de explotación constituyen su mejor opción. Nuestra reciente investigación—el primer estudio económico en comparar sistemáticamente a los salarios de los talleres de explotación con los salarios promedio locales—demostró que esto era cierto.
Examinamos a la industria de la indumentaria en 10 países asiáticos y latinoamericanos comúnmente acusados de tener fábricas de explotación y analizamos 43 acusaciones específicas de salarios injustos en 11 países sitos en las mismas regiones. Nuestros hallazgos pueden parecer sorprendentes. No solamente los talleres de explotación eran superiores a las espantosas alternativas que los economistas usualmente mencionaban, sino que habitualmente les proporcionaban a sus trabajadores un estándar de vida mejor al del promedio.
La industria del vestido, la cual a menudo es acusada de condiciones laborales inseguras y de salarios míseros, en realidad le paga a sus trabajadores extranjeros lo suficiente como para colocarse por encima de la línea de pobreza en sus respectivos países. Mientras más de la mitad de la población en la mayor parte de los países que estudiamos vivía con menos de $2 diarios, en el 90 por ciento de los países, el trabajar en jornadas de 10 horas por día en la industria de la indumentaria colocaría a un trabajador por encima—por lo general muy por encima—de ese estándar. Por ejemplo, en Honduras, el sitio del infame escándalo de la fábrica de explotación de Kathy Lee Gifford, el trabajador promedio en la industria del vestido percibe $13,10 al día, no obstante que el 44 por ciento de la población del país vive con menos de $2 diarios.
En 9 de los 11 países que investigamos, los salarios de los talleres de explotación promedio informados igualaban o superaban a los ingresos promedios y en algunos casos por un amplio margen. En Camboya, Haití, Nicaragua, y Honduras, el salario promedio pagado por una empresa acusada de ser una fábrica de explotación es más del doble del ingreso promedio en la economía de ese país.
Nuestros descubrimientos no deberían ser interpretados como queriendo significar que los trabajos en los talleres de explotación son ideales conforme los estándares estadounidenses. El punto radica en que los mismos se encuentran situados en países en vías de desarrollo, en los cuales estos trabajos están ofreciendo un salario más alto que el de otra actividad.
Los activistas que se oponen a las fábricas de explotación—quienes sostienen que los consumidores deberían abstenerse de adquirir productos fabricados en ellas—perjudican a los trabajadores al tratar de interrumpir el comercio que financia a algunos de los mejores empleos en sus economías.
Hasta que las economías de las naciones pobres se desarrollen, el hecho de adquirir productos confeccionados en talleres de explotación hará más para ayudar a los trabajadores tercermundistas que la ordenanza de San Francisco. Con la compra de más productos fabricados en esa clase de establecimientos, aumentamos su demanda e incrementamos el número de fábricas en estas economías pobres. Eso les ofrece a los trabajadores más empleadores entre los cuales elegir, aumenta la productividad y los salarios, y eventualmente mejora las condiciones de trabajo. Este es el mismo proceso de desarrollo económico por el que atravesaron los Estados Unidos, y es en ultima instancia, el modo por el cual los trabajadores del tercer mundo elevarán su estándar y su calidad de vida.
Traducido por Gabriel Gasave
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