Las administraciones presidenciales estrechas de miras y sigilosas por lo general niegan la realidad al punto del absurdo cuando tropiezan en desventuras foráneas. El ejemplo clásico es el de la administración Johnson durante la Guerra de Vietnam. Los actuales atolladeros de la administración Bush en Irak e incluso en Afganistán están asumiendo ese aire. Por ejemplo, la administración está congratulándose de que el día de las elecciones legislativas y provinciales afganas transcurrió sin ataques rampantes de parte de un renaciente Talibán; los ataques recientes han repuntado a los peores niveles desde que ese grupo fue removido del poder en el año 2001. En verdad, fuentes militares de los EE.UU. han ya comenzado a negociar una propuesta para retirar a algunos efectivos estadounidenses de Afganistán. Una platica similar sobre una reducción de las tropas estadounidenses de Irak después de los comicios iraquíes de diciembre también ha provenido de los militares de la nación.
Toda esta cháchara acerca de un retiro de las tropas estadounidenses tiene lugar en un momento de crecientes ataques de los Talibán—los cuales han matado una cifra récord de efectivos de los EE.UU., a siete candidatos electorales afganos, y a cuatro trabajadores de las campañas electorales—y de una ola de matanza insurgente en Irak que ha provocado el tercer número de bajas más grande entre los militares estadounidenses en un mes y el peor computo de muertes en Bagdad desde la invasión estadounidense. En Afganistán, la reducida violencia el día de las elecciones indica probablemente que los guerrilleros fueron lo suficientemente astutos de apostar bajo a fin de evitar medidas de seguridad intensificadas. El Talibán probablemente renovará nuevamente la ferocidad de sus ataques a la brevedad. Desgraciadamente, los esfuerzos liderados por los Estados Unidos para resistir a las fuerzas de seguridad afganas han sido infructuosos, y la administración Bush dependerá de niveles crecientes de efectivos de la OTAN para suplir a cualquier disminución estadounidense. Pero varios países de la OTAN prefieren realizar las tareas de mantenimiento de la paz en áreas seguras y no son entusiastas respecto de hacer que sus fuerzas combatan activamente contra el Talibán. De manera similar, en Irak, los problemas de la creación de las fuerzas de seguridad iraquíes para reemplazar a algunas reducciones en los efectivos de los EE.UU. son bien conocidos.
Tanto en Afganistán como en Irak, la desconexión entre lo que se dice acerca del retiro de tropas y la violencia incrementada puede ser atribuida parcialmente a que las fuerzas armadas de los EE.UU. están presionando a la administración Bush para que las alivie de su condición de estar globalmente sobresaturadas. Pero con las elecciones parlamentarias del próximo año en los Estados Unidos amenazando, los republicanos querrán demostrar alguna suerte de reducción de efectivos para aislarse de los ataques demócratas sobre esta cuestión.
Por supuesto, la meta de corto plazo de reducir a las fuerzas estadounidenses exacerba la dificultad de la administración de alcanzar su objetivo de largo plazo en ambos conflictos: ganar. No se precisa ser un experto en cohetes espaciales para ver que si los niveles de fuerza existentes del mejor ejército del mundo no pueden acabar con el Taliban y los insurgentes iraquíes, entonces su reemplazo parcial con fuerzas inferiores es improbable que lo haga. La meta de la administración en ambos conflictos—si es que existe siquiera un plan coherente—pareciera ser: comprar tiempo hasta que los procesos democráticos disminuyan la rebelión.
Sin embargo en Afganistán, la autoridad del “democráticamente electo” gobierno central de Hamid Karzai es débil en gran parte del país. Los comicios es probable que produzcan un parlamento lleno de ex comandantes comunistas, cabecillas militares islamistas, y ex líderes talibanes—muchos sin ninguna inclinación democrática y con pasados homicidas.
En Irak, el rencor acerca de la constitución propuesta tiene a los árabes sunnitas registrándose en masa para derrotarla y probablemente terminará inflamando de manera adicional a la ya intensificada insurgencia. Como una demostración de cuan mal están las cosas, el mejor resultado para los Estados Unidos en Irak podría ser el de la derrota de la constitución. Si el rechazo tiene lugar, las negociaciones entre los kurdos, los shiitas, y los árabes sunnitas tendría que iniciarse nuevamente. Si la constitución supera los intentos sunnitas por hacerla descarrilar, la sensación incrementada de alineación sunnita muy bien podría encender mayores niveles de violencia.
En síntesis, desafortunadamente, ni Afganistán ni Irak están aún preparados para la democracia. Los expertos en materia de democratización de países hablan de que se requiere de una cultura democrática antes de que las instituciones y los procesos democráticos puedan genuinamente arraigarse. Afganistán e Irak, al igual que Vietnam del Sur en los años 60 y comienzos de los 70, no han desarrollado tal cultura.
Pueden hacerse otras comparaciones con la Guerra de Vietnam. Después de evitar primero un basto número de muertos, heridos y capturados entre los enemigos al estilo Vietnam, las fuerzas armadas estadounidenses están ahora infringiendo ese daño para demostrar que se encuentran ganando—al tiempo que la violencia incrementada indica que lo opuesto está aconteciendo. También, los pronunciamientos que está realizándo el gobierno de los Estados Unidos son absurdos a primera vista. Por ejemplo, tras dos días de ataques con bombas y disparos atribuidos a los jihadistas islámicos extranjeros al mando de Abu Musab Zarqawi, los cuales mataron el récord de 190 personas, el Mayor General Rick Lynch, el vocero senior de los militares estadounidenses en Irak, afirmó, “Zarqawi está contra las sogas.” Esta enorme mentira rememora las afirmaciones estadounidenses antes de la ofensiva comunista Tet en 1968 de que los Estados Unidos estaban ganando la Guerra de Vietnam. A pesar de que los militares de los EE.UU. derrotaron a la ofensiva de parte del vietcong y de los norvietnamitas, la “brecha de credibilidad” expuesta por la fuerza de la ofensiva fue el comienzo del fin del apoyo popular estadounidense para la guerra.
Similares brechas en la credibilidad estadounidense están bostezando tanto en Afganistán como en Irak en un momento en que el público en el país se encuentra ya inquieto respecto de embrollos en el extranjero y cuando la administración Bush parece carecer de un plan coherente de largo plazo para librar a los Estados Unidos con dignidad de tales conflictos. Para aquellos que vivieron los años 60 y los comienzos de los 70, la situación es desgraciadamente demasiado familiar.
Alucinaciones democráticas en Afganistán e Irak
Las administraciones presidenciales estrechas de miras y sigilosas por lo general niegan la realidad al punto del absurdo cuando tropiezan en desventuras foráneas. El ejemplo clásico es el de la administración Johnson durante la Guerra de Vietnam. Los actuales atolladeros de la administración Bush en Irak e incluso en Afganistán están asumiendo ese aire. Por ejemplo, la administración está congratulándose de que el día de las elecciones legislativas y provinciales afganas transcurrió sin ataques rampantes de parte de un renaciente Talibán; los ataques recientes han repuntado a los peores niveles desde que ese grupo fue removido del poder en el año 2001. En verdad, fuentes militares de los EE.UU. han ya comenzado a negociar una propuesta para retirar a algunos efectivos estadounidenses de Afganistán. Una platica similar sobre una reducción de las tropas estadounidenses de Irak después de los comicios iraquíes de diciembre también ha provenido de los militares de la nación.
Toda esta cháchara acerca de un retiro de las tropas estadounidenses tiene lugar en un momento de crecientes ataques de los Talibán—los cuales han matado una cifra récord de efectivos de los EE.UU., a siete candidatos electorales afganos, y a cuatro trabajadores de las campañas electorales—y de una ola de matanza insurgente en Irak que ha provocado el tercer número de bajas más grande entre los militares estadounidenses en un mes y el peor computo de muertes en Bagdad desde la invasión estadounidense. En Afganistán, la reducida violencia el día de las elecciones indica probablemente que los guerrilleros fueron lo suficientemente astutos de apostar bajo a fin de evitar medidas de seguridad intensificadas. El Talibán probablemente renovará nuevamente la ferocidad de sus ataques a la brevedad. Desgraciadamente, los esfuerzos liderados por los Estados Unidos para resistir a las fuerzas de seguridad afganas han sido infructuosos, y la administración Bush dependerá de niveles crecientes de efectivos de la OTAN para suplir a cualquier disminución estadounidense. Pero varios países de la OTAN prefieren realizar las tareas de mantenimiento de la paz en áreas seguras y no son entusiastas respecto de hacer que sus fuerzas combatan activamente contra el Talibán. De manera similar, en Irak, los problemas de la creación de las fuerzas de seguridad iraquíes para reemplazar a algunas reducciones en los efectivos de los EE.UU. son bien conocidos.
Tanto en Afganistán como en Irak, la desconexión entre lo que se dice acerca del retiro de tropas y la violencia incrementada puede ser atribuida parcialmente a que las fuerzas armadas de los EE.UU. están presionando a la administración Bush para que las alivie de su condición de estar globalmente sobresaturadas. Pero con las elecciones parlamentarias del próximo año en los Estados Unidos amenazando, los republicanos querrán demostrar alguna suerte de reducción de efectivos para aislarse de los ataques demócratas sobre esta cuestión.
Por supuesto, la meta de corto plazo de reducir a las fuerzas estadounidenses exacerba la dificultad de la administración de alcanzar su objetivo de largo plazo en ambos conflictos: ganar. No se precisa ser un experto en cohetes espaciales para ver que si los niveles de fuerza existentes del mejor ejército del mundo no pueden acabar con el Taliban y los insurgentes iraquíes, entonces su reemplazo parcial con fuerzas inferiores es improbable que lo haga. La meta de la administración en ambos conflictos—si es que existe siquiera un plan coherente—pareciera ser: comprar tiempo hasta que los procesos democráticos disminuyan la rebelión.
Sin embargo en Afganistán, la autoridad del “democráticamente electo” gobierno central de Hamid Karzai es débil en gran parte del país. Los comicios es probable que produzcan un parlamento lleno de ex comandantes comunistas, cabecillas militares islamistas, y ex líderes talibanes—muchos sin ninguna inclinación democrática y con pasados homicidas.
En Irak, el rencor acerca de la constitución propuesta tiene a los árabes sunnitas registrándose en masa para derrotarla y probablemente terminará inflamando de manera adicional a la ya intensificada insurgencia. Como una demostración de cuan mal están las cosas, el mejor resultado para los Estados Unidos en Irak podría ser el de la derrota de la constitución. Si el rechazo tiene lugar, las negociaciones entre los kurdos, los shiitas, y los árabes sunnitas tendría que iniciarse nuevamente. Si la constitución supera los intentos sunnitas por hacerla descarrilar, la sensación incrementada de alineación sunnita muy bien podría encender mayores niveles de violencia.
En síntesis, desafortunadamente, ni Afganistán ni Irak están aún preparados para la democracia. Los expertos en materia de democratización de países hablan de que se requiere de una cultura democrática antes de que las instituciones y los procesos democráticos puedan genuinamente arraigarse. Afganistán e Irak, al igual que Vietnam del Sur en los años 60 y comienzos de los 70, no han desarrollado tal cultura.
Pueden hacerse otras comparaciones con la Guerra de Vietnam. Después de evitar primero un basto número de muertos, heridos y capturados entre los enemigos al estilo Vietnam, las fuerzas armadas estadounidenses están ahora infringiendo ese daño para demostrar que se encuentran ganando—al tiempo que la violencia incrementada indica que lo opuesto está aconteciendo. También, los pronunciamientos que está realizándo el gobierno de los Estados Unidos son absurdos a primera vista. Por ejemplo, tras dos días de ataques con bombas y disparos atribuidos a los jihadistas islámicos extranjeros al mando de Abu Musab Zarqawi, los cuales mataron el récord de 190 personas, el Mayor General Rick Lynch, el vocero senior de los militares estadounidenses en Irak, afirmó, “Zarqawi está contra las sogas.” Esta enorme mentira rememora las afirmaciones estadounidenses antes de la ofensiva comunista Tet en 1968 de que los Estados Unidos estaban ganando la Guerra de Vietnam. A pesar de que los militares de los EE.UU. derrotaron a la ofensiva de parte del vietcong y de los norvietnamitas, la “brecha de credibilidad” expuesta por la fuerza de la ofensiva fue el comienzo del fin del apoyo popular estadounidense para la guerra.
Similares brechas en la credibilidad estadounidense están bostezando tanto en Afganistán como en Irak en un momento en que el público en el país se encuentra ya inquieto respecto de embrollos en el extranjero y cuando la administración Bush parece carecer de un plan coherente de largo plazo para librar a los Estados Unidos con dignidad de tales conflictos. Para aquellos que vivieron los años 60 y los comienzos de los 70, la situación es desgraciadamente demasiado familiar.
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