Llevados por un nacionalismo anacrónico, al que alimentan agitadores y demagogos como Evo Morales, los bolivianos rescindieron no hace mucho los contratos que habían firmado para comenzar a exportar sus incalculables reservas de gas natural. Se oponían a que los extranjeros se llevaran sus riquezas, decían, a que obtuvieran ganancias desmedidas lucrando con sus recursos: preferían esperar, dejar el gas allí donde la naturaleza lo había puesto, mientras se creaban las condiciones para poder extraerlo por medio de alguna empresa pública nacional. Ahora, en una triste paradoja, se anuncia que Bolivia tendrá que soportar cortes de energía eléctrica en La Paz y en 6 de las 10 capitales departamentales “debido al insuficiente abastecimiento de gas natural”. El gas sigue siendo boliviano, qué duda cabe, pero permanece inútil todavía en el subsuelo, mientras muchos se preguntarán de qué sirve poseer inmensas riquezas bajo tierra si no pueden contar con el mínimo requisito para llevar una vida moderna: una provisión segura de electricidad.
Del mismo modo, con protestas atizadas por “activistas sociales” de la más variada naturaleza, se ha paralizado el proyecto de construir una hidroeléctrica en Guatemala, han habido huelgas petroleras en Perú y en Ecuador, y en todas partes se ataca a la minería como una fuente de terribles males ecológicos y sociales, a pesar de las nuevas tecnologías no contaminantes que se utilizan actualmente y de las amplias fuentes de trabajo que crea la minería. La oferta de petróleo, cuyos precios han alcanzado cifras sin precedentes –encareciendo la vida de millones de personas y creando preocupación en los empresarios que ven subir sus costos- también ha sido víctima de un mal concebido celo ecológico y nacionalista que ha terminado por afectar su producción y refinación.
Nos parece entonces que este es un buen momento para examinar ciertas teorías económicas sobre el crecimiento que, a pesar de haberse demostrado completamente falsas y desmentidas por la práctica, todavía están en boga en buena parte de la América Latina y sólo sirven para condenarnos a una perpetua pobreza.
Mucha gente piensa que nuestros países son inmensamente ricos porque atesoran grandes reservas naturales de minerales de todo tipo. Gas y petróleo, hierro, cobre, estaño y aluminio, se agregan a una variedad de climas y altitudes que permiten producir toda clase de valiosos cultivos. A pesar de esta impresionante dotación de recursos, de la que no cesamos de hablar, un recorrido por cualquiera de nuestras ciudades muestra un triste panorama de pobreza y de condiciones de vida insalubres, de abandono y de hacinamiento. ¿Cómo es que no hemos podido superar esta deprimente realidad, a pesar de tener en abundancia tan codiciados bienes?
Lo primero que hay que recordar a quienes se ufanan de nuestra potencial riqueza es que los recursos naturales, de por sí, no garantizan ni el crecimiento económico ni el bienestar de la población. Países como Japón o Finlandia, castigados en verdad por una geografía inclemente, muestran sin embargo niveles de desarrollo económico y humano que bien justifican la envidia con que algunos los observan. Naciones con inmensos ingresos provenientes del petróleo, en cambio -como Irán, Irak, Venezuela o Nigeria- se debaten en un estancamiento crónico que, para peor, muestra frecuentes episodios de retrocesos y de crisis.
No se trata, pues, de poseer grandes recursos bajo tierra, sino de lograr economías funcionales y de alta productividad, lo que sólo puede lograrse cuando hay suficientes inversiones y un entorno político de paz, confianza y estabilidad. Salvo contadas excepciones, nada de esto se encuentra en nuestros agobiados países, donde predominan todavía ideas y actitudes probadamente erróneas, que sólo sirven para acrecentar nuestras miserias.
Nuestra América continúa lamentablemente anclada en ideas del pasado, sometida a la influencia de líderes populistas que todavía no parecen enterarse del fiasco gigantesco que fue la Unión Soviética, amenazando con recorrer otra vez el camino del nacionalismo económico que, con su proteccionismo, sus empresas estatales y su hostilidad hacia el capital, fue el responsable de que nos quedáramos rezagados en nuestro proceso de desarrollo.
Para luchar contra la pobreza, como todos queremos, es preciso entender que necesitamos inversiones, los capitales que nos proporcionarán la tecnología moderna capaz de aumentar la productividad de nuestros trabajadores. Esto significa que, con el mismo esfuerzo, se puedan crear mayor cantidad de bienes y servicios a disposición de los consumidores. Con mayor productividad, entonces, los trabajadores tendrán mejores salarios, como los que se pagan en el mundo desarrollado, pues estos no provienen de leyes sociales o intervenciones del gobierno sino de la inmensa capacidad de producción que tienen sus economías.
Pero para que esto suceda es preciso que los gobiernos dejen de lado el proteccionismo, eliminen aranceles y abran los países a todos los variados intercambios del mundo moderno. Es preciso que lleguen inversiones, pero esto no se podrá lograr si no se respetan los contratos que se firman y si no se garantiza –de un modo creíble y consistente- la propiedad privada de quienes, nacionales o extranjeros, se disponen a correr los riesgos de crear nuevas empresas o de ampliar las ya existentes.
Bolivia: Gas natural y demagogia
Llevados por un nacionalismo anacrónico, al que alimentan agitadores y demagogos como Evo Morales, los bolivianos rescindieron no hace mucho los contratos que habían firmado para comenzar a exportar sus incalculables reservas de gas natural. Se oponían a que los extranjeros se llevaran sus riquezas, decían, a que obtuvieran ganancias desmedidas lucrando con sus recursos: preferían esperar, dejar el gas allí donde la naturaleza lo había puesto, mientras se creaban las condiciones para poder extraerlo por medio de alguna empresa pública nacional. Ahora, en una triste paradoja, se anuncia que Bolivia tendrá que soportar cortes de energía eléctrica en La Paz y en 6 de las 10 capitales departamentales “debido al insuficiente abastecimiento de gas natural”. El gas sigue siendo boliviano, qué duda cabe, pero permanece inútil todavía en el subsuelo, mientras muchos se preguntarán de qué sirve poseer inmensas riquezas bajo tierra si no pueden contar con el mínimo requisito para llevar una vida moderna: una provisión segura de electricidad.
Del mismo modo, con protestas atizadas por “activistas sociales” de la más variada naturaleza, se ha paralizado el proyecto de construir una hidroeléctrica en Guatemala, han habido huelgas petroleras en Perú y en Ecuador, y en todas partes se ataca a la minería como una fuente de terribles males ecológicos y sociales, a pesar de las nuevas tecnologías no contaminantes que se utilizan actualmente y de las amplias fuentes de trabajo que crea la minería. La oferta de petróleo, cuyos precios han alcanzado cifras sin precedentes –encareciendo la vida de millones de personas y creando preocupación en los empresarios que ven subir sus costos- también ha sido víctima de un mal concebido celo ecológico y nacionalista que ha terminado por afectar su producción y refinación.
Nos parece entonces que este es un buen momento para examinar ciertas teorías económicas sobre el crecimiento que, a pesar de haberse demostrado completamente falsas y desmentidas por la práctica, todavía están en boga en buena parte de la América Latina y sólo sirven para condenarnos a una perpetua pobreza.
Mucha gente piensa que nuestros países son inmensamente ricos porque atesoran grandes reservas naturales de minerales de todo tipo. Gas y petróleo, hierro, cobre, estaño y aluminio, se agregan a una variedad de climas y altitudes que permiten producir toda clase de valiosos cultivos. A pesar de esta impresionante dotación de recursos, de la que no cesamos de hablar, un recorrido por cualquiera de nuestras ciudades muestra un triste panorama de pobreza y de condiciones de vida insalubres, de abandono y de hacinamiento. ¿Cómo es que no hemos podido superar esta deprimente realidad, a pesar de tener en abundancia tan codiciados bienes?
Lo primero que hay que recordar a quienes se ufanan de nuestra potencial riqueza es que los recursos naturales, de por sí, no garantizan ni el crecimiento económico ni el bienestar de la población. Países como Japón o Finlandia, castigados en verdad por una geografía inclemente, muestran sin embargo niveles de desarrollo económico y humano que bien justifican la envidia con que algunos los observan. Naciones con inmensos ingresos provenientes del petróleo, en cambio -como Irán, Irak, Venezuela o Nigeria- se debaten en un estancamiento crónico que, para peor, muestra frecuentes episodios de retrocesos y de crisis.
No se trata, pues, de poseer grandes recursos bajo tierra, sino de lograr economías funcionales y de alta productividad, lo que sólo puede lograrse cuando hay suficientes inversiones y un entorno político de paz, confianza y estabilidad. Salvo contadas excepciones, nada de esto se encuentra en nuestros agobiados países, donde predominan todavía ideas y actitudes probadamente erróneas, que sólo sirven para acrecentar nuestras miserias.
Nuestra América continúa lamentablemente anclada en ideas del pasado, sometida a la influencia de líderes populistas que todavía no parecen enterarse del fiasco gigantesco que fue la Unión Soviética, amenazando con recorrer otra vez el camino del nacionalismo económico que, con su proteccionismo, sus empresas estatales y su hostilidad hacia el capital, fue el responsable de que nos quedáramos rezagados en nuestro proceso de desarrollo.
Para luchar contra la pobreza, como todos queremos, es preciso entender que necesitamos inversiones, los capitales que nos proporcionarán la tecnología moderna capaz de aumentar la productividad de nuestros trabajadores. Esto significa que, con el mismo esfuerzo, se puedan crear mayor cantidad de bienes y servicios a disposición de los consumidores. Con mayor productividad, entonces, los trabajadores tendrán mejores salarios, como los que se pagan en el mundo desarrollado, pues estos no provienen de leyes sociales o intervenciones del gobierno sino de la inmensa capacidad de producción que tienen sus economías.
Pero para que esto suceda es preciso que los gobiernos dejen de lado el proteccionismo, eliminen aranceles y abran los países a todos los variados intercambios del mundo moderno. Es preciso que lleguen inversiones, pero esto no se podrá lograr si no se respetan los contratos que se firman y si no se garantiza –de un modo creíble y consistente- la propiedad privada de quienes, nacionales o extranjeros, se disponen a correr los riesgos de crear nuevas empresas o de ampliar las ya existentes.
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