Por estos días, está más de moda condenar a las ganancias de la industria petrolera que considerar la posibilidad de que las mismas podrían tener algo de positivo. Esto resulta especialmente así cuando, semanas después de que el huracán Katrina devastó a la Costa del Golfo, los precios de la gasolina permanecen elevados y la proximidad del clima frió provoca pesadillas en el noroeste por el impacto que sobre los presupuestos tendrán las facturas de los gastos del combustible que se emplea para la calefacción.
Los informes de que las ganancias de las principales compañías petroleras se elevaron súbitamente durante el tercer trimestre al parecer agregaron insultos a los perjuicios de los conductores que aún se tambaleaban por la conmoción en el surtidor. Probando una vez más que la política genera socios extraños, el líder de la mayoría del Senado Bill Frist, republicano por Tenessee, se ha unido a un número creciente de colegas y comentaristas de la izquierda y de la derecha para denunciar la supuesta alza ilegal de precios por parte de la industria petrolera y la usura en la estela de Katrina.
Bajo el pretexto de proteger a los consumidores de las codiciosas empresas petroleras grandes, algunos de los críticos parlamentarios de la industria han planteado la posibilidad de reinstalar un impuesto sobre las ganancias “extraordinarias.” Pero los perros de ataque harían bien en considerar las consecuencias de tal medida punitiva. Un impuesto sobre las ganancias causaría más daño que beneficio—una lección que aprendimos hace ya un cuarto de siglo atrás.
En el año 1980, el Presidente Carter promulgó la Ley del Impuesto a las Ganancias Extraordinarias del Petróleo Crudo, la cual establecía impuestos al consumo tan altos como que llegaban al 70 por ciento de la diferencia entre el precio del petróleo establecido por el mercado y un precio (más bajo) fijado por ley. El tributo fue suprimido en 1987, pero según el Congressional Research Service, casi $80 mil millones (billones en inglés) fueron drenados de las declaraciones de ingresos de la industria mientras estuvo en vigencia.
El dinero que podría haber sido invertido en la nueva producción de petróleo y de gas y en la expansión de la capacidad de refinamiento fue en cambio desviado a Washington. No debería sorprender que la producción petrolera cayera. De hecho, 1.600 millones (billones en inglés) menos de barriles de petróleo crudo fueron producidos en los Estados Unidos entre 1980 y 1987 de los que de otra forma hubiesen sido producidos. La dependencia estadounidense del petróleo extranjero se elevó rápidamente.
Sin embargo, tan tentador como puede ser para los políticos populistas inmiscuirse en los mercados energéticos, casi cualquier cosa que el Congreso haga solamente logrará que una situación mala se torne peor. El de la producción de petróleo y de gas es un negocio riesgoso y el huracán Rita lo demostró muy vividamente.
A pesar de tener la industria una exposición al riesgo por encima del promedio, las grandes petroleras no son extraordinariamente rentables. De acuerdo con la publicación Business Week and Oil Daily, las ganancias promedio de la industria fueron de 7,7 centavos por dólar en concepto de ventas en el segundo trimestre de 2005, una época también de precios de la gasolina relativamente altos. En comparación, durante el mismo trimestre, los bancos ganaron 19,6 centavos; las empresas farmacéuticas 18,6; los servicios de software y relacionados 17; la industria de los semiconductores 14,6; las empresas de productos hogareños y personales 11,3; las compañías de seguros 10,7; las de telecomunicaciones 9,6; las de alimentos bebidas y tabaco 9,4; y las de bienes raíces 8,9. La cifra correspondiente para la industria estadounidense como un todo fue de 7,9 centavos por cada dólar de ventas.
Los ingresos de las compañías petroleras pueden estar en niveles récord, pero también lo está el costo del insumo más importante de la industria, el petróleo crudo, el cual se vende en la actualidad en los mercados globales de “commodities” a cerca de $60 el barril. Tan solo unos pocos años atrás, durante la crisis económica asiática, rondaba los $9,40 el barril.
La buena noticia es la de que los mercados están funcionando. Ellos—no las compañías petroleras—determinan los precios del petróleo crudo, la gasolina y el petróleo para calefacción. Cuando los suministros mundiales son muy estrechos, como lo han sido durante los últimos cinco años, los precios de manera predecible suben y se vuelven más volátiles. Las interrupciones en la oferta explican por qué los precios subieron dramáticamente después de que Katrina causó estragos en las refinerías y en las instalaciones de producción de petróleo en el Golfo.
Debido al reciente aumento en el precio, el uso de la gasolina está bajo. El interés de los consumidores por vehículos híbridos y por combustibles alternativos está como nunca antes visto alto. Pero incluso a los precios actuales, la producción de combustibles alternativos se mantiene en una desventaja de costos relativos respecto de los combustibles fósiles. En el futuro previsible, entonces, la seguridad energética de los Estados Unidos continuará dependiendo de una oferta confiable de petróleo crudo y de la capacidad para refinarlo.
El National Petroleum Council estima que, para satisfacer la demanda esperada, los productores tendrán que invertir casi $1,2 billones (trillones en inglés) hasta el año 2025 para financiar la exploración y producción de petróleo y gas en América del Norte. El hecho de reunir un capital de esa magnitud requiere de la confianza del inversor en la estabilidad fiscal de largo plazo de la industria. Tiene que existir un incentivo para el desarrollo del petróleo y el gas. Las ganancias proporcionan ese incentivo. Quítenle las ganancias a la industria, y la perforación se detendrá.
El Congreso debería considerar medidas que incrementen la oferta de petróleo, no que la reduzcan. Vastas regiones de los Estados Unidos siguen prohibiéndole la entrada a la producción de petróleo y de gas. Debido a las reglamentaciones gubernamentales demasiado restrictivas, la construcción de refinerías y de terminales de gas natural licuado (LNG es su sigla en inglés) se ha vuelto extremadamente difícil. Los Estados Unidos poseen menos capacidad de refinamiento en la actualidad que en los años 70. Es necesaria la acción en el Congreso para abrir nuevas áreas al desarrollo energético, tanto terrestre como costero, y para proporcionar un medio ambiente propicio para la expansión de la capacidad de refinamiento y la aparición de más instalaciones de LNG.
Lo peor que podría hacerse es revivir al impuesto sobre las ganancias extraordinarias de la década del 80. Tal política mal concebida pondría en cortocircuito a las fuerzas del mercado que deben funcionar en favor de la industria petrolera—y de la economía nacional—a fin de recuperarnos de la ira de la madre naturaleza.
Traducido por Gabriel Gasave
El impuesto a las ganancias extraordinarias sobre el petróleo disminuirá su oferta
Por estos días, está más de moda condenar a las ganancias de la industria petrolera que considerar la posibilidad de que las mismas podrían tener algo de positivo. Esto resulta especialmente así cuando, semanas después de que el huracán Katrina devastó a la Costa del Golfo, los precios de la gasolina permanecen elevados y la proximidad del clima frió provoca pesadillas en el noroeste por el impacto que sobre los presupuestos tendrán las facturas de los gastos del combustible que se emplea para la calefacción.
Los informes de que las ganancias de las principales compañías petroleras se elevaron súbitamente durante el tercer trimestre al parecer agregaron insultos a los perjuicios de los conductores que aún se tambaleaban por la conmoción en el surtidor. Probando una vez más que la política genera socios extraños, el líder de la mayoría del Senado Bill Frist, republicano por Tenessee, se ha unido a un número creciente de colegas y comentaristas de la izquierda y de la derecha para denunciar la supuesta alza ilegal de precios por parte de la industria petrolera y la usura en la estela de Katrina.
Bajo el pretexto de proteger a los consumidores de las codiciosas empresas petroleras grandes, algunos de los críticos parlamentarios de la industria han planteado la posibilidad de reinstalar un impuesto sobre las ganancias “extraordinarias.” Pero los perros de ataque harían bien en considerar las consecuencias de tal medida punitiva. Un impuesto sobre las ganancias causaría más daño que beneficio—una lección que aprendimos hace ya un cuarto de siglo atrás.
En el año 1980, el Presidente Carter promulgó la Ley del Impuesto a las Ganancias Extraordinarias del Petróleo Crudo, la cual establecía impuestos al consumo tan altos como que llegaban al 70 por ciento de la diferencia entre el precio del petróleo establecido por el mercado y un precio (más bajo) fijado por ley. El tributo fue suprimido en 1987, pero según el Congressional Research Service, casi $80 mil millones (billones en inglés) fueron drenados de las declaraciones de ingresos de la industria mientras estuvo en vigencia.
El dinero que podría haber sido invertido en la nueva producción de petróleo y de gas y en la expansión de la capacidad de refinamiento fue en cambio desviado a Washington. No debería sorprender que la producción petrolera cayera. De hecho, 1.600 millones (billones en inglés) menos de barriles de petróleo crudo fueron producidos en los Estados Unidos entre 1980 y 1987 de los que de otra forma hubiesen sido producidos. La dependencia estadounidense del petróleo extranjero se elevó rápidamente.
Sin embargo, tan tentador como puede ser para los políticos populistas inmiscuirse en los mercados energéticos, casi cualquier cosa que el Congreso haga solamente logrará que una situación mala se torne peor. El de la producción de petróleo y de gas es un negocio riesgoso y el huracán Rita lo demostró muy vividamente.
A pesar de tener la industria una exposición al riesgo por encima del promedio, las grandes petroleras no son extraordinariamente rentables. De acuerdo con la publicación Business Week and Oil Daily, las ganancias promedio de la industria fueron de 7,7 centavos por dólar en concepto de ventas en el segundo trimestre de 2005, una época también de precios de la gasolina relativamente altos. En comparación, durante el mismo trimestre, los bancos ganaron 19,6 centavos; las empresas farmacéuticas 18,6; los servicios de software y relacionados 17; la industria de los semiconductores 14,6; las empresas de productos hogareños y personales 11,3; las compañías de seguros 10,7; las de telecomunicaciones 9,6; las de alimentos bebidas y tabaco 9,4; y las de bienes raíces 8,9. La cifra correspondiente para la industria estadounidense como un todo fue de 7,9 centavos por cada dólar de ventas.
Los ingresos de las compañías petroleras pueden estar en niveles récord, pero también lo está el costo del insumo más importante de la industria, el petróleo crudo, el cual se vende en la actualidad en los mercados globales de “commodities” a cerca de $60 el barril. Tan solo unos pocos años atrás, durante la crisis económica asiática, rondaba los $9,40 el barril.
La buena noticia es la de que los mercados están funcionando. Ellos—no las compañías petroleras—determinan los precios del petróleo crudo, la gasolina y el petróleo para calefacción. Cuando los suministros mundiales son muy estrechos, como lo han sido durante los últimos cinco años, los precios de manera predecible suben y se vuelven más volátiles. Las interrupciones en la oferta explican por qué los precios subieron dramáticamente después de que Katrina causó estragos en las refinerías y en las instalaciones de producción de petróleo en el Golfo.
Debido al reciente aumento en el precio, el uso de la gasolina está bajo. El interés de los consumidores por vehículos híbridos y por combustibles alternativos está como nunca antes visto alto. Pero incluso a los precios actuales, la producción de combustibles alternativos se mantiene en una desventaja de costos relativos respecto de los combustibles fósiles. En el futuro previsible, entonces, la seguridad energética de los Estados Unidos continuará dependiendo de una oferta confiable de petróleo crudo y de la capacidad para refinarlo.
El National Petroleum Council estima que, para satisfacer la demanda esperada, los productores tendrán que invertir casi $1,2 billones (trillones en inglés) hasta el año 2025 para financiar la exploración y producción de petróleo y gas en América del Norte. El hecho de reunir un capital de esa magnitud requiere de la confianza del inversor en la estabilidad fiscal de largo plazo de la industria. Tiene que existir un incentivo para el desarrollo del petróleo y el gas. Las ganancias proporcionan ese incentivo. Quítenle las ganancias a la industria, y la perforación se detendrá.
El Congreso debería considerar medidas que incrementen la oferta de petróleo, no que la reduzcan. Vastas regiones de los Estados Unidos siguen prohibiéndole la entrada a la producción de petróleo y de gas. Debido a las reglamentaciones gubernamentales demasiado restrictivas, la construcción de refinerías y de terminales de gas natural licuado (LNG es su sigla en inglés) se ha vuelto extremadamente difícil. Los Estados Unidos poseen menos capacidad de refinamiento en la actualidad que en los años 70. Es necesaria la acción en el Congreso para abrir nuevas áreas al desarrollo energético, tanto terrestre como costero, y para proporcionar un medio ambiente propicio para la expansión de la capacidad de refinamiento y la aparición de más instalaciones de LNG.
Lo peor que podría hacerse es revivir al impuesto sobre las ganancias extraordinarias de la década del 80. Tal política mal concebida pondría en cortocircuito a las fuerzas del mercado que deben funcionar en favor de la industria petrolera—y de la economía nacional—a fin de recuperarnos de la ira de la madre naturaleza.
Traducido por Gabriel Gasave
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