El Caudillo, el populismo y la democracia
Hace diez años, escribí un libro titulado “Manual del perfecto idiota latinoamericano” con el escritor colombiano Plinio A. Mendoza y el escritor cubano Carlos A. Montaner. A menudo nos han preguntado cómo logramos ponernos de acuerdo en cada frase. Lo cierto es que no lo hicimos. Tuvimos importantes desavenencias. Como colombiano, Plinio era un gran admirador de Simón Bolívar, el héroe venezolano que liberó a su nación de España a comienzos del siglo diecinueve. Como persona oriunda del Perú, yo sentía recelos ante el hombre que había asumido el título de dictador del país donde nací. En un momento dado, la discusión sobre Bolívar se tornó tan severa que parecía que tendríamos que desistir del capítulo sobre el nacionalismo, en el cual Bolívar–un hombre menudo que bebía poco, bailaba como un dios, jamás fumó, tenía predilección por la hamaca, era un erotómano incurable y apenas empleaba el benigno «carajo» como palabrota–era una figura central. Pero sin ese capítulo, no había libro. Al final, ambos hicimos concesiones para salvarlo.
Este es el tipo de pasiones que Bolívar, el libertador de cinco países sudamericanos (seis si se toma en cuenta a Panamá, que formaba parte de Colombia) sigue despertando. Ni siquiera dos sudamericanos de ideas afines son capaces de coincidir respecto de si fue un gran padre fundador que se adelantó a su época o una de las razones por las cuales América del Sur, dos siglos después de la independencia, vive todavía una infancia política y económica. Mi propia opinión de él se ha vuelto ligeramente más benigna, aunque insisto en que el Libertador fue, además de una fuerza de la naturaleza en términos militares, un déspota peligroso que no comprendía que la mejor manera de evitar aquello que temía–el faccionalismo y la sublevación étnica y clasista contra la elite criolla–era el Estado de Derecho y no un caudillismo ilustrado y autoritario.
La nueva biografía de Bolívar de John Lynch es comprensiva con su personaje–más comprensiva, creo yo, de lo que se justifica por la evidencia que ella misma presenta; pero está impecablemente investigada, es excepcionalmente honesta y genuinamente equilibrada, y está muy bien escrita. La conclusión general a la que nos lleva Lynch es que los fracasos de Bolivar se debieron a factores ajenos a su control, que la gesta del líder de la independencia fue víctima de los tiempos que le tocaron vivir. No estoy tan seguro de esto. Aún cuando superaba a sus pares en muchos aspectos y fue el indiscutible arquitecto del fin de la era colonial, Bolívar personifica el pecado original de las repúblicas latinoamericanas: elitismo, autoritarismo y una pasión sin parangón por lo que denominamos ingeniería social. Bolívar, quien comenzó a luchar por la independencia en 1810 y murió en 1830 solitario, repudiado por las naciones a las que había liberado y desgobernado, fue un mejor imitador de Napoleón que de las instituciones británicas a las que tanto admiraba, un líder en quien el instinto militar ansioso de gloria y orden y el instinto civil favorable a las instituciones de largo plazo convivían en desigual proporción, de modo que el primero doblegó al segundo.
Bolívar fue ciertamente mucho “mejor” caudillo que los demás: más estratégico, visionario, instruido. Pero ocupa un sitial en los anales del caudillismo de América Latina, y el caudillismo es todavía el corazón del problema latinoamericano. Bolívar habría merecido más consideración si hubiese fracasado intentando establecer repúblicas liberales, promoviendo la movilidad social y propiciando la integración desde abajo, en lugar de concentrar el poder en nombre del orden social y dedicar su tiempo a grandiosos -y verticales- proyectos de integración supranacional entre precarios estados sudamericanos forjados sobre sociedades altamente estratificadas.
No hay duda de que Bolívar fue un genio militar, pese a su escasa preparación. Viajó unos 120.000 kilómetros (más que Colón o Vasco da Gama) a través de picos y valles, aprendiendo de sus derrotas, siempre contraatacando, reclutando soldados y reuniendo recursos como fuera posible, explotando las debilidades de sus enemigos y empleando la velocidad para doblegar a fuerzas superiores. Tras dos tentativas fallidas –en 1810 y 1813– de establecer una república venezolana independiente, regresó de su exilio en Haití en diciembre de 1816 para intentarlo de nuevo. Hacia finales de 1819, Bolívar había liberado a Venezuela y Colombia (por entonces llamada Nueva Granada) y creado una república que comprendía a esos dos países más Ecuador, que todavía se encontraba en manos españolas. En 1822, liberó a Ecuador, eclipsando a José de San Martín, que había liberado a Argentina y Chile, declarado independiente a Perú y puesto los ojos en Guayaquil. En 1824, Bolívar siguió adelante para completar la liberación de Perú antes de sellar la independencia de Bolivia el siguiente año.
La audacia estratégica de Bolívar, combinada con un talento para escoger buenos generales –como Francisco de Paula Santander y especialmente Antonio José de Sucre– hicieron de él un dirigente irresistible. Como líder militar, tenía fuego en el estómago: él mismo habló del “demonio de la guerra” que lo consumía y de su determinación por ganar de cualquier forma. Pero, por desgracia, el genio militar fue un utópico político y, por ende, un fracaso. Sus grandes designios terminaron en lágrimas. Hacia 1830, Colombia, Perú y Ecuador se habían separado; su intento por crear una confederación andina terminó en una guerra entre varias naciones; y el congreso de Panamá que concibió como el primer paso hacia una federación que abarcase a todo el hemisferio y coordinase la política exterior y resolviese disputas regionales colapsó casi tan pronto como fue inaugurado en 1826.
Pero el “fracaso” de Bolívar no es el problema. Los defensores de Bolívar celebran, más bien, el hecho de que fracasara tratando de unir a América del Sur porque esa derrota hace de él un mártir y convierte a sus enemigos en una versión precoz de la conspiración reaccionaria del siglo veinte contra la revolución progresista. El verdadero problema de Bolívar reside en algunas de sus grandes metas y en su comportamiento político.
Lynch admite que el sueño bolivariano de unir a los distintos países era «ilusorio», pues subestimaba el poder del faccionalismo; pero justifica el esfuerzo de Bolívar por ser un líder supranacional basándose en las necesidades políticas de la hora. «Entendió que la liberación de Venezuela y Nueva Granada no podría ser alcanzada por separado, teniendo en cuenta la capacidad de España para explotar la línea divisoria …,» escribe Lynch. «Un frente unificado tenía entonces que ser protegido contra la contrarrevolución española desde el sur y por lo tanto Ecuador tenía que ser conquistado e incorporado a la unión». Es una interpretación benevolente. Bolívar era un hombre en busca de gloria (dijo que odiaba gobernar tanto como amaba la gloria) con pasión por los asuntos militares que aborrecía la administración y que por tanto desatendió los asuntos de Estado, dejándoselos a sus vicepresidentes para poder continuar con sus aventuras militares. Después de convertirse en presidente de la república de Colombia (conformada por Venezuela, Nueva Granada y buena parte de Ecuador), dejó a cargo a su vicepresidente y no regresó durante cinco años. En ese tiempo, exasperó al gobierno colombiano con constantes solicitudes de dinero del que éste ya no disponía para financiar sus campañas. En medio de esas campañas, se las arregló para enviar cartas dando su opinión sobre toda clase de cuestiones políticas y administrativas de las que se encontraba muy lejos.
En su «Manifiesto de Cartagena», en 1812, Bolívar había hablado de «repúblicas etéreas » en las que las instituciones son edificadas, tal como nos lo recuerda Lynch, sobre «principios abstractos y racionalistas muy alejados de la realidad concreta y de las necesidades de tiempo y lugar». Murió en diciembre de 1830, quebrado y desterrado de su país de origen, refugiado, irónicamente, en la casa de un adinerado español en el norte de Colombia, después de que una serie de rivales políticos explotaran su intento fallido de hacer que la nueva constitución reflejase sus propios intereses políticos y de su efímera asunción de poderes dictatoriales. Para entonces, el legado institucional de Bolívar era precisamente eso: etéreo, alejado de la realidad, una hoja de parra que encubría la autoridad del dictador. «Bolívar no era por naturaleza un dictador», sostiene Lynch, «y no buscaba el poder absoluto como estado permanente». Esto también suena excesivamente benévolo respecto de un hombre que asumió poderes dictatoriales en Caracas en 1813, en Angostura en 1817, en Lima en 1824 y, finalmente, en Bogotá en 1828 después de que fracasara su intento por reformar la constitución de Colombia adoptada en 1821. (Puede discutirse, en cambio, si asumió o no facultades autoritarias en Bolivia durante un muy breve periodo en 1825).
Lynch sugiere que «criticar a Bolívar … por no ser un demócrata liberal en vez de un conservador absolutista implica dejar las condiciones fuera del argumento». Agrega que de Bolívar «no podía esperarse que consiguiese generar un orden completamente nuevo en la sociedad y la economía dado que éstas estaban fundadas en base a condiciones de largo plazo enraizadas en la historia, el contexto y el pueblo, y no podían ser desafiadas fácilmente por la mera legislación». Una cuestión significativa parece haber quedado de lado aquí: Bolívar no intentó realmente establecer un Estado de Derecho. Sus acciones contribuyeron a ese «caos» general del cual Lynch considera que fue víctima.
Consulté la opinión del historiador Elías Pino Iturrieta, una de las autoridades más respetadas de Venezuela con respecto a Bolívar. Bolívar fue “un aristrócrata bien informado de las tendencias liberales”, me dijo, “pero distanciado del pueblo en términos abismales”. En su carta de Jamaica, en 1815 -explica el historiador-, Bolívar habló de «un nuevo género humano» destinado a ser libre, pero incluía solamente a los aristócratas. Mantuvo esta postura hasta su discurso ante el congreso de Angostura en 1819, cuando confesó su republicanismo y habló de ciudadanía. Mas luego insistió en que los candidatos a la ciudadanía eran ineptos debido a la cultura española. A eso se debe que desease un senado hereditario y un «poder moral» (una cuarta rama gubernativa) cuyo objetivo fuese hacer que los criollos blancos enseñasen virtudes sociales al resto. Aunque sus ideas no eran compartidas por las elites liberales, intentó una reforma institucional que lo hubiese convertido en el «padre de familia» en torno a quien habría girado el destino de la sociedad.
Cuando Bolívar regresó a Colombia tras su largo periplo por Ecuador, Perú, y Bolivia, intentó cambiar la constitución e introducir elementos autoritarios como la presidencia vitalicia y la senaduría hereditaria. Coqueteó también con la idea de coronarse rey. Al final no lo hizo y merece admiración por haber contenido las ínfulas de sus simpatizantes. Pero hay prueba escrita–y Lynch hace referencia a ella— que indica que no era del todo reacio a la idea monárquica (en este aspecto, como en muchos otros, no debe ser comparado con George Washington) y que permitió a los monárquicos considerarla durante demasiado tiempo, fomentando por consiguiente pasiones enardecidas.
José García Hamilton, un estudioso argentino de Bolívar, considera que el Libertador fue consistentemente dictatorial: “En su carta desde Jamaica (1815) y en la Convención Constituyente de Angostura (1819), Bolívar postula un sistema político con presidente vitalicio, una cámara de senadores hereditarios integrada por los generales de la independencia…La Convención de Angostura no aprueba este sistema para Venezuela ni tampoco la aprueba para Nueva Granada la siguiente convención de Cúcuta, pero luego Bolívar, en la flamante Bolivia, redacta personalmente una constitución con esas características, que luego es aprobada para el Perú. Luego pretende que ese sistema se extienda a la Gran Colombia, pero Santander rechaza que esa sanción se haga mediante atas populares, por no ser un procedimiento legal. “No será legal”, contesta Bolívar, “pero es popular y por lo tanto propio de una república eminentemente democrática”.
Hay algo de cierto en la afirmación de García Hamilton de que Bolívar «fue el creador del populismo militar en América Latina, al cual Santander en Bogotá y Bernardino Rivadavia [el presidente de Argentina] en Buenos Aires se oponían». Agregaría que Bolívar menospreciaba a los caudillos y caciques locales que se interponían en su camino solamente cuando éstos no satisfacían sus propósitos. De lo contrario, estaba feliz de ser su aliado. El propio Lynch señala que en 1821 Bolívar «emitió un decreto que en efecto institucionalizaba el caudillismo» mediante el establecimiento de dos regiones político-militares, una al este y la otra al oeste, controladas por dos caudillos que más tarde lo atormentaron a él y al país. Ambos usurparon grandes extensiones de tierra y crearon virtuales dictaduras en sus respectivos feudos.
Bolívar entendía bien las realidades políticas de su época. Arremeter contra todos los caudillos y caciques locales no era una opción. Pero muy a menudo les hizo concesiones que iban más allá de lo que la necesidad política exigía. Hacia el final de su vida, Bolívar se alió con José Antonio Páez, uno de los caudillos a los que había legitimado en 1821, contra los esfuerzos de Santander por institucionalizar la república de Colombia. Santander tenía muchos defectos, pero estaba apuntando en la dirección correcta; Páez era un típico caudillo.
Otros historiadores tienden a coincidir con el tipo de argumento que brinda Lynch en apoyo de los esfuerzos políticos de Bolívar. La historiadora venezolana Inés Quintero me dijo que “su fracaso político se debe a la complejidad de las contradicciones que desató el proceso de independencia. No creo que la dimensión y envergadura de los conflictos que se originaron con la independencia podían ser atendidos ni resueltos de inmediato. Bolívar era un ilustrado con todo lo bueno y lo malo de la Ilustración”.
Pienso que Bolívar agravó en vez de contener esas fuerzas anárquicas y violentas desencadenadas por la lucha independentista. Estaba obsesionado con evitar la pardocracia –una revolución de los mestizos, pardos y negros contra las elites blancas que siguieron gobernando tras la independencia. Siempre había sido consciente de esta división social y de la desventaja numérica de su raza y su clase en una sociedad en la que los negros, mestizos e indios constituían tres cuartas partes de la población. La rebelión de José Tomás Boves y sus sanguinarios llaneros en las llanuras de Venezuela en 1814 —causa del colapso de la segunda república independiente— dejó una marca profunda en Bolívar.
Vivía también obsedido por la revolución haitiana. Dessalines, el ex esclavo, había decapitado a todos los blancos que se interpusieron en su camino antes de ser asesinado en 1806; una guerra civil había producido luego un régimen despótico en el norte y uno más moderado en el sur. Bolívar hablaba en distintas ocasiones acerca de su temor a que una guerra de colores pudiese destruir la república. La obsesión con la prevención de la pardocracia en Venezuela se volvió la fuerza impulsora de todo lo que Bolívar hizo militar y políticamente, incluyendo la decisión de combatir en otros países después de la independencia del suyo, la ejecución de ex lugartenientes como Manuel Piar, su alianza con caudillos locales como Páez y, fundamentalmente, la concentración de excesivas facultades en sus propias manos.
La biografía de Lynch trata muy bien este tema a la vez que justifica el temor de Bolívar a la pardocracia. Un punto importante que no se enfatiza lo suficiente es que el gran logro de Bolívar a comienzos de la lucha independentista fue poner a los pardos, que al comienzo se habían opuesto violentamente a las elites criollas, en contra de España. Juan Bosch, el desaparecido escritor y político dominicano, dedicó un libro entero a esta cuestión, titulado “Bolívar y la Guerra Social”. Hay elementos marxistas en su argumento, pero sugiere de manera convincente que Bolivar desvió la energía de las masas de color de su objetivo inicial–las elites—hacia el enemigo común, el régimen colonial español. Estimaba que mantenerlas en un estado de guerra constante era la mejor forma de gastar esa energía y de alejarla de los líderes de la nueva república. Bosch atribuye a este temor la extralimitación militar de Bolivar. Yo agregaría que su incapacidad para soltar las riendas del poder y establecer instituciones sólidas derivaba parcialmente de esta fijación.
Antes de la independencia, la monarquía española había estado durante años del lado de las clases más bajas y promovido alguna movilidad social, lo que incomodaba mucho a los criollos blancos. Bosch sostiene que «la Guerra a Muerte», una campaña de terror anunciada por Bolívar en 1813 en la que declaraba que incluso los españoles neutrales serían ejecutados, fue un intento por parte del joven general de convertir “la guerra social”—la anarquía, como la él llamaba—en “una guerra de independencia”. A pesar de que la segunda república que resultó de ese esfuerzo fue efímera, la estrategia de Bolívar dio resultado más adelante. Su genio consistió en reencauzar hacia el enemigo la hostilidad popular que se había desatado contra las elites.
Pero al final este encono se volvería contra Bolívar, en parte debido a que boicoteó los esfuerzos liberales por establecer instituciones durables que pudiesen controlar a estas fuerzas, y en parte porque su estructura de poder dictatorial reforzaba, a menudo sin quererlo, la estratificación social de las que esas masas se resentían. El temor a una revuelta racial y clasista llevó al Libertador a adoptar medidas absurdas, como la abolición de las comunidades indígenas en Perú. Pensaba que la abolición de esta forma de posesión comunal de la tierra y la distribución de pequeñas parcelas individuales fortalecería a los indios. Provocó exactamente lo opuesto: el rompimiento de esas estructuras abrió las puertas a través de las cuales las elites locales lograron usurpar las propiedades y concentrar la tierra en muy pocas manos.
En su libro “El Culto a Bolívar”, el académico venezolano Germán Carrera Damas sostiene que de 1812 a 1814 la guerra fue librada por los ricos, de 1814 a 1817 por los pardos y los esclavos, y de 1819 en adelante nuevamente por los ricos, los terratenientes y los monopolistas comerciales. Los caudillos se encontraban bajo su control. En algunos casos, adquirieron tantas propiedades que ellos mismos se volvieron parte de la elite rica. El desatino de Bolivar consistió en contener, en vez de abrir, las puertas de la movilidad social. No reconocía bien la separación existente entre las constituciones teóricas que él y sus hombres sancionaron y la clase de sociedad estratificada que las subyacía. En su visión elitista de la economía, los tenderos y los pequeños comerciantes eran «gente vulgar».
La riqueza estaba atada a la tierra. Como Lynch afirma acertadamente, «en Venezuela, donde la aristocracia colonial se encontraba reducida tanto en número como en importancia, las grandes fincas pasaron a manos de una nueva oligarquía criolla y mestiza, los exitosos jefes militares de la independencia». Así que las caras pueden haber cambiado, pero el sistema permaneció casi intacto, a pesar de alguna movilidad entre los pardos en los campos de la educación y el gobierno. Tras la independencia, unos diez mil blancos de ascendencia española eran los dueños de Venezuela. Medio millón de pardos y mestizos fueron excluidos, muchos de ellos hacinados por la nueva elite en las haciendas y ranchos por una paga mínima.
Algunas de las medidas tomadas por Bolívar fueron justas, como la abolición del tributo indio y de las prestaciones laborales no rentadas, pero para muchos indios esto simplemente significó tener que pagar más impuestos como ciudadanos normales. El verdadero problema residía en que en la práctica ellos no eran iguales ante la ley, eran dueños de muy pocas propiedades y no podían participar de actividades productivas y comerciales propias debido a que los derechos de propiedad dependían esencialmente de la elite gobernante. Bolívar, distraído por las cuestiones militares y obsesionado con contener a la pardocracia, nunca trató de modificar este estado de cosas. Cuando intentó alguna reforma, como en Colombia al restituir a los indios las tierras de las reservaciones, no la hizo cumplir, dejando que los legisladores y administradores lidiaran con los detalles mientras él conquistaba más tierras. Lo que ocurrió en la práctica, tal como Lynch lo demuestra cabalmente, es que la tierra fue enajenada y terminó en manos de los grandes terratenientes. Se perdió una gran oportunidad de crear una sociedad de propietarios. Sin ella, no había esperanza alguna de forjar una república liberal bajo el Estado de Derecho. Los Whigs británicos y los Padres Fundadores de los Estados Unidos, a quienes Bolivar admiraba mucho, comprendían los fundamentos de una sociedad libre de un modo que a él lo eludía.
Lynch atribuye estos defectos a la circunstancia. Pero filosófica y políticamente, las prioridades de Bolívar deberían haber sido distintas. La fijación de límites a la acción del Estado y la descentralización del poder fueron los grandes logros de los Padres Fundadores. El ominoso legado de las luchas por la independencia de América Latina fueron la concentración y la centralización del poder. Cualesquiera hayan sido los otros logros de Bolívar, y tuvo muchos, éste fue un defecto fundamental de su visión y liderazgo.
A diferencia de otros admiradores de Bolívar, John Lynch es justo con respecto de las cuatro sombras que oscurecieron su reputación entre los observadores menos fervientes: su traición a Francisco de Miranda, el precursor de la independencia de América del Sur; la ejecución de cientos de prisioneros en la prisión de La Guaira; la «Guerra a Muerte» en el inicio de la campaña que lo llevó a establecer la segunda república; y la ejecución de Manuel Piar, uno de sus propios hombres, por insubordinación.
Al colapsar la primera república, Miranda fue capturado por Bolívar justo cuando se aprestaba a abandonar Venezuela y entregado a los realistas (moriría pocos años después en una prisión española). La justificación de Bolívar fue que Miranda había capitulado demasiado pronto y que su partida hubiese permitido a los realistas dar marcha atrás en los términos de la capitulación. Lynch no lo justifica y está en lo correcto. El historiador británico es más comprensivo respecto del decreto de la Guerra a Muerte, cuando, habiendo aprendido la lección del colapso de la primera república, Bolívar decidió librar una despiadada campaña a efectos de infundir temor en el enemigo. El decreto finalmente se volvió una autorización general para la represión indiscriminada. Bolívar alentó o toleró la ejecución y la persecución de los españoles y americanos que habían cometido el pecado de permanecer neutrales o no haber sido lo suficientemente serviciales.
La guerra nunca es amable. Pero las tácticas de Bolívar eran particularmente despiadadas: liberó a los esclavos solamente cuando prestaban servicios en el ejército de liberación, saqueó el tesoro y se apoderó de las fincas de otros para financiar sus campañas, decretó la ley marcial para cubrir sus filas con aquellos que no tenían apetito alguno por la guerra y ejecutó a mucha gente. Cuando se enfrentaba a la revuelta de los llaneros que llevaron finalmente al colapso de la segunda república, ordenó la ejecución de unos ochocientos prisioneros en La Guaira. Lynch le dedica poca atención a este episodio y adopta un tono neutral, explicando que fue una acción tomada a la luz de las atrocidades cometidas por el bando contrario.
Más justificada, aunque igualmente ilustrativa acerca de la falta de compasión por parte de Bolivar, fue la ejecución de su aliado Piar, un mulato que había combatido a los españoles en el este. Piar gozaba de su propia base de poder y no deseaba obedecer al liderazgo de Bolívar. El Libertador lo hizo ejecutar, lo que justificó años más tarde con el argumento de que la muerte de Piar era una “necesidad política” porque de lo contrario el ejecutado hubiese iniciado una guerra de “pardos contra blancos». Nuevamente, el temor de Bolívar a un conflicto racial lo llevó a actuar contra Piar de un modo que no empleó contra Santander años después, cuando el revolucionario criollo de raza blanca permitió un intento de asesinato en contra de Bolívar siguiera adelante en Colombia.
Estas acciones fueron parte de una guerra librada por las buenas razones, pero fueron también las características de un líder para quien los fines a menudo justificaban los medios y cuyas metas se confundían con consideraciones atinentes a la construcción de bases de poder en lugar de instituciones. Bolívar veía a Santander, su vicepresidente, como «el hombre de las leyes» y a sí mismo como «el hombre de las dificultades». Es una distinción contundente.
El culto de Bolívar es un fenómeno fascinante—y aterrador—en América del Sur. Ha sido ahora capturado por Hugo Chávez por razones de conveniencia política. (Mientras tanto, Chávez se dedica a socavar la Comunidad Andina de Naciones debido a que este bloque regional no es funcional a su objetivo de abandonar los tratados de libre comercio que algunos de los países andinos han suscripto con los Estados Unidos. Bolívar, que era pro-estadounidense y pro-integración, se estremecería). Durante gran parte del siglo veinte, el culto de Bolívar era de derechas; pero ya no lo es, como lo demuestra la campaña de Chávez en torno al mito de Bolívar. Quintero, que ha escrito acerca de la utilización de las ideas de Bolívar por parte de la derecha y la izquierda, considera que “en los dos casos el procedimiento es exactamente el mismo: la utilización interesada y descontextualizada de las ideas de Bolívar para ponerlo al servicio: unos de la derecha Cesarista; otros de la izquierda revolucionaria”.
Como lo ha demostrado Pino Iturrieta, autor de importantes trabajos sobre la «deificación» de Bolívar, el culto a Bolívar se inició en 1842, cuando sus restos fueron llevados a Caracas. Entonces se convirtió en un profeta que había prefigurado el surgimiento del dictador Antonio Guzmán Blanco en el siglo diecinueve, la tiranía de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935, la dictadura de Pérez Jiménez entre 1952 y 1958, los gobiernos democráticos que lo sucedieron y, ahora, el chavismo. El vínculo entre el «cesarismo» y el «bolivarianismo» -piensa Iturrieta- comenzó durante el régimen de Gómez en Venezuela, como resultado de un libro de Laureano Vallenilla intitulado “Cesarismo Democrático”, aparecido en 1919 y traducido al italiano durante la era fascista, y aplaudido por Mussolini. Fue también admirado por los publicistas de la Falange en España, entre ellos Giménez Caballero, quien sostuvo que Bolívar fue un precursor de Franco. Por lo tanto, Chávez simplemente ha retomado el culto y transformado a Bolívar en el precursor de su propia revolución. Y ha ligado este artilugio a la liturgia popular que rodea a Bolívar desde el siglo diecinueve. Si Bolívar viviese hoy día, observa Iturrieta, se sorprendería de ver a un zambo, un individuo de origen negro y amerindio, habitando el palacio presidencial y hablando en su nombre.
Uno podría agregar, en contra del culto de la izquierda a Bolívar, que el Libertador no fue un antiimperialista. Constantemente solicitó la protección británica, llegó a ofrecerle a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de ayuda contra España, y aplaudió la doctrina Monroe como una forma de mantener a raya las ambiciones francesas y españolas. En un gran ensayo llamado «Marx y Bolívar,» el escritor venezolano Ibsen Martínez cita una carta de Marx a Engels en la cual sostiene que Bolívar «era el verdadero Soulouque». (Soulouque fue el revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció un reino de terror en su país). En otros escritos, Marx acusa a Bolívar de ser incapaz de «cualquier esfuerzo de largo plazo».
Martínez documenta el entusiasmo por Bolívar entre los simpatizantes de la dictadura en otros países, y concluye: “Era sólo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana…un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista…educado en una Academia militar…terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela”. Se refiriere a la circunstancia de que Chávez ha cambiado el nombre de su país por el de República Bolivariana de Venezuela. El Libertador, un hombre de la elite que creía en las instituciones oligárquicas y que pasó gran parte de su vida procurando evitar la revolución social, es en la actualidad el icono del populismo de izquierda. Debe estar retorciéndose en la tumba.
Traducido por Gabriel Gasave
Este trabajo fue originalmente publicado en inglés por la revista The New Republic bajo el titulo de THE FLIP SIDE OF POPULISM–Democracy s Caudillo, en su edición del 19 de junio de 2006.