WASHINGTON, D.C.—Los políticos y boxeadores comparten una peculiaridad sorprendente: nunca quieren renunciar. Probablemente los campeones de box responden a un complejo imperial: sólo se renuncia a la supremacía conquistada mediante la fuerza cuando a uno lo doblega una fuerza superior. Los políticos se aferran al cargo porque ven al Estado como una profesión vitalicia —la profesión del poder— en vez de una custodia temporal. Un político no deja de ser político como un arquitecto no deja de ser arquitecto.
La premisa tiene excepciones; Tony Blair no es una de ellas. Quería continuar…y continuar. Cuando hubo amagos de rebelión en el partido, hizo la vaga promesa de abandonar el cargo en unos pocos años, que matizó ni bien volvió la calma. Hace pocos días, durante una entrevista que pasará a la historia como su Waterloo, pareció juguetear con la idea de postergar su despedida. Su partido explotó. El Canciller del Exchequer, Gordon Brown, Primer Ministro en espera durante los últimos nueve años, movió los peones contra su jefe. Blair, humillado por la renuncia de varios colaboradores y el refunfuño de muchos de sus parlamentarios, bajó la cabeza. Acaba de anunciar —esta vez de manera formal— que partirá antes del próximo verano.
Enoch Powell, el controvertido conservador británico, dijo que todas las carreras políticas terminan en fracaso. La de Blair había sido un éxito: después de transformar a un fosilizado y centenario Partido Laborista que la gente asociaba con el “invierno del descontento” —el desastre de los años 70— en una formidable maquinaria política, logró tres victorias consecutivas. Limpió la sordidez que había dominado al último gobierno conservador de John Major, pero preservó el legado de Margaret Thatcher. La economía se desenvolvió estupendamente: en la última década, el Reino Unido experimentó la tasa de crecimiento per cápita más alta de las naciones que integran el G-7. En la oposición, los “tories” parecían perdidos para siempre. La gente vaticinaba que los liberal-demócratas pasarían a ser el segundo partido.
Pero tres cosas ocurrieron. Mejor dicho: dos ocurrieron y una nunca ocurrió. Blair decidió convertirse casi en un ministro de lujo del presidente George W. Bush antes que en socio y continuador de la histórica “relación especial” entre británicos y estadounidenses. En casa, y concibiendo la reforma del Estado de Bienestar como un asunto presupuestario, arrojó dinero en un pozo sin fondo. Finalmente, fue incapaz de transformar la cultura del partido al que admirablemente rescató del desierto en 1997.
Convertirse casi en un ministro de los Estados Unidos implicaba pagar el precio si la política exterior estadounidense fallaba y no obtener el crédito si tenía éxito. ¿Por qué? Principalmente porque la derrota del terrorismo islámico y la liberalización del Medio Oriente —los objetivos de Bush— no eran factibles en el corto plazo: muchas de las variables no están bajo el control ni siquiera de una superpotencia (el líder del Partido Conservador, David Cameron, acaba de decir que su amistad con Estados Unidos será “sólida pero no sometida” si gana las siguientes elecciones).
No reformar el Estado de Bienestar —creación del primer ministro laborista Clement Attlee en los años 40— significaba que pronto Blair se toparía con esta verdad: aun destinando a los servicios sociales todo el dinero del Reino, no se lograría que el sistema socialista atienda las urgencias humanas adecuadamente. Así, su segunda gran promesa al electorado británico (la primera fue que no arruinaría la economía) quedó incumplida.
Por último, el partido de Blair nunca asumió el “nuevo laborismo” como el propio Blair, del mismo modo que el Partido Conservador de Thatcher nunca fue tan “thatcherista” como la Dama de Hierro. En ambos casos, la condición de la lealtad era la percepción de éxito. En la imaginación de los parlamentarios laboristas, que en el fondo son más fabianos que “blairistas”, la combinación de una política exterior frustrante y unos servicios sociales estancados bastó para compensar el éxito económico. Siguiendo una venerable tradición política británica, desenvainaron la daga.
Cuando ya era tarde, Blair ofreció introducir cierta libertad de elección y diversidad en los servicios sociales. Hizo nuevas propuestas a los musulmanes moderados. Recortó el gasto de defensa. Eran los signos de un hombre desesperado por aferrarse al poder cuando el poder se le iba como arena entre los dedos.
Me reuní con Blair en 1998. “Usted no es exactamente un socialista, no es exactamente un conservador, no es exactamente un liberal”, sugerí. “Por tanto, ¿quién es usted, Primer Ministro?” Hizo una pausa y me respondió: “Soy un hombre de mi época”. Parecía indicar que los nuevos tiempos habían abolido esas distinciones. Lo que realmente habían hecho era confundirlas. Blair es hijo de esa confusión y su partido le acaba de notificar que quiere claridad. Hay claridades, por cierto, que pueden ser igual de confusas.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Adiós, Tony
WASHINGTON, D.C.—Los políticos y boxeadores comparten una peculiaridad sorprendente: nunca quieren renunciar. Probablemente los campeones de box responden a un complejo imperial: sólo se renuncia a la supremacía conquistada mediante la fuerza cuando a uno lo doblega una fuerza superior. Los políticos se aferran al cargo porque ven al Estado como una profesión vitalicia —la profesión del poder— en vez de una custodia temporal. Un político no deja de ser político como un arquitecto no deja de ser arquitecto.
La premisa tiene excepciones; Tony Blair no es una de ellas. Quería continuar…y continuar. Cuando hubo amagos de rebelión en el partido, hizo la vaga promesa de abandonar el cargo en unos pocos años, que matizó ni bien volvió la calma. Hace pocos días, durante una entrevista que pasará a la historia como su Waterloo, pareció juguetear con la idea de postergar su despedida. Su partido explotó. El Canciller del Exchequer, Gordon Brown, Primer Ministro en espera durante los últimos nueve años, movió los peones contra su jefe. Blair, humillado por la renuncia de varios colaboradores y el refunfuño de muchos de sus parlamentarios, bajó la cabeza. Acaba de anunciar —esta vez de manera formal— que partirá antes del próximo verano.
Enoch Powell, el controvertido conservador británico, dijo que todas las carreras políticas terminan en fracaso. La de Blair había sido un éxito: después de transformar a un fosilizado y centenario Partido Laborista que la gente asociaba con el “invierno del descontento” —el desastre de los años 70— en una formidable maquinaria política, logró tres victorias consecutivas. Limpió la sordidez que había dominado al último gobierno conservador de John Major, pero preservó el legado de Margaret Thatcher. La economía se desenvolvió estupendamente: en la última década, el Reino Unido experimentó la tasa de crecimiento per cápita más alta de las naciones que integran el G-7. En la oposición, los “tories” parecían perdidos para siempre. La gente vaticinaba que los liberal-demócratas pasarían a ser el segundo partido.
Pero tres cosas ocurrieron. Mejor dicho: dos ocurrieron y una nunca ocurrió. Blair decidió convertirse casi en un ministro de lujo del presidente George W. Bush antes que en socio y continuador de la histórica “relación especial” entre británicos y estadounidenses. En casa, y concibiendo la reforma del Estado de Bienestar como un asunto presupuestario, arrojó dinero en un pozo sin fondo. Finalmente, fue incapaz de transformar la cultura del partido al que admirablemente rescató del desierto en 1997.
Convertirse casi en un ministro de los Estados Unidos implicaba pagar el precio si la política exterior estadounidense fallaba y no obtener el crédito si tenía éxito. ¿Por qué? Principalmente porque la derrota del terrorismo islámico y la liberalización del Medio Oriente —los objetivos de Bush— no eran factibles en el corto plazo: muchas de las variables no están bajo el control ni siquiera de una superpotencia (el líder del Partido Conservador, David Cameron, acaba de decir que su amistad con Estados Unidos será “sólida pero no sometida” si gana las siguientes elecciones).
No reformar el Estado de Bienestar —creación del primer ministro laborista Clement Attlee en los años 40— significaba que pronto Blair se toparía con esta verdad: aun destinando a los servicios sociales todo el dinero del Reino, no se lograría que el sistema socialista atienda las urgencias humanas adecuadamente. Así, su segunda gran promesa al electorado británico (la primera fue que no arruinaría la economía) quedó incumplida.
Por último, el partido de Blair nunca asumió el “nuevo laborismo” como el propio Blair, del mismo modo que el Partido Conservador de Thatcher nunca fue tan “thatcherista” como la Dama de Hierro. En ambos casos, la condición de la lealtad era la percepción de éxito. En la imaginación de los parlamentarios laboristas, que en el fondo son más fabianos que “blairistas”, la combinación de una política exterior frustrante y unos servicios sociales estancados bastó para compensar el éxito económico. Siguiendo una venerable tradición política británica, desenvainaron la daga.
Cuando ya era tarde, Blair ofreció introducir cierta libertad de elección y diversidad en los servicios sociales. Hizo nuevas propuestas a los musulmanes moderados. Recortó el gasto de defensa. Eran los signos de un hombre desesperado por aferrarse al poder cuando el poder se le iba como arena entre los dedos.
Me reuní con Blair en 1998. “Usted no es exactamente un socialista, no es exactamente un conservador, no es exactamente un liberal”, sugerí. “Por tanto, ¿quién es usted, Primer Ministro?” Hizo una pausa y me respondió: “Soy un hombre de mi época”. Parecía indicar que los nuevos tiempos habían abolido esas distinciones. Lo que realmente habían hecho era confundirlas. Blair es hijo de esa confusión y su partido le acaba de notificar que quiere claridad. Hay claridades, por cierto, que pueden ser igual de confusas.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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