SAN SALVADOR—Hace unos años, tuve ocasión de conocer por dentro la guerra que Vladimiro Montesinos, el jefe de facto del espionaje peruano, libraba contra un pequeño grupo de periodistas, ex espías y un empresario exiliado en Miami empeñados en terminar con el régimen de Alberto Fujimori. Lo que estaba en juego no era poco: aunque acabó desmoronándose, la dictadura mató, torturó, mutiló, encarceló o envió al exilio a algunos de sus delatores y a quienes colaboraron con ellos.
Buceando en las aguas turbias de aquella guerra sucia, aprendí tres lecciones. Las recordé la semana pasada, al leer la espeluznante saga de Alexander Litvinenko, el desertor ruso que murió en Londres envenenado con un derivado del uranio.
Primero: en el enfrentamiento entre un régimen despiadado y un pequeño grupo de desertores comprometidos, aquél suele calibrar bien la fortaleza de sus enemigos: sus temores resultan por lo general justificados.
Segundo: no importa lo impotentes que parezcan los adversarios del gobierno en las etapas iniciales de su esfuerzo. La combinación de espías que delatan a sus jefes, periodistas convertidos en activistas, un empresario dispuesto a financiarlos y un refugio en el exterior puede resultar letal para el régimen. Esto vale incluso cuando el “refugio” está al alcance de la larga mano de la dictadura en ciertas instancias.
Tercero: la campaña por la liberación está inevitablemente teñida de ambigüedad moral debido a que la información más eficaz suele provenir de miembros del espionaje que son, ellos mismos, parte de aquello que denuncian. Por lo demás, motivaciones como la revancha, el oportunismo y la codicia a menudo coexisten con el deseo de libertad. La ambigüedad moral de las personas involucradas en la causa justa, por cierto, no quita la necesidad de realizarla.
Ignoro si Litvinenko fue envenenado por órdenes del Presidente ruso Vladimir Putin, pero lo que importa no es tanto si fue así como la percepción de que Putin es capaz de semejante cosa. Sus antecedentes como espía del KGB en la era soviética, el hecho de que su régimen haya eliminado gran parte de los contrapesos democráticos y la circunstancia de que muchos de sus críticos, incluida la periodista Anna Politkovskaya, han sido eliminados recientemente avalan esa posibilidad. Rusia ha regresado a la época de los zares: la mafia juega el papel de la vieja aristocracia, los ciudadanos comunes desempeñan el rol de los siervos y los desertores de la KGB –y de su sucesora, la FSB— hacen de ex revolucionarios decididos a aniquilar el viejo orden.
Pocas personas dentro o fuera de Rusia han prestado hasta ahora mucha atención a estos periodistas e informantes, o a Boris Berezovsky, el empresario que financia desde Londres parte del esfuerzo para dejar al descubierto al régimen autocrático. Y, sin embargo, Putin y su servicio secreto comprenden lo peligrosos que son debido, precisamente, a que poseen lo que mencionaba con relación a la guerra secreta que vivió el Perú: una combinación de información interna, celo periodístico y financiamiento; un santuario en Londres donde la mayoría de los exiliados activos puede perdurar todo lo que sea preciso; y la ambigüedad moral necesaria para ser eficaces: muchos de los enemigos de Putin, incluidos Litvinenko y el empresario Berezovsky, fueron alguna vez parte de aquello contra lo cual han batallado con tanta energía en estos años.
>p>Será una lucha larga. El gobierno de Putin y las mafias que operan bajo su ojo tolerante son poderosos, la guerra contra el terror proporciona al Kremlin una cobertura y la Unión Europea depende en parte del gas natural suministrado por Gazprom, el monopolio estatal ruso. Pero si ese pequeño grupo de delatores comprometidos es capaz de sobrevivir a los ataques “nucleares” (en el caso de Litvinenko, de forma literal) provenientes del gobierno de Moscú o de las mafias afines, ellos acabarán ganando.
Eso no implica sostener que lo que reemplazará al actual gobierno será una democracia jeffersoniana. Sólo significa que muchos de los actos cometidos por los actuales autócratas de Moscú serán castigados —como lo han sido en el Perú, donde Montesinos está preso— gracias a la persistente lucha de estos enemigos de Putin que hoy parecen tan huérfanos. Lo que ellos intentan decirnos desde hace algunos años se volverá por fin de dominio público: que, casi dos décadas después de renunciar al comunismo, Rusia es una sociedad sin ley en la que subsiste la tradición de utilizar la fuerza bruta contra todo aquello que se ponga en el camino de quienes detentan el poder.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group>/p>
La guerra sucia
SAN SALVADOR—Hace unos años, tuve ocasión de conocer por dentro la guerra que Vladimiro Montesinos, el jefe de facto del espionaje peruano, libraba contra un pequeño grupo de periodistas, ex espías y un empresario exiliado en Miami empeñados en terminar con el régimen de Alberto Fujimori. Lo que estaba en juego no era poco: aunque acabó desmoronándose, la dictadura mató, torturó, mutiló, encarceló o envió al exilio a algunos de sus delatores y a quienes colaboraron con ellos.
Buceando en las aguas turbias de aquella guerra sucia, aprendí tres lecciones. Las recordé la semana pasada, al leer la espeluznante saga de Alexander Litvinenko, el desertor ruso que murió en Londres envenenado con un derivado del uranio.
Primero: en el enfrentamiento entre un régimen despiadado y un pequeño grupo de desertores comprometidos, aquél suele calibrar bien la fortaleza de sus enemigos: sus temores resultan por lo general justificados.
Segundo: no importa lo impotentes que parezcan los adversarios del gobierno en las etapas iniciales de su esfuerzo. La combinación de espías que delatan a sus jefes, periodistas convertidos en activistas, un empresario dispuesto a financiarlos y un refugio en el exterior puede resultar letal para el régimen. Esto vale incluso cuando el “refugio” está al alcance de la larga mano de la dictadura en ciertas instancias.
Tercero: la campaña por la liberación está inevitablemente teñida de ambigüedad moral debido a que la información más eficaz suele provenir de miembros del espionaje que son, ellos mismos, parte de aquello que denuncian. Por lo demás, motivaciones como la revancha, el oportunismo y la codicia a menudo coexisten con el deseo de libertad. La ambigüedad moral de las personas involucradas en la causa justa, por cierto, no quita la necesidad de realizarla.
Ignoro si Litvinenko fue envenenado por órdenes del Presidente ruso Vladimir Putin, pero lo que importa no es tanto si fue así como la percepción de que Putin es capaz de semejante cosa. Sus antecedentes como espía del KGB en la era soviética, el hecho de que su régimen haya eliminado gran parte de los contrapesos democráticos y la circunstancia de que muchos de sus críticos, incluida la periodista Anna Politkovskaya, han sido eliminados recientemente avalan esa posibilidad. Rusia ha regresado a la época de los zares: la mafia juega el papel de la vieja aristocracia, los ciudadanos comunes desempeñan el rol de los siervos y los desertores de la KGB –y de su sucesora, la FSB— hacen de ex revolucionarios decididos a aniquilar el viejo orden.
Pocas personas dentro o fuera de Rusia han prestado hasta ahora mucha atención a estos periodistas e informantes, o a Boris Berezovsky, el empresario que financia desde Londres parte del esfuerzo para dejar al descubierto al régimen autocrático. Y, sin embargo, Putin y su servicio secreto comprenden lo peligrosos que son debido, precisamente, a que poseen lo que mencionaba con relación a la guerra secreta que vivió el Perú: una combinación de información interna, celo periodístico y financiamiento; un santuario en Londres donde la mayoría de los exiliados activos puede perdurar todo lo que sea preciso; y la ambigüedad moral necesaria para ser eficaces: muchos de los enemigos de Putin, incluidos Litvinenko y el empresario Berezovsky, fueron alguna vez parte de aquello contra lo cual han batallado con tanta energía en estos años.
>p>Será una lucha larga. El gobierno de Putin y las mafias que operan bajo su ojo tolerante son poderosos, la guerra contra el terror proporciona al Kremlin una cobertura y la Unión Europea depende en parte del gas natural suministrado por Gazprom, el monopolio estatal ruso. Pero si ese pequeño grupo de delatores comprometidos es capaz de sobrevivir a los ataques “nucleares” (en el caso de Litvinenko, de forma literal) provenientes del gobierno de Moscú o de las mafias afines, ellos acabarán ganando.
Eso no implica sostener que lo que reemplazará al actual gobierno será una democracia jeffersoniana. Sólo significa que muchos de los actos cometidos por los actuales autócratas de Moscú serán castigados —como lo han sido en el Perú, donde Montesinos está preso— gracias a la persistente lucha de estos enemigos de Putin que hoy parecen tan huérfanos. Lo que ellos intentan decirnos desde hace algunos años se volverá por fin de dominio público: que, casi dos décadas después de renunciar al comunismo, Rusia es una sociedad sin ley en la que subsiste la tradición de utilizar la fuerza bruta contra todo aquello que se ponga en el camino de quienes detentan el poder.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group>/p>
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