Washington, DC—Es probable que la saga de Augusto Pinochet no haya culminado del todo –la política iberoamericana es una habitación poblada de fantasmas del pasado— pero la muerte del viejo dictador al menos nos da la ocasión de recapitular las lecciones capitales de la historia reciente de su país.
La primera lección es que las utopías sociales siempre terminan en lágrimas. Cuando la izquierda marxista llegó al poder en 1970, Chile tenía una tradición democrática, pero esa tradición no fue lo bastante resistente como para soportar el rumbo revolucionario que tomó el Presidente Salvador Allende bajo presión de su base. Menospreciando olímpicamente las instituciones que la habían ayudado a alcanzar el poder, la izquierda chilena forzó los límites del sistema, provocando una brutal reacción militar. El socialismo chileno de hoy es muy distinto del de Allende precisamente porque lo entendió así.
La segunda lección es que no existe la dictadura de “emergencia”. Aquellos que pidieron la intervención armada, entre ellos los demócrata-cristianos de la centro-derecha, cayeron en un colosal error de cálculo al pensar que las fuerzas armadas volverían a sus cuarteles en cuanto acabara la “emergencia”. Una vez eliminado el Estado de Derecho, no había nada que pudiera impedir la consolidación del poder de Pinochet, especialmente si se tiene en cuenta que, como es frecuente en un continente enamorado de los caudillos y hombres fuertes, ese poder descansaba sobre un considerable apoyo popular. Muchos demócrata-cristianos pagaron un alto precio y han tratado de compensar su error histórico manteniendo una alianza con los socialistas desde el retorno de la democracia en 1990.
La tercera lección es que el libre mercado es en última instancia incompatible con los gobiernos dictatoriales porque la lógica de la economía libre entraña una dispersión del poder. Esa dispersión a la larga limita la capacidad de perpetuarse por parte de quienes controlan el poder. Las reformas económicas realizadas durante el gobierno de Pinochet fueron muy exitosas. Al mismo tiempo, engendraron una clase media que odiaba ser gobernada por soldados. Irónicamente, los sucesores de Pinochet probaron ser mejores garantes de la economía abierta que los propios cuarteles. Desde 1973, el crecimiento económico anual ha sido, en promedio, cuatro veces superior al que se dio entre 1810 y el día del golpe militar. Al mismo tiempo, el apoyo a Pinochet declinó de manera sistemática en las últimas dos décadas. Obtuvo 43 por ciento de los votos en el referéndum revocatorio que perdió en 1988 y el domingo murió siendo un hombre ampliamente repudiado.
La cuarta lección es que los derechos humanos no son una invención de los grupos de derechos humanos, aun cuando muchos de ellos sean políticamente hemiplégicos (no han hecho sobre Fidel Castro ni la mitad de la presión que hicieron sobre Pinochet antes y después de dejar el poder). Nada justifica que se matara a 3,197 personas, se torturara a unas 29,000 y se enviara al exilio a miles más, según lo comprobó en 1991 la Comisión Nacional de la Verdad y la Reconciliación. Ese saldo no fue el precio de la estabilidad –que en realidad sólo llegó tras el fin del régimen militar— sino la inevitable consecuencia de tener un gobierno de uniformados. La Administración Nixon perdió esto de vista, con lo cual alimentó el sentimiento antiamericano. El Estado de Derecho se inventó porque cualquiera con demasiado poder es capaz de actos terribles. Un ejército que goza del control irrestricto de su país, sea el de Pinochet o el de Castro, siempre matará, secuestará y torturará a ciudadanos a los que considera peligrosos. Las consecuencias de dejar que eso ocurra suelen asediar a una nación mucho después del final del régimen. Las heridas que todavía supuran en la sociedad chilena dan fe de ello.
La quinta lección es que no hay dictadura sin corrupción. Durante años, Pinochet tuvo la reputación del soldado “ético”. Sus partidarios alegaban que, a diferencia de muchos otros gobernantes militares, nunca había robado dinero. Pero en 2004 una investigación del Senado norteamericano tropezó por pura casualidad con las pruebas de que Pinochet había escondido varios millones de dólares en el antiguo Riggs Bank y otras entidades financieras utilizando identidades falsas.
La última lección es que una transición al Estado de Derecho debería apuntar, cuando menos, a que se haga justicia parcial si la justicia plena es incompatible con la preservación del tránsito democrático. Los tribunales chilenos actuaron contra Pinochet demasiado tarde por temor a provocar a los militares. Sólo cuando las autoridades británicas le permitieron regresar a Santiago tras tenerlo detenido en Londres durante 503 días, los tribunales de justicia despertaron en casa. Es cierto: le levantaron la inmunidad un total de catorce veces y debió dedicar su tiempo a maniobrar furiosamente para evitar la prisión. Pero nunca fue sentenciado y la transición chilena guarda un sentimiento de culpa que hará difícil disipar del todo el fantasma de Pinochet en el futuro inmediato.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Lecciones de Pinochet
Washington, DC—Es probable que la saga de Augusto Pinochet no haya culminado del todo –la política iberoamericana es una habitación poblada de fantasmas del pasado— pero la muerte del viejo dictador al menos nos da la ocasión de recapitular las lecciones capitales de la historia reciente de su país.
La primera lección es que las utopías sociales siempre terminan en lágrimas. Cuando la izquierda marxista llegó al poder en 1970, Chile tenía una tradición democrática, pero esa tradición no fue lo bastante resistente como para soportar el rumbo revolucionario que tomó el Presidente Salvador Allende bajo presión de su base. Menospreciando olímpicamente las instituciones que la habían ayudado a alcanzar el poder, la izquierda chilena forzó los límites del sistema, provocando una brutal reacción militar. El socialismo chileno de hoy es muy distinto del de Allende precisamente porque lo entendió así.
La segunda lección es que no existe la dictadura de “emergencia”. Aquellos que pidieron la intervención armada, entre ellos los demócrata-cristianos de la centro-derecha, cayeron en un colosal error de cálculo al pensar que las fuerzas armadas volverían a sus cuarteles en cuanto acabara la “emergencia”. Una vez eliminado el Estado de Derecho, no había nada que pudiera impedir la consolidación del poder de Pinochet, especialmente si se tiene en cuenta que, como es frecuente en un continente enamorado de los caudillos y hombres fuertes, ese poder descansaba sobre un considerable apoyo popular. Muchos demócrata-cristianos pagaron un alto precio y han tratado de compensar su error histórico manteniendo una alianza con los socialistas desde el retorno de la democracia en 1990.
La tercera lección es que el libre mercado es en última instancia incompatible con los gobiernos dictatoriales porque la lógica de la economía libre entraña una dispersión del poder. Esa dispersión a la larga limita la capacidad de perpetuarse por parte de quienes controlan el poder. Las reformas económicas realizadas durante el gobierno de Pinochet fueron muy exitosas. Al mismo tiempo, engendraron una clase media que odiaba ser gobernada por soldados. Irónicamente, los sucesores de Pinochet probaron ser mejores garantes de la economía abierta que los propios cuarteles. Desde 1973, el crecimiento económico anual ha sido, en promedio, cuatro veces superior al que se dio entre 1810 y el día del golpe militar. Al mismo tiempo, el apoyo a Pinochet declinó de manera sistemática en las últimas dos décadas. Obtuvo 43 por ciento de los votos en el referéndum revocatorio que perdió en 1988 y el domingo murió siendo un hombre ampliamente repudiado.
La cuarta lección es que los derechos humanos no son una invención de los grupos de derechos humanos, aun cuando muchos de ellos sean políticamente hemiplégicos (no han hecho sobre Fidel Castro ni la mitad de la presión que hicieron sobre Pinochet antes y después de dejar el poder). Nada justifica que se matara a 3,197 personas, se torturara a unas 29,000 y se enviara al exilio a miles más, según lo comprobó en 1991 la Comisión Nacional de la Verdad y la Reconciliación. Ese saldo no fue el precio de la estabilidad –que en realidad sólo llegó tras el fin del régimen militar— sino la inevitable consecuencia de tener un gobierno de uniformados. La Administración Nixon perdió esto de vista, con lo cual alimentó el sentimiento antiamericano. El Estado de Derecho se inventó porque cualquiera con demasiado poder es capaz de actos terribles. Un ejército que goza del control irrestricto de su país, sea el de Pinochet o el de Castro, siempre matará, secuestará y torturará a ciudadanos a los que considera peligrosos. Las consecuencias de dejar que eso ocurra suelen asediar a una nación mucho después del final del régimen. Las heridas que todavía supuran en la sociedad chilena dan fe de ello.
La quinta lección es que no hay dictadura sin corrupción. Durante años, Pinochet tuvo la reputación del soldado “ético”. Sus partidarios alegaban que, a diferencia de muchos otros gobernantes militares, nunca había robado dinero. Pero en 2004 una investigación del Senado norteamericano tropezó por pura casualidad con las pruebas de que Pinochet había escondido varios millones de dólares en el antiguo Riggs Bank y otras entidades financieras utilizando identidades falsas.
La última lección es que una transición al Estado de Derecho debería apuntar, cuando menos, a que se haga justicia parcial si la justicia plena es incompatible con la preservación del tránsito democrático. Los tribunales chilenos actuaron contra Pinochet demasiado tarde por temor a provocar a los militares. Sólo cuando las autoridades británicas le permitieron regresar a Santiago tras tenerlo detenido en Londres durante 503 días, los tribunales de justicia despertaron en casa. Es cierto: le levantaron la inmunidad un total de catorce veces y debió dedicar su tiempo a maniobrar furiosamente para evitar la prisión. Pero nunca fue sentenciado y la transición chilena guarda un sentimiento de culpa que hará difícil disipar del todo el fantasma de Pinochet en el futuro inmediato.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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