Washington, DC—Un interesante “ranking” de las 500 empresas más importantes de América Latina nos sugiere hacia dónde se encamina –o no se encamina- el continente. En el resto del mundo, la región lama la atención principalmente por su pirotecnia política, su literatura y sus telenovelas, y, en círculos más especializados, por su papel como proveedora de materias primas. Pero va siendo hora de añadir nuevas cartas a esa baraja.
Muchos negocios latinoamericanos han dejado de confinar su ambición dentro de los estrechos mercados internos o de viajar sólo a países vecinos; ahora, juegan el partido en la cancha global. Según “América Economía”, una revista basada en Chile, en los últimos tres años la inversión extranjera directa originada en un país latinoamericano creció seis veces. Este salto de canguro abarca proezas como la de Cemex, que adquirió el Rinker Group de Australia por más de $14,000 millones —audacia que probablemente la convertirá en la mayor productora de cemento del mundo— y la de Compañía Vale do Rio Doce, el gigante de la minería brasileña, que compró Inco, empresa canadiense dedicada a la extracción de níquel, por más de $17,000 millones.
Esto no significa que América Latina esté a punto de superar al Asia como fuente de inversión extranjera: un 60 por ciento del capital internacional originado en países en vías de desarrollo sigue siendo asiático. Lo que significa es que existe un grupo cada vez más competitivo de empresarios latinoamericanos con la visión y el nervio creativo para triunfar en los tiempos que corren. Ello explica, tal vez, que una proporción cada vez mayor de grandes empresas activas en la región sean propiedad de latinoamericanos. De las 500 compañías principales, sólo una cuarta parte son “extranjeras”; hace siete años la proporción rondaba el 40 por ciento.
Paradoja llamativa: la incapacidad de la economía latinoamericana, por culpa de su política ruin, para ponerse a la par con otras regiones “emergentes” del mundo ha ayudado a estas empresas a dar el salto global. Ellas buscan fuentes de capital y mercados internacionales con tanto ahínco precisamente porque, ante la ausencia de reformas de libre mercado significativas desde finales de la década del 90, el capital local les resulta demasiado costoso y los mercados internos demasiado pequeños. El exceso de reglamentos y barreras a la actividad empresarial implica que por lo general las ven negras para hacer frente a la competencia extranjera en sus propios países. Gabriel Stoliar, alto directivo de CVRD, declara que la compañía minera buscó opciones internacionales debido a que “nuestra competencia conseguía levantar dinero a tasas de un 2 por ciento a 4 por ciento al año y a nosotros nos costaba entre un 10 por ciento y un 12 por ciento”.
Pocos anticiparon que el subdesarrollo podía ser un acicate para la globalización de las empresas latinoamericanas. Tendemos a pensar que un país debe acumular mucho capital antes de que sus empresas salgan a navegar por los siete mares. La tasa de inversión representaba entre el 30 y el 40 por ciento del Producto Bruto Interno de los países asiáticos en vías de desarrollo antes de que sus empresas descubrieran el planeta. En cambio, aunque América Latina está aun relativamente atrasada y su tasa de inversión no se acerca al 30 por ciento del PBI, varias de sus empresas ya han desbordado las fronteras nacionales. Por cierto, es improbable que muchas más sean capaces de seguirles los pasos mientras la región no despegue de forma definitiva, pero la globalización “prematura” de muchos de sus negocios nos habla de un potencial notable.
Estas novedades estimulantes hacen pensar con melancolía en cuánto mejor podría irle a América Latina si pusiera orden en su burdelesca política y continuase con las reformas que se frenaron a fines de los años 90, cuando la corrupción y el mercantilismo soliviantaron a millones de ciudadanos contra los mercados libres. Muchas de estas compañías son exitosas a pesar de sus gobiernos. En áreas como las telecomunicaciones, la electricidad e incluso la minería, las empresas privadas enfrentan grandes dificultades para satisfacer una demanda creciente. La razón es simple: en años recientes, la intromisión burocrática generó un contexto empresarial disuasorio en el que las inversiones que deberían haberse hecho nunca fueron realizadas.
Tal vez a eso se deba la inquietante reaparición de la empresa estatal en la región. La dificultad de las compañías privadas para satisfacer la demanda ha permitido que algunos gobiernos se conviertan nuevamente en protagonistas económicos. El cuarenta y cinco por ciento de las ventas totales de las 500 compañías principales de América Latina fue generado por empresas estatales. No sorprende que la petrolera venezolana, PDVSA, tenga las mayores ventas de la región (equivalentes a las ventas combinadas de las 36 empresas mineras que integran el grupo de las 500).
Los empresarios globales de América Latina envían una poderosa señal a sus países. Lo que dicen es sencillo: existe el potencial para un despegue espectacular si los políticos salen del fango.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
El empresario global
Washington, DC—Un interesante “ranking” de las 500 empresas más importantes de América Latina nos sugiere hacia dónde se encamina –o no se encamina- el continente. En el resto del mundo, la región lama la atención principalmente por su pirotecnia política, su literatura y sus telenovelas, y, en círculos más especializados, por su papel como proveedora de materias primas. Pero va siendo hora de añadir nuevas cartas a esa baraja.
Muchos negocios latinoamericanos han dejado de confinar su ambición dentro de los estrechos mercados internos o de viajar sólo a países vecinos; ahora, juegan el partido en la cancha global. Según “América Economía”, una revista basada en Chile, en los últimos tres años la inversión extranjera directa originada en un país latinoamericano creció seis veces. Este salto de canguro abarca proezas como la de Cemex, que adquirió el Rinker Group de Australia por más de $14,000 millones —audacia que probablemente la convertirá en la mayor productora de cemento del mundo— y la de Compañía Vale do Rio Doce, el gigante de la minería brasileña, que compró Inco, empresa canadiense dedicada a la extracción de níquel, por más de $17,000 millones.
Esto no significa que América Latina esté a punto de superar al Asia como fuente de inversión extranjera: un 60 por ciento del capital internacional originado en países en vías de desarrollo sigue siendo asiático. Lo que significa es que existe un grupo cada vez más competitivo de empresarios latinoamericanos con la visión y el nervio creativo para triunfar en los tiempos que corren. Ello explica, tal vez, que una proporción cada vez mayor de grandes empresas activas en la región sean propiedad de latinoamericanos. De las 500 compañías principales, sólo una cuarta parte son “extranjeras”; hace siete años la proporción rondaba el 40 por ciento.
Paradoja llamativa: la incapacidad de la economía latinoamericana, por culpa de su política ruin, para ponerse a la par con otras regiones “emergentes” del mundo ha ayudado a estas empresas a dar el salto global. Ellas buscan fuentes de capital y mercados internacionales con tanto ahínco precisamente porque, ante la ausencia de reformas de libre mercado significativas desde finales de la década del 90, el capital local les resulta demasiado costoso y los mercados internos demasiado pequeños. El exceso de reglamentos y barreras a la actividad empresarial implica que por lo general las ven negras para hacer frente a la competencia extranjera en sus propios países. Gabriel Stoliar, alto directivo de CVRD, declara que la compañía minera buscó opciones internacionales debido a que “nuestra competencia conseguía levantar dinero a tasas de un 2 por ciento a 4 por ciento al año y a nosotros nos costaba entre un 10 por ciento y un 12 por ciento”.
Pocos anticiparon que el subdesarrollo podía ser un acicate para la globalización de las empresas latinoamericanas. Tendemos a pensar que un país debe acumular mucho capital antes de que sus empresas salgan a navegar por los siete mares. La tasa de inversión representaba entre el 30 y el 40 por ciento del Producto Bruto Interno de los países asiáticos en vías de desarrollo antes de que sus empresas descubrieran el planeta. En cambio, aunque América Latina está aun relativamente atrasada y su tasa de inversión no se acerca al 30 por ciento del PBI, varias de sus empresas ya han desbordado las fronteras nacionales. Por cierto, es improbable que muchas más sean capaces de seguirles los pasos mientras la región no despegue de forma definitiva, pero la globalización “prematura” de muchos de sus negocios nos habla de un potencial notable.
Estas novedades estimulantes hacen pensar con melancolía en cuánto mejor podría irle a América Latina si pusiera orden en su burdelesca política y continuase con las reformas que se frenaron a fines de los años 90, cuando la corrupción y el mercantilismo soliviantaron a millones de ciudadanos contra los mercados libres. Muchas de estas compañías son exitosas a pesar de sus gobiernos. En áreas como las telecomunicaciones, la electricidad e incluso la minería, las empresas privadas enfrentan grandes dificultades para satisfacer una demanda creciente. La razón es simple: en años recientes, la intromisión burocrática generó un contexto empresarial disuasorio en el que las inversiones que deberían haberse hecho nunca fueron realizadas.
Tal vez a eso se deba la inquietante reaparición de la empresa estatal en la región. La dificultad de las compañías privadas para satisfacer la demanda ha permitido que algunos gobiernos se conviertan nuevamente en protagonistas económicos. El cuarenta y cinco por ciento de las ventas totales de las 500 compañías principales de América Latina fue generado por empresas estatales. No sorprende que la petrolera venezolana, PDVSA, tenga las mayores ventas de la región (equivalentes a las ventas combinadas de las 36 empresas mineras que integran el grupo de las 500).
Los empresarios globales de América Latina envían una poderosa señal a sus países. Lo que dicen es sencillo: existe el potencial para un despegue espectacular si los políticos salen del fango.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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