Los comicios presidenciales del año 2008 marcarán el 55º aniversario del fallecimiento de Robert A. Taft, quien representó a Ohio en el Senado de los Estados Unidos entre 1939 y 1953. Sí Taft viviese hoy día, podría proporcionar a los candidatos presidenciales estadounidenses un sano consejo sobre cómo moverse hacia un mundo más seguro sin sobre extender nuestras capacidades militares.
A pesar de que Taft es a menudo rechazado por ingenuo “aislacionista” en materia de política exterior, sus críticas al internacionalismo han sido reivindicadas en muchos aspectos. Por ejemplo, Taft advirtió que incluso un internacionalismo bien intencionado necesariamente degeneraría a través del tiempo en una forma de imperialismo, engendrando eventualmente un resentimiento contra los Estados Unidos alrededor del globo. También predijo—correctamente—que un constante incremento en los desembolsos para la defensa conduciría inevitablemente a un “Estado guarnición” y la erosión de las libertades civiles. El periodista Nicholas von Hoffman, escribiendo en medio del conflicto de Vietnam, acertadamente caracterizó a la visión de una política exterior de Taft como “una forma de defender al país sin destruirlo, una forma de ser parte del mundo sin dirigirlo”.
Al oponerse fuertemente al “New Deal” y al “Fair Deal”, de manera consistente Taft procuró maximizar la libertad individual y al mismo tiempo minimizar las relaciones basadas en el poder y el control. Veía a los Estados Unidos como una sociedad de individuos libres que buscan sus propios y disimiles objetivos bajo el Estado de Derecho, y defendía una economía de libre mercado, no tanto porque era eficiente sino debido a que se basaba en la libertad.
Taft se avocó a las relaciones internacionales con esta misma filosofía libertaria. Después de la Segunda Guerra Mundial, Taft bregó en favor de un tribunal internacional basado en el Estado de Derecho. Si hubiese sido adoptado, éste habría establecido dentro de la arena internacional el mismo régimen que defendía para los asuntos internos, maximizando la libertad de los estados individuales para buscar sus propios objetivos nacionales, sujetos únicamente a reglas de conducta internacional universalmente aceptadas. Esto hubiese subordinado el poder de la política al estado de Derecho y establecido un genuina igualdad de todas las naciones bajo el derecho internacional.
Tal como lo observaba Taft, las Naciones Unidas no se basaban en alguna entidad subyacente de derecho internacional. Para peor, la capacidad de vetar las resoluciones de los miembros del Consejo de Seguridad puso en vigor un régimen permanente de desigualdad ante la ley. Si bien la propuesta de Taft de un tribunal internacional podía parecer utópica, por cierto que estaba en lo correcto al destacar la brecha entre las Naciones Unidas tal como la conocemos, y un régimen que verdaderamente incorporase al Estado de Derecho en las cuestiones internacionales.
Como la única superpotencia del mundo que queda, los Estados Unidos podrían liderar el modo de transformar a la ONU en un organismo que establezca la igualdad ante la ley en las relaciones internacionales. Aunque el progreso necesariamente será lento y difícil, podremos evaluar sí acciones particulares de política exterior nos acercan o alejan de esa clase de sistema que Taft imaginó. Actualmente, claramente nos estamos moviendo en la dirección opuesta, buscando la seguridad interior a través de una abrumadora capacidad militar y la amenaza de la guerra preventiva. Cuando los Estados Unidos se involucran en una guerra preventiva, tal como lo hicieron en Irak y se encuentran considerándolo nuevamente en Irán, se abroga el derecho de acusar a otras naciones, juzgarlas, condenarlas y de luego aplicarles un castigo—todas funciones que, en un Estado de Derecho estarían a cargo de instituciones independientes.
La guerra preventiva—léase la guerra agresiva—resulta inconsistente con los ideales a favor de los que afirmamos representar como una nación. Además, tanto la seguridad interior como la estabilidad internacional es más probable que sean alcanzadas mediante la búsqueda paciente e incremental de esa clase de régimen que imaginaba Taft. ¿Demostrarán los Estados Unidos estar deseosos de renunciar al imperio a cambio de una clase de sistema distinto, uno en el cual la igualdad ante la ley comience al menos por reemplazar al poder como la base para las relaciones internacionales? ¿Podemos darnos el lujo de no hacerlo?
Traducido por Gabriel Gasave
Hacia el Estado de Derecho en materia de relaciones exteriores: La visión de una política exterior del senador Robert A. Taft
Los comicios presidenciales del año 2008 marcarán el 55º aniversario del fallecimiento de Robert A. Taft, quien representó a Ohio en el Senado de los Estados Unidos entre 1939 y 1953. Sí Taft viviese hoy día, podría proporcionar a los candidatos presidenciales estadounidenses un sano consejo sobre cómo moverse hacia un mundo más seguro sin sobre extender nuestras capacidades militares.
A pesar de que Taft es a menudo rechazado por ingenuo “aislacionista” en materia de política exterior, sus críticas al internacionalismo han sido reivindicadas en muchos aspectos. Por ejemplo, Taft advirtió que incluso un internacionalismo bien intencionado necesariamente degeneraría a través del tiempo en una forma de imperialismo, engendrando eventualmente un resentimiento contra los Estados Unidos alrededor del globo. También predijo—correctamente—que un constante incremento en los desembolsos para la defensa conduciría inevitablemente a un “Estado guarnición” y la erosión de las libertades civiles. El periodista Nicholas von Hoffman, escribiendo en medio del conflicto de Vietnam, acertadamente caracterizó a la visión de una política exterior de Taft como “una forma de defender al país sin destruirlo, una forma de ser parte del mundo sin dirigirlo”.
Al oponerse fuertemente al “New Deal” y al “Fair Deal”, de manera consistente Taft procuró maximizar la libertad individual y al mismo tiempo minimizar las relaciones basadas en el poder y el control. Veía a los Estados Unidos como una sociedad de individuos libres que buscan sus propios y disimiles objetivos bajo el Estado de Derecho, y defendía una economía de libre mercado, no tanto porque era eficiente sino debido a que se basaba en la libertad.
Taft se avocó a las relaciones internacionales con esta misma filosofía libertaria. Después de la Segunda Guerra Mundial, Taft bregó en favor de un tribunal internacional basado en el Estado de Derecho. Si hubiese sido adoptado, éste habría establecido dentro de la arena internacional el mismo régimen que defendía para los asuntos internos, maximizando la libertad de los estados individuales para buscar sus propios objetivos nacionales, sujetos únicamente a reglas de conducta internacional universalmente aceptadas. Esto hubiese subordinado el poder de la política al estado de Derecho y establecido un genuina igualdad de todas las naciones bajo el derecho internacional.
Tal como lo observaba Taft, las Naciones Unidas no se basaban en alguna entidad subyacente de derecho internacional. Para peor, la capacidad de vetar las resoluciones de los miembros del Consejo de Seguridad puso en vigor un régimen permanente de desigualdad ante la ley. Si bien la propuesta de Taft de un tribunal internacional podía parecer utópica, por cierto que estaba en lo correcto al destacar la brecha entre las Naciones Unidas tal como la conocemos, y un régimen que verdaderamente incorporase al Estado de Derecho en las cuestiones internacionales.
Como la única superpotencia del mundo que queda, los Estados Unidos podrían liderar el modo de transformar a la ONU en un organismo que establezca la igualdad ante la ley en las relaciones internacionales. Aunque el progreso necesariamente será lento y difícil, podremos evaluar sí acciones particulares de política exterior nos acercan o alejan de esa clase de sistema que Taft imaginó. Actualmente, claramente nos estamos moviendo en la dirección opuesta, buscando la seguridad interior a través de una abrumadora capacidad militar y la amenaza de la guerra preventiva. Cuando los Estados Unidos se involucran en una guerra preventiva, tal como lo hicieron en Irak y se encuentran considerándolo nuevamente en Irán, se abroga el derecho de acusar a otras naciones, juzgarlas, condenarlas y de luego aplicarles un castigo—todas funciones que, en un Estado de Derecho estarían a cargo de instituciones independientes.
La guerra preventiva—léase la guerra agresiva—resulta inconsistente con los ideales a favor de los que afirmamos representar como una nación. Además, tanto la seguridad interior como la estabilidad internacional es más probable que sean alcanzadas mediante la búsqueda paciente e incremental de esa clase de régimen que imaginaba Taft. ¿Demostrarán los Estados Unidos estar deseosos de renunciar al imperio a cambio de una clase de sistema distinto, uno en el cual la igualdad ante la ley comience al menos por reemplazar al poder como la base para las relaciones internacionales? ¿Podemos darnos el lujo de no hacerlo?
Traducido por Gabriel Gasave
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