Washington, DC—Que irónico que la única forma en que Dimitri Medvedev, el nuevo presidente de la Federación Rusa, puede liberarse del control de Vladimir Putin sea hacer exactamente lo mismo que hizo Putin cuando fue elegido heredero de Boris Yeltsin: asestar un golpe palaciego contra su antiguo maestro.
Por supuesto, los antecedentes y personalidades de Putin y Medvedev son muy diferentes. El Putin que escogieron Yeltsin y su entorno –incluida la hija de Yeltsin y los oligarcas Boris Berezovski y Roman Abramovitch—era un producto de los servicios secretos de la era soviética, y su relación con la democracia liberal era en el mejor de los casos casual. Medvedev es un jurista de tono suave que se define como “liberal” y ha pasado estos años dirigiendo empresas estatales.
Sin embargo, la esperanza de que Rusia transite hacia un sistema político más abierto, pluralista y descentralizado reside en la hipotética capacidad de Medvedev de utilizar implacablemente el poder de la presidencia para purgar a Putin y sus amigotes. El Presidente saliente de Rusia sabe esto perfectamente bien y por eso anunció hace meses que será Primer Ministro en la administración de Medvedev. Sin un verdadero puesto político que le otorgue poder sobre los militares y la policía secreta, Putin sería vulnerable a una eventual traición del nuevo mandatario.
Dice mucho acerca de la Rusia actual el que haya que hablar de los intrincados juegos de poder en el Kremlin como los “kremlinólogos” solían hablar en la era soviética. Como lo recuerda Lilia Chevtsora, investigadora de la Carnegie Foundation en Moscú, la gente del Politburó que eligió a Nikita Kruschov para gobernar la Unión Soviética en los años 50 pensaba que sería un debilucho al que podrían manipular fácilmente; el debilucho terminó denunciando los crímenes de Stalin. Aquellos que nombraron a Leonid Brezhnev en la década de los 60 creían ingenuamente que su rol sería transitorio.
Putin comprendió desde el comienzo de su Presidencia que debía incorporar al gobierno a grupos rivales para preservar su propio poder y hacerlos competir unos contra otros cuando llegase el momento de dictar la sucesión. Esos grupos eran básicamente tres: los espías amigos de Putin, uno pocos tecnócratas partidarios del libre mercado y los pragmáticos, uno de los cuales era Dimitri Medvedev. Ahora, el objetivo de Putin es claro: debilitar al nuevo Presidente rodeándolo de grupos rivales en vez de un clan único al que Medvedev pueda fagocitar.
A estas alturas, nadie sabe si Medvedev romperá el cordón umbilical y mucho menos si este cambio de mando producirá algo que se asemeje a la democracia liberal bajo el Estado de Derecho. Dada la tradición de Rusia y el poder de la Presidencia conferido por la Constitución, no resulta inconcebible que Medvedev llegue eventualmente a quitarse el corsé de Putin. Lo que es mucho más improbable es lo que realmente importa: un cambio en la naturaleza del sistema. Para eso, Medvedev tendría que sujetar a los militares y las fuerzas de seguridad, permitir el florecimiento de partidos de la oposición como la Otra Rusia de Garry Kasparov, devolver la independencia a los medios comunicación y privatizar el colosal complejo petrolero y gasífero, incluido Gazprom, el monopolio del gas, y Rosnet, la entidad petrolera que se engulló a Yukos, cuyo dueño, Mikhail Khodorkovski, fue enviado a una prisión siberiana porque desafió al matón del Kremlin.
Una serie de factores han ayudado a Putin a retrotraer a Rusia a la tradición zarista de la autocracia aliada con la Iglesia Ortodoxa. Uno de ellos es el éxito económico de la última década. Gracias a la relativa apertura de la economía en la década de los años 90, la creciente demanda china de materias primas y, sí, la disciplina fiscal de Putin, el país actualmente produce casi un billón de dólares al año en bienes y servicios (un millón de millones). El salario promedio se ha elevado siete veces y alcanza hoy los 600 dólares mensuales; la pobreza ha sido reducida a la mitad.
Una mirada más cercana a los fundamentos de esta nueva prosperidad muestra que es muy dependiente de los “commodities”. Pero si no fuese por la bonanza económica, los demás logros de Putin a ojos de muchos rusos —su política exterior nacionalista, sus brutales tácticas en Chechenia— probablemente no hubiesen sido suficientes para ayudarlo a consolidar una dictadura personal.
Medvedev necesitará preservar el boom económico ruso si quiere marginar a su antiguo jefe. Si quiere ser recordado como algo más que otro tirano corrupto, deberá también comenzar a socavar su propio poder, no sólo el del Primer Ministro, para que las instituciones de su país empiecen a gobernar por encima de los hombres.
Extremadamente improbable, pero no imposible.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
¿Un pelele de Putin?
Washington, DC—Que irónico que la única forma en que Dimitri Medvedev, el nuevo presidente de la Federación Rusa, puede liberarse del control de Vladimir Putin sea hacer exactamente lo mismo que hizo Putin cuando fue elegido heredero de Boris Yeltsin: asestar un golpe palaciego contra su antiguo maestro.
Por supuesto, los antecedentes y personalidades de Putin y Medvedev son muy diferentes. El Putin que escogieron Yeltsin y su entorno –incluida la hija de Yeltsin y los oligarcas Boris Berezovski y Roman Abramovitch—era un producto de los servicios secretos de la era soviética, y su relación con la democracia liberal era en el mejor de los casos casual. Medvedev es un jurista de tono suave que se define como “liberal” y ha pasado estos años dirigiendo empresas estatales.
Sin embargo, la esperanza de que Rusia transite hacia un sistema político más abierto, pluralista y descentralizado reside en la hipotética capacidad de Medvedev de utilizar implacablemente el poder de la presidencia para purgar a Putin y sus amigotes. El Presidente saliente de Rusia sabe esto perfectamente bien y por eso anunció hace meses que será Primer Ministro en la administración de Medvedev. Sin un verdadero puesto político que le otorgue poder sobre los militares y la policía secreta, Putin sería vulnerable a una eventual traición del nuevo mandatario.
Dice mucho acerca de la Rusia actual el que haya que hablar de los intrincados juegos de poder en el Kremlin como los “kremlinólogos” solían hablar en la era soviética. Como lo recuerda Lilia Chevtsora, investigadora de la Carnegie Foundation en Moscú, la gente del Politburó que eligió a Nikita Kruschov para gobernar la Unión Soviética en los años 50 pensaba que sería un debilucho al que podrían manipular fácilmente; el debilucho terminó denunciando los crímenes de Stalin. Aquellos que nombraron a Leonid Brezhnev en la década de los 60 creían ingenuamente que su rol sería transitorio.
Putin comprendió desde el comienzo de su Presidencia que debía incorporar al gobierno a grupos rivales para preservar su propio poder y hacerlos competir unos contra otros cuando llegase el momento de dictar la sucesión. Esos grupos eran básicamente tres: los espías amigos de Putin, uno pocos tecnócratas partidarios del libre mercado y los pragmáticos, uno de los cuales era Dimitri Medvedev. Ahora, el objetivo de Putin es claro: debilitar al nuevo Presidente rodeándolo de grupos rivales en vez de un clan único al que Medvedev pueda fagocitar.
A estas alturas, nadie sabe si Medvedev romperá el cordón umbilical y mucho menos si este cambio de mando producirá algo que se asemeje a la democracia liberal bajo el Estado de Derecho. Dada la tradición de Rusia y el poder de la Presidencia conferido por la Constitución, no resulta inconcebible que Medvedev llegue eventualmente a quitarse el corsé de Putin. Lo que es mucho más improbable es lo que realmente importa: un cambio en la naturaleza del sistema. Para eso, Medvedev tendría que sujetar a los militares y las fuerzas de seguridad, permitir el florecimiento de partidos de la oposición como la Otra Rusia de Garry Kasparov, devolver la independencia a los medios comunicación y privatizar el colosal complejo petrolero y gasífero, incluido Gazprom, el monopolio del gas, y Rosnet, la entidad petrolera que se engulló a Yukos, cuyo dueño, Mikhail Khodorkovski, fue enviado a una prisión siberiana porque desafió al matón del Kremlin.
Una serie de factores han ayudado a Putin a retrotraer a Rusia a la tradición zarista de la autocracia aliada con la Iglesia Ortodoxa. Uno de ellos es el éxito económico de la última década. Gracias a la relativa apertura de la economía en la década de los años 90, la creciente demanda china de materias primas y, sí, la disciplina fiscal de Putin, el país actualmente produce casi un billón de dólares al año en bienes y servicios (un millón de millones). El salario promedio se ha elevado siete veces y alcanza hoy los 600 dólares mensuales; la pobreza ha sido reducida a la mitad.
Una mirada más cercana a los fundamentos de esta nueva prosperidad muestra que es muy dependiente de los “commodities”. Pero si no fuese por la bonanza económica, los demás logros de Putin a ojos de muchos rusos —su política exterior nacionalista, sus brutales tácticas en Chechenia— probablemente no hubiesen sido suficientes para ayudarlo a consolidar una dictadura personal.
Medvedev necesitará preservar el boom económico ruso si quiere marginar a su antiguo jefe. Si quiere ser recordado como algo más que otro tirano corrupto, deberá también comenzar a socavar su propio poder, no sólo el del Primer Ministro, para que las instituciones de su país empiecen a gobernar por encima de los hombres.
Extremadamente improbable, pero no imposible.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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