Washington, DC—El paso de la antorcha olímpica ha galvanizado a la opinión pública internacional en contra de Beijing. No está mal, si se piensa que el mundo ha pasado más tiempo festejando los deslumbrantes logros de la economía china en los últimos años que recordando que los hombres a cargo de esa burocracia son responsables de la supresión de las libertades civiles y políticas de una quinta parte de los habitantes del planeta.
La cuestión que sacó a los manifestantes a las calles –de París a San Francisco— fue la represión de las manifestaciones tibetanas por parte del gobierno de Beijing. El blanco inmediato de la furia de los manifestantes, por tanto, fue el nacionalismo chino, no el socialismo chino. Muy apropiado para un gobierno que se despojó hace largo tiempo de su reivindicación socialista y la reemplazó con un discurso nacionalista que lo presenta como único garante de la integridad de la nación. Resulta también profundamente irónico que el Partido Comunista de China, que llegó al poder en 1949 tras una guerra civil contra el nacionalismo del Kuomintang, se haya metamorfoseado en un partido nacionalista que no difiere mucho del que huyó a Taiwán tras la victoria de Mao.
Esa no es la única metamorfosis destacable sufrida por el comunismo chino. La otra tuvo lugar en diciembre de 1978, en el Décimoprimer Congreso del Comité Central, cuando se anunció el comienzo de la liberalización económica que, excepto por un breve período tras la masacre de la Plaza de Tiananmen, ha continuado sin interrupción hasta hoy. Bajo Deng Xiaoping, los comunistas chinos se volvieron travestis políticos, adoptando los ropajes de la derecha asiática: la combinación de dictadura política y empresa privada que Corea del Sur, Singapur y Taiwán habían experimentado bajo Park Chung-hee, Lee Kuan Yew y Chiang Kai-Shek respectivamente.
Es indudable, como quiera medírselo, el auge económico que la fórmula mercado-dictadura ha gatillado en China. En 1978, el sector privado representaba menos de un tercio de la producción industrial de China, mientras que hoy día representa dos tercios de la producción total. Considerando los precios relativos entre los Estados Unidos y China, el ingreso per capita de China, medido en dólares, se multiplicado diez veces.
Muchas áreas de la economía permanecen bajo un control sofocante, particularmente los mercados de capitales y el sistema bancario, razón por la cual el 70 por ciento de los préstamos otorgados por los bancos estatales se destina a las empresas del Estado aun cuando producen sólo un tercio de los bienes y servicios. Y existen grandes diferencias en cuanto a libertad de mercado —y desempeño económico— entre provincias como Guandong y Zhejiang, situadas a lo largo de la costa, y Xinjiang en el noroeste. Pero, así y todo, se estima que las reformas inauguradas en 1978 han sacado a cientos de millones de chinos de la extrema pobreza.
El despertar económico de China ha generado sentimientos encontrados alrededor del mundo. Por una parte, ha servido para colocar al tema de la reforma política y los derechos humanos en un segundo plano. Por otra, ha generado temor a la competencia, tanto económica como militar, particularmente en los Estados Unidos, donde hay incesantes presiones para que se adopten medidas contra las importaciones chinas y donde el último presupuesto militar, un tercio del cual está pensado para contrarrestar el gasto chino en materia de defensa nacional, pone gran énfasis en la “modernización estratégica”.
Ambas actitudes —la omisión moral de parte de quienes creen que la liberalización económica es suficiente y la paranoia de parte de quienes no comprenden los saludables poderes de la competencia— son erradas. El primer grupo está en lo correcto al creer que la creciente prosperidad china beneficia a todos; sin embargo, bajo las actuales condiciones, su actitud ayuda a reforzar la perniciosa idea de que la libertad puede ser rebanada convenientemente para satisfacción de quienes pretenden perpetuarse en el poder. El segundo grupo acierta al tender una mirada crítica hacia la burocracia de Beijing, pero se equivoca al pensar que China es esencialmente una amenaza económica o militar contra el resto del mundo: como lo indica cada acto de represión, el gobierno chino es una amenaza mucho mayor para el propio pueblo chino.
Mucha gente asume que, tarde o temprano, la liberalización económica y el surgimiento de la clase media conducirán a una reforma política en aquel país. Pero la lección del siglo 20 no fue que el cambio económico desova automáticamente un cambio político. La lección fue que la libertad sólo se da cuando la gente lucha por ella y que la libertad política y económica son dos caras de la misma moneda. Recordarle al Partido Comunista de China que ya es hora de respetar los derechos humanos y las libertades civiles, como lo hicieron los manifestantes de tantos lugares recientemente, es un hecho saludable.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
La otra China
Washington, DC—El paso de la antorcha olímpica ha galvanizado a la opinión pública internacional en contra de Beijing. No está mal, si se piensa que el mundo ha pasado más tiempo festejando los deslumbrantes logros de la economía china en los últimos años que recordando que los hombres a cargo de esa burocracia son responsables de la supresión de las libertades civiles y políticas de una quinta parte de los habitantes del planeta.
La cuestión que sacó a los manifestantes a las calles –de París a San Francisco— fue la represión de las manifestaciones tibetanas por parte del gobierno de Beijing. El blanco inmediato de la furia de los manifestantes, por tanto, fue el nacionalismo chino, no el socialismo chino. Muy apropiado para un gobierno que se despojó hace largo tiempo de su reivindicación socialista y la reemplazó con un discurso nacionalista que lo presenta como único garante de la integridad de la nación. Resulta también profundamente irónico que el Partido Comunista de China, que llegó al poder en 1949 tras una guerra civil contra el nacionalismo del Kuomintang, se haya metamorfoseado en un partido nacionalista que no difiere mucho del que huyó a Taiwán tras la victoria de Mao.
Esa no es la única metamorfosis destacable sufrida por el comunismo chino. La otra tuvo lugar en diciembre de 1978, en el Décimoprimer Congreso del Comité Central, cuando se anunció el comienzo de la liberalización económica que, excepto por un breve período tras la masacre de la Plaza de Tiananmen, ha continuado sin interrupción hasta hoy. Bajo Deng Xiaoping, los comunistas chinos se volvieron travestis políticos, adoptando los ropajes de la derecha asiática: la combinación de dictadura política y empresa privada que Corea del Sur, Singapur y Taiwán habían experimentado bajo Park Chung-hee, Lee Kuan Yew y Chiang Kai-Shek respectivamente.
Es indudable, como quiera medírselo, el auge económico que la fórmula mercado-dictadura ha gatillado en China. En 1978, el sector privado representaba menos de un tercio de la producción industrial de China, mientras que hoy día representa dos tercios de la producción total. Considerando los precios relativos entre los Estados Unidos y China, el ingreso per capita de China, medido en dólares, se multiplicado diez veces.
Muchas áreas de la economía permanecen bajo un control sofocante, particularmente los mercados de capitales y el sistema bancario, razón por la cual el 70 por ciento de los préstamos otorgados por los bancos estatales se destina a las empresas del Estado aun cuando producen sólo un tercio de los bienes y servicios. Y existen grandes diferencias en cuanto a libertad de mercado —y desempeño económico— entre provincias como Guandong y Zhejiang, situadas a lo largo de la costa, y Xinjiang en el noroeste. Pero, así y todo, se estima que las reformas inauguradas en 1978 han sacado a cientos de millones de chinos de la extrema pobreza.
El despertar económico de China ha generado sentimientos encontrados alrededor del mundo. Por una parte, ha servido para colocar al tema de la reforma política y los derechos humanos en un segundo plano. Por otra, ha generado temor a la competencia, tanto económica como militar, particularmente en los Estados Unidos, donde hay incesantes presiones para que se adopten medidas contra las importaciones chinas y donde el último presupuesto militar, un tercio del cual está pensado para contrarrestar el gasto chino en materia de defensa nacional, pone gran énfasis en la “modernización estratégica”.
Ambas actitudes —la omisión moral de parte de quienes creen que la liberalización económica es suficiente y la paranoia de parte de quienes no comprenden los saludables poderes de la competencia— son erradas. El primer grupo está en lo correcto al creer que la creciente prosperidad china beneficia a todos; sin embargo, bajo las actuales condiciones, su actitud ayuda a reforzar la perniciosa idea de que la libertad puede ser rebanada convenientemente para satisfacción de quienes pretenden perpetuarse en el poder. El segundo grupo acierta al tender una mirada crítica hacia la burocracia de Beijing, pero se equivoca al pensar que China es esencialmente una amenaza económica o militar contra el resto del mundo: como lo indica cada acto de represión, el gobierno chino es una amenaza mucho mayor para el propio pueblo chino.
Mucha gente asume que, tarde o temprano, la liberalización económica y el surgimiento de la clase media conducirán a una reforma política en aquel país. Pero la lección del siglo 20 no fue que el cambio económico desova automáticamente un cambio político. La lección fue que la libertad sólo se da cuando la gente lucha por ella y que la libertad política y económica son dos caras de la misma moneda. Recordarle al Partido Comunista de China que ya es hora de respetar los derechos humanos y las libertades civiles, como lo hicieron los manifestantes de tantos lugares recientemente, es un hecho saludable.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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