En los dos últimos años, he dirigido un proyecto de investigación sobre el espíritu emprendedor en las naciones en desarrollo. El resultado es Lessons from the Poor (La lección de los pobres), el libro que he editado para el Independent Institute. Contiene cinco trabajos de investigación sobre individuos o pequeñas comunidades en el Perú, Argentina, Nigeria y Kenia que pasaron de la pobreza a la prosperidad en un periodo relativamente corto gracias al impulso emprendedor, además de un estudio comparativo sobre distintos estados de los Estados Unidos.
En los últimos tiempos, los estudiosos del espíritu emprendedor en los países atrasados se han concentrado en el potencial no realizado de pobladores informales cuyos activos ilegales representan un promesa económica, pero no en aquellos que han vencido al sistema desde adentro para generar prosperidad para ellos mismos y para mucha gente más. Los extraordinarios relatos que dieron pie a nuestra investigación desmienten las ideas preconcebidas acerca del desarrollo económico y la libre empresa.
Muchos consideran que la transferencia de riqueza, tanto de los países ricos a los países pobres como de los ciudadanos pudientes a los que no lo son en las naciones subdesarrolladas, es una condición para sacar a las masas de la miseria. Incluso aquellos que comprenden que el espíritu empresarial estimula el desarrollo económico tienden a creer que convertir a los pobres en empresarios es algo que requiere la distribución de sustanciales cantidades de capital bajo la forma de créditos baratos y educación pública.
Tanto en los países prósperos como en los fracasados, las elites intelectuales identifican los mercados libres con las grandes corporaciones cuyos abusos, facilitados por sus conexiones políticas, tienden a concentrar riqueza. De ahí el atractivo del populismo, ya sea en las elecciones en los Estados Unidos o en los arrabales de Venezuela. Se suele asociar a las empresas capitalistas con una codicia patológica, la corrupción y el abuso del poder. En los países pobres, esa asociación de ideas es tan poderosa que la palabra “business” –así, en inglés— es utilizada para referirse a una actividad criminal (la infame palabra viene usualmente acompañada por una pícara guiñada de ojos).
Nuestra investigación pone patas arriba la noción de que los programas de ayuda exterior y redistribución son la mejor manera de ayudar a los pobres, que el crédito barato y la educación controlada por el Estado es una condición para que surjan empresas entre los habitantes de las barriadas y que el capitalismo de libre empresa es intrínsicamente inmoral y oligárquico.
Hace dos décadas, los Añaños se ganaban la vida en una pequeña granja en Ayacucho, la paupérrima región andina aterrorizada por una organización terrorista de inspiración maoísta. Vieron una oportunidad en el hecho de que los ataques terroristas impedían que los camiones que transportaban bebidas gaseosas pudiesen abastecer su zona de manera eficiente. Cuando Jorge descubrió una fórmula creativa para una nueva bebida, la familia comenzó a producirla en su patio trasero. No buscaron ni recibieron ayuda del gobierno ni de ONG alguna. Más bien, reinvirtieron sus muy modestas ganancias y lentamente fueron progresando. Cuando estuvieron en condiciones de expandirse más allá del vecindario, percibieron una discrepancia entre cuánto les costaría producir una bebida barata destinada a las familias de bajos ingresos de Perú y el precio al cual podían venderla.
En distintas instancias, descubrieron maneras de minimizar los costos derivados del laberíntico sistema regulatorio peruano y de ser más astutos que sus grandes competidores, quienes tenían influencia en las autoridades. Empleando técnicas de “venta directa”, los Añaños invitaron a los peruanos desocupados que contaban con vehículos viejos a adquirir Kola Real en las plantas embotelladoras para luego revenderla en sus vecindarios. Desdeñaron la publicidad en los medios masivos de comunicación, prefiriendo la promoción de técnicas tales como el canje de las tapitas de las botellas de Kola Real por productos que resultasen útiles a la gente de bajos recursos.
Los Añaños son actualmente los mayores fabricantes de bebidas sin alcohol en América Latina, con ventas estimadas en mil millones de dólares. Emplean a 8.000 trabajadores.
Una vez más, el espíritu emprendedor antes que el crédito barato, la transferencia de capital o una educación formal es lo que permitió a Aquilino Flores, que emigró a Lima desde la miserable región de Huancavelica, en el Perú, ascender en la escala social. Comenzó ganándose la vida lavando automóviles. Ante el pedido de uno de sus clientes, un comerciante de ropa, empezó a ofrecer a voz en cuello camisetas de algodón en la zona del Mercado Central. Ante las sugerencias de sus clientes para mejorar el diseño, subcontrató el estampado de dibujos sobre las camisetas en blanco. En 1996, la familia Flores estableció su primer taller con una máquina de coser, pasando gradualmente de ser vendedores callejeros a diseñadores. Su gran logro llegó cuando recibieron un pedido de exportación por valor de 10.000 dólares desde una ciudad fronteriza situada entre Perú y Bolivia. A fin de cumplir con el pedido, solicitaron la colaboración de todos los talleres del vecindario donde Aquilino solía trabajar como vendedor callejero. Pronto fueron capaces de abrir más talleres y tiendas.
No pasó mucho tiempo antes de que Aquilino descubriese que la mano de obra barata, el factor al cual mucha gente atribuye la mayor ventaja competitiva de la que gozan los países pobres, era un impedimento para crecer. Era el momento de hacer inversiones de capital y contratar mano de obra especializada. La familia Flores adquirió maquinaria de última generación, creó sus propias fábricas de teñido e integró su producción verticalmente. Para 2007, Topy Top era el principal exportador textil del Perú: fabricaba 35 millones de prendas al año (muchas de las cuales se venden en las tiendas Old Navy, Gap y Nike en los Estados Unidos), generando ventas anuales de más de 100 millones de dólares y empleando a 5.000 personas. También se aventuraron al negocio financiero, ofreciendo tarjetas de crédito a sus clientes.
Las historias de los Añaños y los Flores infligen un poderoso mentís a la idea del empresario como expresión de un potencial no realizado. Sus éxitos los llevaron a incurrir en el costo de operar en la legalidad desde el comienzo. Sin ingresar en la economía formal, no se hubiesen podido expandir, pasando de estructuras controladas familiarmente a sistemas de gerencia profesionales y persiguiendo de manera agresiva las oportunidades que se les abrían debido a la liberalización del comercio.
Luego está la historia de la indumentaria “adire”, la industria del teñido y diseño de prendas que se basa en el procesamiento de las hojas del árbol elu que crece en la región de Abeokuta, en el suroeste de Nigeria. En las dos localidades en las que se realizaron nuestras investigaciones, descubrimos que funcionaban unas 5.000 pequeñas empresas adire y que el 70 por ciento de las personas involucradas eran mujeres, la cuarta parte analfabetas. Un tercio de ellas generan 16 dólares por día en ganancias netas, el 55 por ciento genera 11 dólares diarios y el quintal más pobre un dólar y medio diarios. Eso significa que el 40 por ciento de esos pequeños empresarios y empresarias ganan más dinero que los gerentes del Estado y de la empresa privada, y que el 20 por ciento más pobre supera el salario mínimo de Nigeria ($1,4 al día). La mayor parte de estos negocios se iniciaron con apenas 100 dólares. En algunos casos, los empresarios acudieron a una asociación de préstamos administrada por co-vendedores que reinvierten en ella sus ganancias; su reputación en la comunidad fue su única garantía al momento de recibir el crédito. Resulta un fascinante ejemplo de sistema de cooperación mutua no estatal para permitir el surgimiento de nuevas empresas.
Su historia no solamente da cuenta de los abundantes beneficios que brinda el espíritu emprendedor en una comunidad pobre, en la que la cultura yoruba es dominante, sino también de la responsabilidad individual que ellos traen aparejados. El noventa per ciento de los empresarios de indumentaria “adire” destina parte de sus ganancias a un servicio privado de salud. La sola idea sería un anatema en muchos países desarrollados.
Varias de estas lecciones son confirmadas por otras de nuestras investigaciones, incluida la que se centra en el caso de Nakumatt, una importante cadena de supermercados de Kenia cuyos orígenes se remontan a una pequeña tienda en la ciudad de Nakuru en la década de los 80. Los ingresos anuales de esta empresa minorista han crecido hasta alcanzar los 130 millones de dólares, y se calcula que más de 50.000 puestos de trabajo se encuentran indirectamente vinculados a Nakumatt. A la postre, su éxito llevó a Nakumatt involucrarse más de lo debido en el muy corrompido proceso político de la nación.
En el caso de los clubes de trueque de la Argentina, miles de personas asumieron la responsabilidad de su propia existencia al inicio de la presente década tras una catastrófica crisis financiera que empobreció al país de la noche a la mañana. Los argentinos, de manera espontánea, establecieron clubes en los que la gente intercambiaba bienes y servicios para satisfacer sus necesidades más urgentes. El número de miembros se incrementó hasta alcanzar unos 6 millones de personas. Los clubes incluso desarrollaron una moneda privada considerada más confiable que los pesos emitidos por el Estado, cuyo valor había caído un setenta por ciento.
En un caso tras otro, observamos el poder del empresario creativo para derrotar a la inflación, la devaluación, la tributación punitiva, la reglamentación asfixiante, el escaso acceso al crédito o al capital inicial y los contextos políticos dominados por el capitalismo mercantilista o “capitalismo de compinches”.
Los economistas que defienden el capitalismo de libre empresa por lo general hablan de agregados, curvas y estadísticas, y se refieren al mercado como un “asignador” eficiente de recursos y un “mecanismo” para la acumulación de capital. En consecuencia, el capitalismo de libre empresa aparece como un proceso deshumanizado e insensible que sacrifica al individuo en aras de imperativos más grandes. Estos relatos y otros similares nos recuerdan algo que los países ricos han perdido de vista, debido tal vez a que iniciaron sus exitosos periplos hace largo tiempo: que el capitalismo de libre empresa se basa en el hombre común. Estos trabajos de investigación demuestran que las grandes corporaciones solamente son posibles en virtud de que personas comunes vencieron la adversidad para transformar el mundo en respuesta al dictado de aquellos consumidores que valoraban lo que ellos estaban ofreciendo. Como consecuencia de la respuesta a sus humildes ofrecimientos, estos empresarios fueron capaces de traducir sus esfuerzos en oportunidades laborales para miles de trabajadores, oportunidades de negocios para innúmeros proveedores y la producción en serie de productos baratos y de buena calidad.
Incluso en sociedades que han alcanzado un alto grado de desarrollo, los empresarios ambiciosos constituyen la esencia del proceso capitalista. Son quienes innovan, obligando a las grandes empresas a adaptarse y a menudo desplazándolas de la cima (tal como Burton Klein lo demostró en su libro Dynamic Economics, hace tres décadas). El propio proceso de racionalización que hace que una compañía sea dominante en un mercado la vuelve burocrática; como resultado de ello, la innovación se origina en los empresarios ambiciosos y las empresas pequeñas. Esa fue la historia de las revoluciones tecnológicas del siglo pasado hasta la era de la Tecnología de la Información, generada por empresas incipientes y jóvenes visionarios.
Algunas investigaciones adicionales que realizamos a efectos de ponderar el impacto de la libertad económica, confirman que el espíritu emprendedor es la clave para el desarrollo. El explica entre una tercera parte y la mitad de las diferencias que se dan en las tasas de crecimiento de las economías de distintos países. Incluso cuando comparamos a los distintos estados de los EE.UU., descubrimos una vinculación entre el desempeño económico y las reglas que rigen la actividad empresarial. Si Virginia Occidental, el estado que goza de la menor libertad económica, tuviese un clima institucional comparable al de Massachusetts, su tasa de actividad empresarial sería un 5 por ciento más alta, mejorando así su desempeño económico.
Como la intervención gubernamental ha generado el incentivo para que algunas corporaciones busquen beneficios a través de mecanismos políticos, la idea del espíritu emprendedor está devaluada en muchos países ricos. En las naciones pobres, el parasitismo le ha dado a la empresa privada un nombre aún peor. En vez de asociar el espíritu empresarial con el proceso mediante el cual una idea se traduce en la subsistencia de miles de ciudadanos y la satisfacción de millones de deseos humanos, muchos lo asocian con la corrupción, el privilegio y la depredación.
Ante la abrumadora evidencia con respecto al papel determinante del empresario en la acumulación de riqueza, resulta obvio que los gobiernos deben eliminar obstáculos y ofrecer contextos seguros y estables para que la gente pueda desarrollar sus negocios con la expectativa de que sus esfuerzos no serán rapiñados por quienes ejercen la autoridad ni por terceros. Si así fuera, los relatos exitosos que encontramos en África y América Latina se multiplicarían de forma perenne.
La lección de los pobres
En los dos últimos años, he dirigido un proyecto de investigación sobre el espíritu emprendedor en las naciones en desarrollo. El resultado es Lessons from the Poor (La lección de los pobres), el libro que he editado para el Independent Institute. Contiene cinco trabajos de investigación sobre individuos o pequeñas comunidades en el Perú, Argentina, Nigeria y Kenia que pasaron de la pobreza a la prosperidad en un periodo relativamente corto gracias al impulso emprendedor, además de un estudio comparativo sobre distintos estados de los Estados Unidos.
En los últimos tiempos, los estudiosos del espíritu emprendedor en los países atrasados se han concentrado en el potencial no realizado de pobladores informales cuyos activos ilegales representan un promesa económica, pero no en aquellos que han vencido al sistema desde adentro para generar prosperidad para ellos mismos y para mucha gente más. Los extraordinarios relatos que dieron pie a nuestra investigación desmienten las ideas preconcebidas acerca del desarrollo económico y la libre empresa.
Muchos consideran que la transferencia de riqueza, tanto de los países ricos a los países pobres como de los ciudadanos pudientes a los que no lo son en las naciones subdesarrolladas, es una condición para sacar a las masas de la miseria. Incluso aquellos que comprenden que el espíritu empresarial estimula el desarrollo económico tienden a creer que convertir a los pobres en empresarios es algo que requiere la distribución de sustanciales cantidades de capital bajo la forma de créditos baratos y educación pública.
Tanto en los países prósperos como en los fracasados, las elites intelectuales identifican los mercados libres con las grandes corporaciones cuyos abusos, facilitados por sus conexiones políticas, tienden a concentrar riqueza. De ahí el atractivo del populismo, ya sea en las elecciones en los Estados Unidos o en los arrabales de Venezuela. Se suele asociar a las empresas capitalistas con una codicia patológica, la corrupción y el abuso del poder. En los países pobres, esa asociación de ideas es tan poderosa que la palabra “business” –así, en inglés— es utilizada para referirse a una actividad criminal (la infame palabra viene usualmente acompañada por una pícara guiñada de ojos).
Nuestra investigación pone patas arriba la noción de que los programas de ayuda exterior y redistribución son la mejor manera de ayudar a los pobres, que el crédito barato y la educación controlada por el Estado es una condición para que surjan empresas entre los habitantes de las barriadas y que el capitalismo de libre empresa es intrínsicamente inmoral y oligárquico.
Hace dos décadas, los Añaños se ganaban la vida en una pequeña granja en Ayacucho, la paupérrima región andina aterrorizada por una organización terrorista de inspiración maoísta. Vieron una oportunidad en el hecho de que los ataques terroristas impedían que los camiones que transportaban bebidas gaseosas pudiesen abastecer su zona de manera eficiente. Cuando Jorge descubrió una fórmula creativa para una nueva bebida, la familia comenzó a producirla en su patio trasero. No buscaron ni recibieron ayuda del gobierno ni de ONG alguna. Más bien, reinvirtieron sus muy modestas ganancias y lentamente fueron progresando. Cuando estuvieron en condiciones de expandirse más allá del vecindario, percibieron una discrepancia entre cuánto les costaría producir una bebida barata destinada a las familias de bajos ingresos de Perú y el precio al cual podían venderla.
En distintas instancias, descubrieron maneras de minimizar los costos derivados del laberíntico sistema regulatorio peruano y de ser más astutos que sus grandes competidores, quienes tenían influencia en las autoridades. Empleando técnicas de “venta directa”, los Añaños invitaron a los peruanos desocupados que contaban con vehículos viejos a adquirir Kola Real en las plantas embotelladoras para luego revenderla en sus vecindarios. Desdeñaron la publicidad en los medios masivos de comunicación, prefiriendo la promoción de técnicas tales como el canje de las tapitas de las botellas de Kola Real por productos que resultasen útiles a la gente de bajos recursos.
Los Añaños son actualmente los mayores fabricantes de bebidas sin alcohol en América Latina, con ventas estimadas en mil millones de dólares. Emplean a 8.000 trabajadores.
Una vez más, el espíritu emprendedor antes que el crédito barato, la transferencia de capital o una educación formal es lo que permitió a Aquilino Flores, que emigró a Lima desde la miserable región de Huancavelica, en el Perú, ascender en la escala social. Comenzó ganándose la vida lavando automóviles. Ante el pedido de uno de sus clientes, un comerciante de ropa, empezó a ofrecer a voz en cuello camisetas de algodón en la zona del Mercado Central. Ante las sugerencias de sus clientes para mejorar el diseño, subcontrató el estampado de dibujos sobre las camisetas en blanco. En 1996, la familia Flores estableció su primer taller con una máquina de coser, pasando gradualmente de ser vendedores callejeros a diseñadores. Su gran logro llegó cuando recibieron un pedido de exportación por valor de 10.000 dólares desde una ciudad fronteriza situada entre Perú y Bolivia. A fin de cumplir con el pedido, solicitaron la colaboración de todos los talleres del vecindario donde Aquilino solía trabajar como vendedor callejero. Pronto fueron capaces de abrir más talleres y tiendas.
No pasó mucho tiempo antes de que Aquilino descubriese que la mano de obra barata, el factor al cual mucha gente atribuye la mayor ventaja competitiva de la que gozan los países pobres, era un impedimento para crecer. Era el momento de hacer inversiones de capital y contratar mano de obra especializada. La familia Flores adquirió maquinaria de última generación, creó sus propias fábricas de teñido e integró su producción verticalmente. Para 2007, Topy Top era el principal exportador textil del Perú: fabricaba 35 millones de prendas al año (muchas de las cuales se venden en las tiendas Old Navy, Gap y Nike en los Estados Unidos), generando ventas anuales de más de 100 millones de dólares y empleando a 5.000 personas. También se aventuraron al negocio financiero, ofreciendo tarjetas de crédito a sus clientes.
Las historias de los Añaños y los Flores infligen un poderoso mentís a la idea del empresario como expresión de un potencial no realizado. Sus éxitos los llevaron a incurrir en el costo de operar en la legalidad desde el comienzo. Sin ingresar en la economía formal, no se hubiesen podido expandir, pasando de estructuras controladas familiarmente a sistemas de gerencia profesionales y persiguiendo de manera agresiva las oportunidades que se les abrían debido a la liberalización del comercio.
Luego está la historia de la indumentaria “adire”, la industria del teñido y diseño de prendas que se basa en el procesamiento de las hojas del árbol elu que crece en la región de Abeokuta, en el suroeste de Nigeria. En las dos localidades en las que se realizaron nuestras investigaciones, descubrimos que funcionaban unas 5.000 pequeñas empresas adire y que el 70 por ciento de las personas involucradas eran mujeres, la cuarta parte analfabetas. Un tercio de ellas generan 16 dólares por día en ganancias netas, el 55 por ciento genera 11 dólares diarios y el quintal más pobre un dólar y medio diarios. Eso significa que el 40 por ciento de esos pequeños empresarios y empresarias ganan más dinero que los gerentes del Estado y de la empresa privada, y que el 20 por ciento más pobre supera el salario mínimo de Nigeria ($1,4 al día). La mayor parte de estos negocios se iniciaron con apenas 100 dólares. En algunos casos, los empresarios acudieron a una asociación de préstamos administrada por co-vendedores que reinvierten en ella sus ganancias; su reputación en la comunidad fue su única garantía al momento de recibir el crédito. Resulta un fascinante ejemplo de sistema de cooperación mutua no estatal para permitir el surgimiento de nuevas empresas.
Su historia no solamente da cuenta de los abundantes beneficios que brinda el espíritu emprendedor en una comunidad pobre, en la que la cultura yoruba es dominante, sino también de la responsabilidad individual que ellos traen aparejados. El noventa per ciento de los empresarios de indumentaria “adire” destina parte de sus ganancias a un servicio privado de salud. La sola idea sería un anatema en muchos países desarrollados.
Varias de estas lecciones son confirmadas por otras de nuestras investigaciones, incluida la que se centra en el caso de Nakumatt, una importante cadena de supermercados de Kenia cuyos orígenes se remontan a una pequeña tienda en la ciudad de Nakuru en la década de los 80. Los ingresos anuales de esta empresa minorista han crecido hasta alcanzar los 130 millones de dólares, y se calcula que más de 50.000 puestos de trabajo se encuentran indirectamente vinculados a Nakumatt. A la postre, su éxito llevó a Nakumatt involucrarse más de lo debido en el muy corrompido proceso político de la nación.
En el caso de los clubes de trueque de la Argentina, miles de personas asumieron la responsabilidad de su propia existencia al inicio de la presente década tras una catastrófica crisis financiera que empobreció al país de la noche a la mañana. Los argentinos, de manera espontánea, establecieron clubes en los que la gente intercambiaba bienes y servicios para satisfacer sus necesidades más urgentes. El número de miembros se incrementó hasta alcanzar unos 6 millones de personas. Los clubes incluso desarrollaron una moneda privada considerada más confiable que los pesos emitidos por el Estado, cuyo valor había caído un setenta por ciento.
En un caso tras otro, observamos el poder del empresario creativo para derrotar a la inflación, la devaluación, la tributación punitiva, la reglamentación asfixiante, el escaso acceso al crédito o al capital inicial y los contextos políticos dominados por el capitalismo mercantilista o “capitalismo de compinches”.
Los economistas que defienden el capitalismo de libre empresa por lo general hablan de agregados, curvas y estadísticas, y se refieren al mercado como un “asignador” eficiente de recursos y un “mecanismo” para la acumulación de capital. En consecuencia, el capitalismo de libre empresa aparece como un proceso deshumanizado e insensible que sacrifica al individuo en aras de imperativos más grandes. Estos relatos y otros similares nos recuerdan algo que los países ricos han perdido de vista, debido tal vez a que iniciaron sus exitosos periplos hace largo tiempo: que el capitalismo de libre empresa se basa en el hombre común. Estos trabajos de investigación demuestran que las grandes corporaciones solamente son posibles en virtud de que personas comunes vencieron la adversidad para transformar el mundo en respuesta al dictado de aquellos consumidores que valoraban lo que ellos estaban ofreciendo. Como consecuencia de la respuesta a sus humildes ofrecimientos, estos empresarios fueron capaces de traducir sus esfuerzos en oportunidades laborales para miles de trabajadores, oportunidades de negocios para innúmeros proveedores y la producción en serie de productos baratos y de buena calidad.
Incluso en sociedades que han alcanzado un alto grado de desarrollo, los empresarios ambiciosos constituyen la esencia del proceso capitalista. Son quienes innovan, obligando a las grandes empresas a adaptarse y a menudo desplazándolas de la cima (tal como Burton Klein lo demostró en su libro Dynamic Economics, hace tres décadas). El propio proceso de racionalización que hace que una compañía sea dominante en un mercado la vuelve burocrática; como resultado de ello, la innovación se origina en los empresarios ambiciosos y las empresas pequeñas. Esa fue la historia de las revoluciones tecnológicas del siglo pasado hasta la era de la Tecnología de la Información, generada por empresas incipientes y jóvenes visionarios.
Algunas investigaciones adicionales que realizamos a efectos de ponderar el impacto de la libertad económica, confirman que el espíritu emprendedor es la clave para el desarrollo. El explica entre una tercera parte y la mitad de las diferencias que se dan en las tasas de crecimiento de las economías de distintos países. Incluso cuando comparamos a los distintos estados de los EE.UU., descubrimos una vinculación entre el desempeño económico y las reglas que rigen la actividad empresarial. Si Virginia Occidental, el estado que goza de la menor libertad económica, tuviese un clima institucional comparable al de Massachusetts, su tasa de actividad empresarial sería un 5 por ciento más alta, mejorando así su desempeño económico.
Como la intervención gubernamental ha generado el incentivo para que algunas corporaciones busquen beneficios a través de mecanismos políticos, la idea del espíritu emprendedor está devaluada en muchos países ricos. En las naciones pobres, el parasitismo le ha dado a la empresa privada un nombre aún peor. En vez de asociar el espíritu empresarial con el proceso mediante el cual una idea se traduce en la subsistencia de miles de ciudadanos y la satisfacción de millones de deseos humanos, muchos lo asocian con la corrupción, el privilegio y la depredación.
Ante la abrumadora evidencia con respecto al papel determinante del empresario en la acumulación de riqueza, resulta obvio que los gobiernos deben eliminar obstáculos y ofrecer contextos seguros y estables para que la gente pueda desarrollar sus negocios con la expectativa de que sus esfuerzos no serán rapiñados por quienes ejercen la autoridad ni por terceros. Si así fuera, los relatos exitosos que encontramos en África y América Latina se multiplicarían de forma perenne.
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