Washington, DC—Al igual que con el “crack” de 1929, el actual descalabro financiero está dando lugar a mitos que influirán en las políticas de Estado durante décadas. Urge derribar esos mitos antes de que la próxima Administración norteamericana comience a tomar decisiones importantes, seguida por muchos otros países. De lejos, el mito más peligroso es que la desreglamentación es el origen del problema.
Si, las firmas de Wall Street fueron codiciosas, irresponsables y en muchos casos francamente estúpidas. Pero esas son características medianamente constantes en cualquier sociedad y no existe motivo para creer que los banqueros de inversión fueron más codiciosos, irresponsables y estúpidos en 2007 y 2008 que, digamos, cinco o diez años antes.
Como muchos economistas autorizados intentan explicar desesperadamente en medio de la actual confusión, el culpable fue un sistema que empujó a prestar dinero a gente que no estaba en situación de devolverlo. Dos políticas apuntalaron ese sistema: la política de dinero fácil por parte de la Reserva Federal y la disminución -forzada por el Estado- de las exigencias relacionadas con la aprobación de préstamos.
Lorenzo Bernaldo de Quiros, un destacado economista europeo, sostiene con denuedo que la crisis se habría evitado si no fuera por “la laxa estrategia monetaria aplicada por la Reserva Federal entre 2001 y 2004…Esta fue la causa que determinó el exuberante e irreal aumento del valor de los activos bursátiles y reales, el desaforado endeudamiento de las empresas y de las familias y el inevitable desplome de ese castillo de naipes, una vez que las presiones inflacionarias forzaron a endurecer la política del instituto emisor estadounidense”.
La política de la Reserva Federal explica por qué los valores de los activos se elevaron de forma desaforada, pero no explica por qué lo hicieron predominantemente en el mercado de la vivienda. Y aquí es donde hay que tener en cuenta el segundo tipo de políticas que apuntalan el sistema.
En un trabajo reciente publicado por el Independent Institute, el Profesor Stan Liebowitz de la Universidad de Texas sostiene que “en su intento por incrementar el acceso a la vivienda…prácticamente todas las ramas del gobierno socavaron abiertamente los requisitos para otorgar créditos hipotecarios desde principios de los años 90”.
El aumento del número de propietarios promovido por el Estado aumentó dramáticamente su precio. Uno de cada cuatro compradores adquirió propiedades con intenciones puramente especulativas. Cuando los precios dejaron de subir, los especuladores procuraron salirse del mercado.
Liebowitz hace un recuento de la larga marcha hacia lo que podríamos denominar el Estado Hipotecario, desde la creación de la Administración Federal de la Vivienda en 1934 hasta las normas que hicieron que Freddie Mac y Fannie Mae adquiriesen un porcentaje sustancial de los préstamos que los bancos habían otorgado a personas con pobres antecedentes crediticios. Entre ambas fechas, hubo leyes que exigieron a los bancos atender a la totalidad de las áreas geográficas en las que operaban y se establecieron sistemas oficiales de calificación para evaluar cómo trataban los bancos las solicitudes de préstamos hipotecarios, incluyendo la raza de los solicitantes para poner en evidencia la discriminación.
No sorprende, pues, que, una vez que la Reserva Federal expandió el crédito, cantidades astronómicas de capital se volcaran en un mercado de la vivienda que la gente asumía que estaba garantizado por el Estado. Lo que vino después fue una consecuencia del pecado original: los niños genios de Wall Street que crearon, con ayuda de modelos matemáticos, sofisticados instrumentos financieros como las “obligaciones de deuda colateralizada” y los “credit default swaps”, las agencias que otorgaron a esos instrumentos calificaciones AAA y los inversores que perdieron la cabeza por ellos.
El pecado original ¿excusa la colosal falta de criterio de Wall Street? No. Los genios de Wall Street deberían haberse percatado de que esos modelos científicos no podían realmente predecir el comportamiento humano y de que cualquier activo que experimente un incremento vertiginoso es sospechoso. Pero actuaron a partir de oportunidades generadas por el pecado original.
El hecho de que –como señala Sebastian Mallaby en el Washington Post— “los fondos de cobertura (hedge funds) poco regulados se resistieran en su gran mayoría a adquirir basura tóxica” también contradice la idea de que la desregulación fue la culpable de lo ocurrido. Los principales compradores de basura financiera fueron los bancos de inversión estadounidenses supervisados por la Comisión de Valores, los bancos comerciales estadounidenses reglamentados por la Fed y los bancos europeos, que se encuentran entre los más reglamentados del mundo.
La crisis de 1929 dio lugar a una era estatista cuyas consecuencias millones de personas siguen pagando hoy mediante déficits, deudas e incertidumbre acerca del futuro de la Seguridad Social en los Estados Unidos. Nunca es más peligroso un político que cuando actúa en medio de una conmoción en la que el mito reemplaza a la realidad. En una era en la que la globalización ha abierto posibilidades extraordinarias para miles de millones de personas, un regreso a la reglamentación excesiva y al proteccionismo por culpa de un mito sería un crimen contra la humanidad.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
¿Quién tiene la culpa?
Washington, DC—Al igual que con el “crack” de 1929, el actual descalabro financiero está dando lugar a mitos que influirán en las políticas de Estado durante décadas. Urge derribar esos mitos antes de que la próxima Administración norteamericana comience a tomar decisiones importantes, seguida por muchos otros países. De lejos, el mito más peligroso es que la desreglamentación es el origen del problema.
Si, las firmas de Wall Street fueron codiciosas, irresponsables y en muchos casos francamente estúpidas. Pero esas son características medianamente constantes en cualquier sociedad y no existe motivo para creer que los banqueros de inversión fueron más codiciosos, irresponsables y estúpidos en 2007 y 2008 que, digamos, cinco o diez años antes.
Como muchos economistas autorizados intentan explicar desesperadamente en medio de la actual confusión, el culpable fue un sistema que empujó a prestar dinero a gente que no estaba en situación de devolverlo. Dos políticas apuntalaron ese sistema: la política de dinero fácil por parte de la Reserva Federal y la disminución -forzada por el Estado- de las exigencias relacionadas con la aprobación de préstamos.
Lorenzo Bernaldo de Quiros, un destacado economista europeo, sostiene con denuedo que la crisis se habría evitado si no fuera por “la laxa estrategia monetaria aplicada por la Reserva Federal entre 2001 y 2004…Esta fue la causa que determinó el exuberante e irreal aumento del valor de los activos bursátiles y reales, el desaforado endeudamiento de las empresas y de las familias y el inevitable desplome de ese castillo de naipes, una vez que las presiones inflacionarias forzaron a endurecer la política del instituto emisor estadounidense”.
La política de la Reserva Federal explica por qué los valores de los activos se elevaron de forma desaforada, pero no explica por qué lo hicieron predominantemente en el mercado de la vivienda. Y aquí es donde hay que tener en cuenta el segundo tipo de políticas que apuntalan el sistema.
En un trabajo reciente publicado por el Independent Institute, el Profesor Stan Liebowitz de la Universidad de Texas sostiene que “en su intento por incrementar el acceso a la vivienda…prácticamente todas las ramas del gobierno socavaron abiertamente los requisitos para otorgar créditos hipotecarios desde principios de los años 90”.
El aumento del número de propietarios promovido por el Estado aumentó dramáticamente su precio. Uno de cada cuatro compradores adquirió propiedades con intenciones puramente especulativas. Cuando los precios dejaron de subir, los especuladores procuraron salirse del mercado.
Liebowitz hace un recuento de la larga marcha hacia lo que podríamos denominar el Estado Hipotecario, desde la creación de la Administración Federal de la Vivienda en 1934 hasta las normas que hicieron que Freddie Mac y Fannie Mae adquiriesen un porcentaje sustancial de los préstamos que los bancos habían otorgado a personas con pobres antecedentes crediticios. Entre ambas fechas, hubo leyes que exigieron a los bancos atender a la totalidad de las áreas geográficas en las que operaban y se establecieron sistemas oficiales de calificación para evaluar cómo trataban los bancos las solicitudes de préstamos hipotecarios, incluyendo la raza de los solicitantes para poner en evidencia la discriminación.
No sorprende, pues, que, una vez que la Reserva Federal expandió el crédito, cantidades astronómicas de capital se volcaran en un mercado de la vivienda que la gente asumía que estaba garantizado por el Estado. Lo que vino después fue una consecuencia del pecado original: los niños genios de Wall Street que crearon, con ayuda de modelos matemáticos, sofisticados instrumentos financieros como las “obligaciones de deuda colateralizada” y los “credit default swaps”, las agencias que otorgaron a esos instrumentos calificaciones AAA y los inversores que perdieron la cabeza por ellos.
El pecado original ¿excusa la colosal falta de criterio de Wall Street? No. Los genios de Wall Street deberían haberse percatado de que esos modelos científicos no podían realmente predecir el comportamiento humano y de que cualquier activo que experimente un incremento vertiginoso es sospechoso. Pero actuaron a partir de oportunidades generadas por el pecado original.
El hecho de que –como señala Sebastian Mallaby en el Washington Post— “los fondos de cobertura (hedge funds) poco regulados se resistieran en su gran mayoría a adquirir basura tóxica” también contradice la idea de que la desregulación fue la culpable de lo ocurrido. Los principales compradores de basura financiera fueron los bancos de inversión estadounidenses supervisados por la Comisión de Valores, los bancos comerciales estadounidenses reglamentados por la Fed y los bancos europeos, que se encuentran entre los más reglamentados del mundo.
La crisis de 1929 dio lugar a una era estatista cuyas consecuencias millones de personas siguen pagando hoy mediante déficits, deudas e incertidumbre acerca del futuro de la Seguridad Social en los Estados Unidos. Nunca es más peligroso un político que cuando actúa en medio de una conmoción en la que el mito reemplaza a la realidad. En una era en la que la globalización ha abierto posibilidades extraordinarias para miles de millones de personas, un regreso a la reglamentación excesiva y al proteccionismo por culpa de un mito sería un crimen contra la humanidad.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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