El presidente-electo Barack Obama—evidenciando la obligatoria dureza para con los “facinerosos” extranjeros necesaria (especialmente por los demócratas) en las campañas políticas estadounidenses—prometió el empleo de las fuerzas armadas de los EE.UU. para ir tras al Qaeda en Paquistán. Justamente, su beligerante rival, el senador John McCain, que apoyó la invasión y ocupación estadounidense no provocada de Irak, criticó la posición de Obama hacia Paquistán como innecesariamente incendiaria.
Sin embargo, las críticas de McCain de las tácticas propuestas por Obama fueron socavadas por la idéntica política de la saliente administración Bush. La administración ha estado enviando aeronaves no tripuladas que se adentran cada vez más en territorio paquistaní para atacar a objetivos sospechosos de al Qaeda y el Talibán y ha, al menos en una ocasión, empleado a las Fuerzas Especiales aerotransportadas de los EE.UU. para lanzar un ataque terrestre contra tales sitios dentro de Paquistán.
Al parecer esta política tiene al menos algún apoyo bipartidista. Parece tener también algún aval moral derivado del derecho a vengarse contra los perpetradores y facilitadores de los ataques del 11 de septiembre contra los Estados Unidos. Pero el verdadero interrogante es si tales medidas reflexivamente agresivas constituyen una política inteligente. Para obtener una respuesta, cierto esclarecimiento puede obtenerse del examen de las acciones de presidentes anteriores.
Primero, examinemos las contraproducentes acciones combativas de un presidente con una reputación divina (Abraham Lincoln) y luego una respuesta mucho más efectiva de un presidente percibido como incompetente (Jimmy Carter).
Al asumir el cargo a comienzos de 1861, Lincoln debió enfrentar la dura realidad de que muchos estados sureños ya se habían separado de la Unión y que Carolina del Sur amenazaba al fuerte Sumter, el único fuerte federal que quedaba en el sur. Cuando Lincoln llegó al poder, el fuerte, situado en una isla en las costas de Carolina del Sur, se estaba quedando sin alimentos, y los habitantes de ese estado sureño le habían disparado a los buques de reabastecimiento durante la anterior administración de Buchanan. Reflejando a la opinión pública norteña de esa época, los principales consejeros militares de Lincoln—incluido Winfield Scott, uno de los más grandes generales de la historia estadounidense—consideraron que el fuerte era militarmente insignificante y defendieron su abandono. Lincoln sabía perfectamente bien que cualquier nuevo reabastecimiento del fuerte significaría probablemente la guerra. De todos modos, el comandante naval federal en la escena del fuerte, emulado por otros funcionarios gubernamentales, concluyó que Lincoln ordenó que el fuerte fuese abastecido con más alimentos, pero no con municiones, de modo tal que Carolina del Sur “quedaría ante el mundo civilizado como disparándole al pan”.
Queda claro que Lincoln deseaba provocar una guerra a la que erróneamente consideraba sería un asunto breve y culpar a los sureños de iniciarla.
Retrospectivamente, la masiva y sanguinaria Guerra Civil resultante—repleta de victimas y que fuera la peor guerra en la historia de los EE.UU.—ha sido considerada válida en virtud de que liberó a los esclavos. Por supuesto, cuando Lincoln provocó el conflicto, no lo hizo con la mira en tal objetivo y meramente estaba intentando evitar que los estados sueños se separasen para cumplir con la autodeterminación mencionada en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos.
Solamente cuando el fracaso militar y la impopularidad de la matanza del conflicto amenazó a la causa norteña Lincoln cambió el objetivo de la guerra por el de liberar a los esclavos—en gran medida para mejorar su apoyo popular al convertirla en una cruzada moral y evitar que Gran Bretaña y Francia reconociesen a la Confederación del Sur.
Es muy factible que Lincoln tuviese un derecho constitucional a detener una insurgencia, especialmente después de que logró hacer que el sur tontamente disparase primero contra el fuerte. No obstante, queda pendiente la pregunta más importante: ¿Tenía que provocar una guerra?
La esclavitud era una institución vil y moralmente atroz. Sin embargo, la mayor parte de los otros países habían ya terminado pacíficamente con ella, y el propio Lincoln había defendido inicialmente una emancipación compensada, que le habría pagado a los sureños para que liberasen a sus esclavos. Al final, un intento significativo de hacer esto hubiese perdido menos vidas y dinero que comenzar una desastrosa Guerra Civil, que mató a más de 600.000 estadounidenses y dejó cicatrices nacionales que aún perduran. Además, la guerra solo liberó nominalmente a los esclavos y eventualmente resultó en una violenta revancha sureña contra los esclavos “liberados” bajo la forma del Ku Klux Klan y grupos similares.
Lincoln podría haber aprendido algo de Jimmy Carter. A finales de 1979, los iraníes tomaron como rehenes a los diplomáticos estadounidenses en Irán. A pesar de que Carter hubiese tenido el derecho moral de vengarse militarmente contra Irán por atacar a la embajada de los EE.UU. —técnicamente suelo estadounidense—sabiamente evitó esta opción. Si bien intentó un rescate fallido, un ataque contundente hubiese probablemente resultado en el asesinato de los rehenes. A diferencia de la respuesta de su sucesor Ronald Reagan al caso de los rehenes estadounidenses retenidos en el Líbano, Carter rehusó pagarle un rescate Irán para que liberase a los rehenes y perdió la posibilidad de ser reelegido en parte debido a que los rehenes no habían sido liberados. El día que Carter dejó el cargo, los rehenes fueron liberados de manera segura. Si bien Carter y Lincoln tuvieron ambos el derecho a emplear la fuerza militar, Carter fue el más sabio de los dos al evitarla.
Obama haría bien en aprender de sus predecesores y evitar la inclinación reflexiva de probar su fortaleza atacando a Paquistán. La necesidad de un nuevo presidente joven e inexperto de evitar parecer débil resultó en la desastrosa invasión de Bahía de Cochinos de John F. Kennedy y la consecuente crisis de los misiles cubanos. Estos actos fueron realizados sin ninguna razón estratégica y prácticamente causaron una incineración nuclear del mundo.
Desde el 11 de septiembre, al Qaeda se ha vuelto más descentralizada, y de ese modo hace que su conducción central sea menos peligrosa para los Estados Unidos. A pesar de que el presidente-electo debería seguir presionando al gobierno paquistaní para que capture o mate a Osama bin Laden y sus huestes y elevar la recompensa por las cabezas de la conducción del grupo, la ocupación estadounidense de Afganistán y los ataques en Pakistán están fomentando un difuso islamismo radical alrededor del mundo que está llevando a un mayor nivel de terrorismo. Así, Obama debería evitar las respuestas militares reflejas de los EE.UU. que se han vuelto demasiado comunes y contraproducentes y adoptar en cambio una política más inteligente de mesura.
Traducido por Gabriel Gasave
Las acciones militares no siempre son inteligentes
El presidente-electo Barack Obama—evidenciando la obligatoria dureza para con los “facinerosos” extranjeros necesaria (especialmente por los demócratas) en las campañas políticas estadounidenses—prometió el empleo de las fuerzas armadas de los EE.UU. para ir tras al Qaeda en Paquistán. Justamente, su beligerante rival, el senador John McCain, que apoyó la invasión y ocupación estadounidense no provocada de Irak, criticó la posición de Obama hacia Paquistán como innecesariamente incendiaria.
Sin embargo, las críticas de McCain de las tácticas propuestas por Obama fueron socavadas por la idéntica política de la saliente administración Bush. La administración ha estado enviando aeronaves no tripuladas que se adentran cada vez más en territorio paquistaní para atacar a objetivos sospechosos de al Qaeda y el Talibán y ha, al menos en una ocasión, empleado a las Fuerzas Especiales aerotransportadas de los EE.UU. para lanzar un ataque terrestre contra tales sitios dentro de Paquistán.
Al parecer esta política tiene al menos algún apoyo bipartidista. Parece tener también algún aval moral derivado del derecho a vengarse contra los perpetradores y facilitadores de los ataques del 11 de septiembre contra los Estados Unidos. Pero el verdadero interrogante es si tales medidas reflexivamente agresivas constituyen una política inteligente. Para obtener una respuesta, cierto esclarecimiento puede obtenerse del examen de las acciones de presidentes anteriores.
Primero, examinemos las contraproducentes acciones combativas de un presidente con una reputación divina (Abraham Lincoln) y luego una respuesta mucho más efectiva de un presidente percibido como incompetente (Jimmy Carter).
Al asumir el cargo a comienzos de 1861, Lincoln debió enfrentar la dura realidad de que muchos estados sureños ya se habían separado de la Unión y que Carolina del Sur amenazaba al fuerte Sumter, el único fuerte federal que quedaba en el sur. Cuando Lincoln llegó al poder, el fuerte, situado en una isla en las costas de Carolina del Sur, se estaba quedando sin alimentos, y los habitantes de ese estado sureño le habían disparado a los buques de reabastecimiento durante la anterior administración de Buchanan. Reflejando a la opinión pública norteña de esa época, los principales consejeros militares de Lincoln—incluido Winfield Scott, uno de los más grandes generales de la historia estadounidense—consideraron que el fuerte era militarmente insignificante y defendieron su abandono. Lincoln sabía perfectamente bien que cualquier nuevo reabastecimiento del fuerte significaría probablemente la guerra. De todos modos, el comandante naval federal en la escena del fuerte, emulado por otros funcionarios gubernamentales, concluyó que Lincoln ordenó que el fuerte fuese abastecido con más alimentos, pero no con municiones, de modo tal que Carolina del Sur “quedaría ante el mundo civilizado como disparándole al pan”.
Queda claro que Lincoln deseaba provocar una guerra a la que erróneamente consideraba sería un asunto breve y culpar a los sureños de iniciarla.
Retrospectivamente, la masiva y sanguinaria Guerra Civil resultante—repleta de victimas y que fuera la peor guerra en la historia de los EE.UU.—ha sido considerada válida en virtud de que liberó a los esclavos. Por supuesto, cuando Lincoln provocó el conflicto, no lo hizo con la mira en tal objetivo y meramente estaba intentando evitar que los estados sueños se separasen para cumplir con la autodeterminación mencionada en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos.
Solamente cuando el fracaso militar y la impopularidad de la matanza del conflicto amenazó a la causa norteña Lincoln cambió el objetivo de la guerra por el de liberar a los esclavos—en gran medida para mejorar su apoyo popular al convertirla en una cruzada moral y evitar que Gran Bretaña y Francia reconociesen a la Confederación del Sur.
Es muy factible que Lincoln tuviese un derecho constitucional a detener una insurgencia, especialmente después de que logró hacer que el sur tontamente disparase primero contra el fuerte. No obstante, queda pendiente la pregunta más importante: ¿Tenía que provocar una guerra?
La esclavitud era una institución vil y moralmente atroz. Sin embargo, la mayor parte de los otros países habían ya terminado pacíficamente con ella, y el propio Lincoln había defendido inicialmente una emancipación compensada, que le habría pagado a los sureños para que liberasen a sus esclavos. Al final, un intento significativo de hacer esto hubiese perdido menos vidas y dinero que comenzar una desastrosa Guerra Civil, que mató a más de 600.000 estadounidenses y dejó cicatrices nacionales que aún perduran. Además, la guerra solo liberó nominalmente a los esclavos y eventualmente resultó en una violenta revancha sureña contra los esclavos “liberados” bajo la forma del Ku Klux Klan y grupos similares.
Lincoln podría haber aprendido algo de Jimmy Carter. A finales de 1979, los iraníes tomaron como rehenes a los diplomáticos estadounidenses en Irán. A pesar de que Carter hubiese tenido el derecho moral de vengarse militarmente contra Irán por atacar a la embajada de los EE.UU. —técnicamente suelo estadounidense—sabiamente evitó esta opción. Si bien intentó un rescate fallido, un ataque contundente hubiese probablemente resultado en el asesinato de los rehenes. A diferencia de la respuesta de su sucesor Ronald Reagan al caso de los rehenes estadounidenses retenidos en el Líbano, Carter rehusó pagarle un rescate Irán para que liberase a los rehenes y perdió la posibilidad de ser reelegido en parte debido a que los rehenes no habían sido liberados. El día que Carter dejó el cargo, los rehenes fueron liberados de manera segura. Si bien Carter y Lincoln tuvieron ambos el derecho a emplear la fuerza militar, Carter fue el más sabio de los dos al evitarla.
Obama haría bien en aprender de sus predecesores y evitar la inclinación reflexiva de probar su fortaleza atacando a Paquistán. La necesidad de un nuevo presidente joven e inexperto de evitar parecer débil resultó en la desastrosa invasión de Bahía de Cochinos de John F. Kennedy y la consecuente crisis de los misiles cubanos. Estos actos fueron realizados sin ninguna razón estratégica y prácticamente causaron una incineración nuclear del mundo.
Desde el 11 de septiembre, al Qaeda se ha vuelto más descentralizada, y de ese modo hace que su conducción central sea menos peligrosa para los Estados Unidos. A pesar de que el presidente-electo debería seguir presionando al gobierno paquistaní para que capture o mate a Osama bin Laden y sus huestes y elevar la recompensa por las cabezas de la conducción del grupo, la ocupación estadounidense de Afganistán y los ataques en Pakistán están fomentando un difuso islamismo radical alrededor del mundo que está llevando a un mayor nivel de terrorismo. Así, Obama debería evitar las respuestas militares reflejas de los EE.UU. que se han vuelto demasiado comunes y contraproducentes y adoptar en cambio una política más inteligente de mesura.
Traducido por Gabriel Gasave
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