Washington, DC—En los últimos años, la imagen internacional de la India ha estado vinculada a su glorioso auge económico. La tragedia de Mumbai nos recuerda que subsisten severas tensiones religiosas, étnicas y nacionalistas. muchas sombras acompañan a esas luces. Y esas diferencias impiden el ascenso definitivo de la India.
Es indudable el gran salto (disculpen mi desliz maoísta) que dio la India desde los cambios audaces desatados en 1991 por Manmohan Singh, el entonces Ministro de Finanzas y actual Primer Ministro. En un cuarto de siglo, la India se ha convertido en la cuarta economía del mundo y ha visto a su clase media multiplicarse por cuatro.
A diferencia de otras naciones asiáticas, este país alcanzó la mayoría de edad económica gracias a una industria de alta tecnología y por tanto a su creciente capacidad de producir más con menos. En 2006, Gurcharan Das, autor del libro “India Unbound”, describía a la economía india como “la oficina del mundo” mientras que China era el “taller del mundo”.
No menos notable es que, en la India, la democracia precediera a la liberalización económica. Se ha dicho —y Chile, Corea del Sur y Taiwán parecían encajar en esa narrativa— que sólo las autocracias pueden facilitar el doloroso proceso que implica abrir la economía a la competencia ya que las democracias, con sus demandas contradictorias y divisiones políticas, tienden a revertir las reformas de libre mercado antes de que alcancen a los más. La India, cuya democracia de sesenta años llegó mucho antes de las reformas de los 90, arroja agua fría sobre esa premisa.
Pero para muchos indios el desarrollo es una meta aún esquiva. No obstante la creciente movilidad social debida a las oportunidades económicas, el país está todavía estratificado y millones de ciudadanos, conducidos por políticos perversos, definen su identidad en términos religiosos o étnicos, es decir colectivistas. Esto impide que la India se ponga al día con las democracias liberales modernas en las que los derechos son por lo general individuales.
Gran parte del terrorismo indio, que se cobró unas 12 mil vidas desde 1970, ha sido alimentado por la política de las identidades colectivas, ya sea el fanatismo hindú que demolió la mezquita de Ayodhya en 1992 y masacró musulmanes en Gujarat en 2002, o los aberrantes crímenes cometidos por grupos islámicos como los Muyahidín Indios en Delhi y Bangalore. El nacionalismo indio está reflejado en la fuerza del Partido Bharatiya Janata, que se beneficiará con los atentados de Bombay, y en la miopía con la que el “establishment” indio ha manejado Cachemira, dos tercios de la cual están bajo control de Delhi, en las dos últimas décadas.
Con el argumento de que Paquistán ha sido una dictadura durante gran parte de su historia y sus servicios secretos han colaborado con grupos terroristas, todo lo cual es una verdad indiscutible, los dirigentes indios han tendido a actuar a la defensiva, dejando que la infección supurara hasta el punto en que fuerzas externas con objetivos más amplios, como al-Qaeda, han agravado tremendamente las cosas.
Pese a todo eso, las relaciones entre India y Paquistán han mejorado últimamente. El gobierno democráticamente electo paquistaní del Presidente Asif Zardari ha condenado el terrorismo islámico en Cachemira y está purgando la Agencia de Inteligencia Inter-Servicios.
Los terroristas que atacaron Mumbai, probablemente pertenecientes a la agrupación de Cachemira conocida como Lashkar-i-Taibi, eran conscientes de esta dinámica y pretendían revertirla. Ahora que muchos indios reclaman, comprensiblemente, una represalia y que se acercan los comicios generales, será difícil para Singh separar la persecución de los autores de la carnicería de Mumbai del diálogo fronterizo que estaba cobrando impulso. Cancelar ese diálogo es una tragedia que no se medirá con las vidas segadas en Bombay, sino con las que arderán en la pira del odio religioso y étnico en el futuro.
Todo lo cual nos recuerda algo que muchos indios jamás olvidaron mientras su país se convertía en la “la oficina del mundo”: que el tránsito del atraso al desarrollo es sólo en parte económico. Exige también un profundo cambio en la noción de identidad de las personas. En el caso indio, ese cambio será doblemente oneroso, pues deberá tener lugar en un contexto de vecinos mucho menos democráticos y bajo la presión de sofisticados terroristas islámicos deseosos de exacerbar el odio entre grupos desde el exterior.
Pero otros países han logrado superar la política de las identidades colectivas, o van camino de hacerlo. India, que ya ha logrado muchas cosas extraordinarias, también puede lograrlo. Hasta que ello ocurra, la gloria de su apogeo moderno no estará completa.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
India: el otro lado de la gloria
Washington, DC—En los últimos años, la imagen internacional de la India ha estado vinculada a su glorioso auge económico. La tragedia de Mumbai nos recuerda que subsisten severas tensiones religiosas, étnicas y nacionalistas. muchas sombras acompañan a esas luces. Y esas diferencias impiden el ascenso definitivo de la India.
Es indudable el gran salto (disculpen mi desliz maoísta) que dio la India desde los cambios audaces desatados en 1991 por Manmohan Singh, el entonces Ministro de Finanzas y actual Primer Ministro. En un cuarto de siglo, la India se ha convertido en la cuarta economía del mundo y ha visto a su clase media multiplicarse por cuatro.
A diferencia de otras naciones asiáticas, este país alcanzó la mayoría de edad económica gracias a una industria de alta tecnología y por tanto a su creciente capacidad de producir más con menos. En 2006, Gurcharan Das, autor del libro “India Unbound”, describía a la economía india como “la oficina del mundo” mientras que China era el “taller del mundo”.
No menos notable es que, en la India, la democracia precediera a la liberalización económica. Se ha dicho —y Chile, Corea del Sur y Taiwán parecían encajar en esa narrativa— que sólo las autocracias pueden facilitar el doloroso proceso que implica abrir la economía a la competencia ya que las democracias, con sus demandas contradictorias y divisiones políticas, tienden a revertir las reformas de libre mercado antes de que alcancen a los más. La India, cuya democracia de sesenta años llegó mucho antes de las reformas de los 90, arroja agua fría sobre esa premisa.
Pero para muchos indios el desarrollo es una meta aún esquiva. No obstante la creciente movilidad social debida a las oportunidades económicas, el país está todavía estratificado y millones de ciudadanos, conducidos por políticos perversos, definen su identidad en términos religiosos o étnicos, es decir colectivistas. Esto impide que la India se ponga al día con las democracias liberales modernas en las que los derechos son por lo general individuales.
Gran parte del terrorismo indio, que se cobró unas 12 mil vidas desde 1970, ha sido alimentado por la política de las identidades colectivas, ya sea el fanatismo hindú que demolió la mezquita de Ayodhya en 1992 y masacró musulmanes en Gujarat en 2002, o los aberrantes crímenes cometidos por grupos islámicos como los Muyahidín Indios en Delhi y Bangalore. El nacionalismo indio está reflejado en la fuerza del Partido Bharatiya Janata, que se beneficiará con los atentados de Bombay, y en la miopía con la que el “establishment” indio ha manejado Cachemira, dos tercios de la cual están bajo control de Delhi, en las dos últimas décadas.
Con el argumento de que Paquistán ha sido una dictadura durante gran parte de su historia y sus servicios secretos han colaborado con grupos terroristas, todo lo cual es una verdad indiscutible, los dirigentes indios han tendido a actuar a la defensiva, dejando que la infección supurara hasta el punto en que fuerzas externas con objetivos más amplios, como al-Qaeda, han agravado tremendamente las cosas.
Pese a todo eso, las relaciones entre India y Paquistán han mejorado últimamente. El gobierno democráticamente electo paquistaní del Presidente Asif Zardari ha condenado el terrorismo islámico en Cachemira y está purgando la Agencia de Inteligencia Inter-Servicios.
Los terroristas que atacaron Mumbai, probablemente pertenecientes a la agrupación de Cachemira conocida como Lashkar-i-Taibi, eran conscientes de esta dinámica y pretendían revertirla. Ahora que muchos indios reclaman, comprensiblemente, una represalia y que se acercan los comicios generales, será difícil para Singh separar la persecución de los autores de la carnicería de Mumbai del diálogo fronterizo que estaba cobrando impulso. Cancelar ese diálogo es una tragedia que no se medirá con las vidas segadas en Bombay, sino con las que arderán en la pira del odio religioso y étnico en el futuro.
Todo lo cual nos recuerda algo que muchos indios jamás olvidaron mientras su país se convertía en la “la oficina del mundo”: que el tránsito del atraso al desarrollo es sólo en parte económico. Exige también un profundo cambio en la noción de identidad de las personas. En el caso indio, ese cambio será doblemente oneroso, pues deberá tener lugar en un contexto de vecinos mucho menos democráticos y bajo la presión de sofisticados terroristas islámicos deseosos de exacerbar el odio entre grupos desde el exterior.
Pero otros países han logrado superar la política de las identidades colectivas, o van camino de hacerlo. India, que ya ha logrado muchas cosas extraordinarias, también puede lograrlo. Hasta que ello ocurra, la gloria de su apogeo moderno no estará completa.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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