Carisma. Una presencia imponente. Liderazgo.
Todos estos son todos los términos utilizados para describir a los mejores presidentes de los Estados Unidos, y ya están siendo empleados por algunos para describir el comportamiento tranquilo y seguro de Barack Obama.
¿Pero un gran presidente es aquel que inspira al país a moverse en cierta dirección, incluso si esa dirección es a fin de cuentas errónea–conduciéndonos quizás a una guerra innecesaria o creando nuevos programas gubernamentales que el país no puede solventar-o un presidente debería ser juzgado con estándares diferentes?
¿Quién es en verdad mejor: un presidente desabrido y poco interesante, como Calvin Coolidge, que calladamente hace lo correcto, o líderes audaces y seguros como Lyndon Johnson y Ronald Reagan, que llevan al país a la guerra, aumentan el tamaño y alcance del gobierno y expanden las facultades presidenciales más allá de lo que la Constitución pretendía?
Las clasificaciones presidenciales deberían estar basadas en lo que un presidente hace para promover la paz, la prosperidad y la libertad–las bases de nuestra democracia constitucional–no en el estilo o personalidad.
Denme al muchacho desabrido que siempre hace lo correcto en vez del muchacho encantador que promueve políticas que socavan la libertad personal o económica.
¿Actuó el presidente con moderación en los asuntos internacionales? ¿Le ofreció algo más que solo cháchara al Estado de Derecho? ¿Evidenció respeto por los límites al poder ejecutivo estipulados en la Constitución? ¿Hizo todo lo que estaba a su alcance para proteger la libertad económica y las libertades civiles? ¿Fue un buen administrador del dinero de los contribuyentes? Estas son las preguntas clave, no si fue popular o si dio discursos memorable o si era adepto al «multi-tasking”.
Un presidente no debería ser visto como un buen presidente, ni siquiera como un presidente exitoso, si implementa eficazmente políticas que dañan la economía, provoca conflictos evitables y mina nuestras libertades.
No puede culparse a los presidentes por lo que heredaron: décadas acumuladas de crecimiento del gobierno, regulaciones sofocantes, precedentes jurisprudenciales perjudiciales y malas leyes. Tales políticas no pueden ser modificadas de la noche a la mañana.
Los presidentes anodinos, opacos o tranquilos rara vez reciben altas calificaciones. Aquellos que son carismáticos, que pueden dar un buen discurso, que nos alimentan con anuncios memorables y que, en la era de la televisión 24/7 y You Tube, lucen bien en la pantalla chica usualmente son situados en las categorías más altas.
Considérese a Theodore Roosevelt, cuya descomunal personalidad y audacia ha generado una fascinación y admiración excesivas por él.
Roosevelt tenía un entusiasmo por la vida y al parecer una energía ilimitada. Pese a que provenía de una familia acaudalada, Roosevelt había sido un vaquero y prestado servicio en la Guerra Hispano-Estadounidense, convirtiéndose en un héroe de guerra. Los analistas todavía están fascinados por su imagen de “Rough Rider”. Sin embargo Roosevelt fue un presidente menos importante que William McKinley, de quien heredó el cargo tras el asesinato de McKinley.
En términos estrictamente políticos, yo colocaría a Coolidge, o el “Silencioso Cal” como se lo llegó a conocer, delante de Teddy Roosevelt, delante de su primo Franklin Delano Roosevelt, y delante de dos de los presidentes más populares de la era moderna: John F. Kennedy y Ronald Reagan.
Esto no implica sugerir que las personalidades presidenciales no deberían ser tenidas en cuenta por completo. Si el presidente utiliza sus facultades persuasivas para promover las políticas correctas es un plus. Sin embargo, más allá de esto, la personalidad en verdad no debería importar.
Incluso los grandes presidentes que han servido durante épocas sin incidentes, parecen desafortunadamente perderse en la multitud. Coolidge tuvo la mala suerte de carecer de carisma, generalmente evitaba el activismo gubernamental y sirvió durante una época de paz. Hoy día, no es más que ignorado por los historiadores. Pero lo coloco entre los mejores presidentes.
Aunque la mayoría de los estadounidenses parecen actualmente querer ver una continua acción por parte de la Casa Blanca, los mejores presidentes son a menudo aquellos que encaran la tarea con cautela, permitiéndoles a los ciudadanos estadounidenses prosperar económica, política y socialmente con la mínima interferencia del gobierno.
La presidencia estadounidense es un puesto único. Aquellos que ocupan el cargo deberían ser juzgados no solamente por sus antecedentes económicos de corto plazo, sino en base a si promovieron la paz, adhirieron al Estado de Derecho y protegieron los derechos individuales y las libertades civiles.
Barack Obama parece tener las cualidades correctas. Pero, ¿hará lo correcto?
Traducido por Gabriel Gasave
Las políticas son más importantes que el carisma
Carisma. Una presencia imponente. Liderazgo.
Todos estos son todos los términos utilizados para describir a los mejores presidentes de los Estados Unidos, y ya están siendo empleados por algunos para describir el comportamiento tranquilo y seguro de Barack Obama.
¿Pero un gran presidente es aquel que inspira al país a moverse en cierta dirección, incluso si esa dirección es a fin de cuentas errónea–conduciéndonos quizás a una guerra innecesaria o creando nuevos programas gubernamentales que el país no puede solventar-o un presidente debería ser juzgado con estándares diferentes?
¿Quién es en verdad mejor: un presidente desabrido y poco interesante, como Calvin Coolidge, que calladamente hace lo correcto, o líderes audaces y seguros como Lyndon Johnson y Ronald Reagan, que llevan al país a la guerra, aumentan el tamaño y alcance del gobierno y expanden las facultades presidenciales más allá de lo que la Constitución pretendía?
Las clasificaciones presidenciales deberían estar basadas en lo que un presidente hace para promover la paz, la prosperidad y la libertad–las bases de nuestra democracia constitucional–no en el estilo o personalidad.
Denme al muchacho desabrido que siempre hace lo correcto en vez del muchacho encantador que promueve políticas que socavan la libertad personal o económica.
¿Actuó el presidente con moderación en los asuntos internacionales? ¿Le ofreció algo más que solo cháchara al Estado de Derecho? ¿Evidenció respeto por los límites al poder ejecutivo estipulados en la Constitución? ¿Hizo todo lo que estaba a su alcance para proteger la libertad económica y las libertades civiles? ¿Fue un buen administrador del dinero de los contribuyentes? Estas son las preguntas clave, no si fue popular o si dio discursos memorable o si era adepto al «multi-tasking”.
Un presidente no debería ser visto como un buen presidente, ni siquiera como un presidente exitoso, si implementa eficazmente políticas que dañan la economía, provoca conflictos evitables y mina nuestras libertades.
No puede culparse a los presidentes por lo que heredaron: décadas acumuladas de crecimiento del gobierno, regulaciones sofocantes, precedentes jurisprudenciales perjudiciales y malas leyes. Tales políticas no pueden ser modificadas de la noche a la mañana.
Los presidentes anodinos, opacos o tranquilos rara vez reciben altas calificaciones. Aquellos que son carismáticos, que pueden dar un buen discurso, que nos alimentan con anuncios memorables y que, en la era de la televisión 24/7 y You Tube, lucen bien en la pantalla chica usualmente son situados en las categorías más altas.
Considérese a Theodore Roosevelt, cuya descomunal personalidad y audacia ha generado una fascinación y admiración excesivas por él.
Roosevelt tenía un entusiasmo por la vida y al parecer una energía ilimitada. Pese a que provenía de una familia acaudalada, Roosevelt había sido un vaquero y prestado servicio en la Guerra Hispano-Estadounidense, convirtiéndose en un héroe de guerra. Los analistas todavía están fascinados por su imagen de “Rough Rider”. Sin embargo Roosevelt fue un presidente menos importante que William McKinley, de quien heredó el cargo tras el asesinato de McKinley.
En términos estrictamente políticos, yo colocaría a Coolidge, o el “Silencioso Cal” como se lo llegó a conocer, delante de Teddy Roosevelt, delante de su primo Franklin Delano Roosevelt, y delante de dos de los presidentes más populares de la era moderna: John F. Kennedy y Ronald Reagan.
Esto no implica sugerir que las personalidades presidenciales no deberían ser tenidas en cuenta por completo. Si el presidente utiliza sus facultades persuasivas para promover las políticas correctas es un plus. Sin embargo, más allá de esto, la personalidad en verdad no debería importar.
Incluso los grandes presidentes que han servido durante épocas sin incidentes, parecen desafortunadamente perderse en la multitud. Coolidge tuvo la mala suerte de carecer de carisma, generalmente evitaba el activismo gubernamental y sirvió durante una época de paz. Hoy día, no es más que ignorado por los historiadores. Pero lo coloco entre los mejores presidentes.
Aunque la mayoría de los estadounidenses parecen actualmente querer ver una continua acción por parte de la Casa Blanca, los mejores presidentes son a menudo aquellos que encaran la tarea con cautela, permitiéndoles a los ciudadanos estadounidenses prosperar económica, política y socialmente con la mínima interferencia del gobierno.
La presidencia estadounidense es un puesto único. Aquellos que ocupan el cargo deberían ser juzgados no solamente por sus antecedentes económicos de corto plazo, sino en base a si promovieron la paz, adhirieron al Estado de Derecho y protegieron los derechos individuales y las libertades civiles.
Barack Obama parece tener las cualidades correctas. Pero, ¿hará lo correcto?
Traducido por Gabriel Gasave
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