Washington, DC—Robert Mugabe, el tirano de Zimbabue, culpa al colonialismo occidental (¿a quién, si no?) de la epidemia de cólera que ha matado a 1.100 personas e infectado a unas veinte mil, y de la hambruna que amenaza a otros cinco millones. Pero el único responsable de ambas cosas es él mismo, y ello debería avergonzar a los catorce gobiernos que conforman la Comunidad para el Desarrollo del Sur de África y que, liderados por Sudáfrica, llevan años apuntalando al gobernante más malévolo del mundo.
Zimbabue fue alguna vez una de las economías más promisorias de Africa. Si bien Mugabe evitó meter las manos en ella demasiado durante la primera parte de sus 28 años de gobierno, en la última década la destruyó de manera sistemática mediante la corrupción, los asaltos a la propiedad privada y una demencial emisión de dinero. La inflación, según el economista zimbabuense John Robertson, alcanza una cifra tan elevada —un ocho seguido de dieciocho ceros— que resulta inconcebible. Los servicios públicos, incluida el agua y los sistemas sanitarios que Mugabe arrebató de los concejos municipales controlados por el opositor Movimiento Para el Cambio Democrático, han colapsado. La epidemia de cólera es el resultado directo de ese descenso al averno económico.
También la inminente hambruna es hija del delirio de Mugabe. Se remonta a la nueva reforma agraria iniciada en 2000, cuando bajo el pretexto de deshacer la herencia colonial el gobierno aterrorizó a los propietarios de granjas de raza blanca enviando a la Asociación de Veteranos de Guerra, una supuesta agrupación de zimbabuenses que había luchado por la liberación del país, a apoderarse de la tierra por la fuerza. Aún cuando Mugabe perdió el referendo constitucional que lo habría facultado para confiscar las granjas, más de cien mil kilómetros cuadrados de tierras fueron arrebatadas a sus dueños en cuestión de semanas. Como había ocurrido con la reforma algo más civilizada de los años 80, la mayor parte de las propiedades terminaron en manos de amigotes del gobierno y de pequeños campesinos incapaces de organizar economías de escala en los lotes que les fueron distribuidos por razones políticas. La consecuencia fue la ruina de la producción agrícola en lo que alguna vez se llamó la “panera” de Africa austral.
Este ejercicio de autoflagelación económica ha tenido lugar bajo una tiranía que ha asesinado a miles de ciudadanos. Incluso después del acuerdo para compartir el poder suscrito por Mugabe en septiembre, tras su derrota en la primera ronda de los comicios presidenciales y la subsiguiente violencia dirigida por el gobierno, gente cercana al líder de la oposición Morgan Tsvangirai ha sido secuestrada o asesinada.
Con la excepción de Botsuana, Tanzania y Zambia, los miembros de la Comunidad para el Desarrollo del Sur de África, en particular Sudáfrica, proporcionaron al régimen de Harare cobertura política en los momentos decisivos. Convalidaron el fraude electoral de 2002, exigieron a Tsvangirai que reconociera la legitimidad de la dictadura de Mugabe, culparon a la oposición de gran parte de la violencia y no protestaron cuando Mugabe se negó a publicar los resultados de la primera vuelta de los comicios presidenciales de este año.
Por varias razones, Thabo Mbeki fue un lamentable Presidente de Sudáfrica hasta su expulsión legal del poder hace unos meses, incluida su aseveración de que el virus de inmunodeficiencia humana (HIV), que según Naciones Unidas afecta a una de cada cinco personas en su país, no es la causa del SIDA. Parte de su herencia, en política exterior, es la protección que dio a Mugabe en todos estos años. En una reciente conversación, el ex líder de la oposición sudafricana Tony Leon me dijo que “la mentalidad de Mbeki, que no piensa como estadista sino como cuadro de un movimiento de liberación, lo llevó a ver a Mugabe como un camarada de armas y a exculparlo de todos los males de su gobierno”.
La cruel ironía es que Sudáfrica es ahora, ella misma, víctima del gobierno de Mugabe. La epidemia de cólera y la hambruna creciente están llevando a muchos zimbabuenses a cruzar el río Limpopo para escapar a Sudáfrica, provocando que muchos sudafricanos cuestionen la protección otorgada al régimen de Zimbabue. El hecho de que Sudáfrica esté al mando de un Presidente más bien provisional hasta los comicios de abril próximo significa que el status quo probablemente continuará. No obstante encontrarse fuera del poder, Mbeki sigue siendo el “mediador” al otro lado de la frontera.
A diferencia del ex presidente estadounidense Jimmy Carter, el ex Secretario General de la ONU Kofi Annan y la activista Graca Machel (esposa de Nelson Mandela), a quienes recientemente se les comunicó que no eran bienvenidos, Mbeki no tiene problema alguno para entrar y salir de Zimbabue.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
Mugabe: cólera y hambruna
Washington, DC—Robert Mugabe, el tirano de Zimbabue, culpa al colonialismo occidental (¿a quién, si no?) de la epidemia de cólera que ha matado a 1.100 personas e infectado a unas veinte mil, y de la hambruna que amenaza a otros cinco millones. Pero el único responsable de ambas cosas es él mismo, y ello debería avergonzar a los catorce gobiernos que conforman la Comunidad para el Desarrollo del Sur de África y que, liderados por Sudáfrica, llevan años apuntalando al gobernante más malévolo del mundo.
Zimbabue fue alguna vez una de las economías más promisorias de Africa. Si bien Mugabe evitó meter las manos en ella demasiado durante la primera parte de sus 28 años de gobierno, en la última década la destruyó de manera sistemática mediante la corrupción, los asaltos a la propiedad privada y una demencial emisión de dinero. La inflación, según el economista zimbabuense John Robertson, alcanza una cifra tan elevada —un ocho seguido de dieciocho ceros— que resulta inconcebible. Los servicios públicos, incluida el agua y los sistemas sanitarios que Mugabe arrebató de los concejos municipales controlados por el opositor Movimiento Para el Cambio Democrático, han colapsado. La epidemia de cólera es el resultado directo de ese descenso al averno económico.
También la inminente hambruna es hija del delirio de Mugabe. Se remonta a la nueva reforma agraria iniciada en 2000, cuando bajo el pretexto de deshacer la herencia colonial el gobierno aterrorizó a los propietarios de granjas de raza blanca enviando a la Asociación de Veteranos de Guerra, una supuesta agrupación de zimbabuenses que había luchado por la liberación del país, a apoderarse de la tierra por la fuerza. Aún cuando Mugabe perdió el referendo constitucional que lo habría facultado para confiscar las granjas, más de cien mil kilómetros cuadrados de tierras fueron arrebatadas a sus dueños en cuestión de semanas. Como había ocurrido con la reforma algo más civilizada de los años 80, la mayor parte de las propiedades terminaron en manos de amigotes del gobierno y de pequeños campesinos incapaces de organizar economías de escala en los lotes que les fueron distribuidos por razones políticas. La consecuencia fue la ruina de la producción agrícola en lo que alguna vez se llamó la “panera” de Africa austral.
Este ejercicio de autoflagelación económica ha tenido lugar bajo una tiranía que ha asesinado a miles de ciudadanos. Incluso después del acuerdo para compartir el poder suscrito por Mugabe en septiembre, tras su derrota en la primera ronda de los comicios presidenciales y la subsiguiente violencia dirigida por el gobierno, gente cercana al líder de la oposición Morgan Tsvangirai ha sido secuestrada o asesinada.
Con la excepción de Botsuana, Tanzania y Zambia, los miembros de la Comunidad para el Desarrollo del Sur de África, en particular Sudáfrica, proporcionaron al régimen de Harare cobertura política en los momentos decisivos. Convalidaron el fraude electoral de 2002, exigieron a Tsvangirai que reconociera la legitimidad de la dictadura de Mugabe, culparon a la oposición de gran parte de la violencia y no protestaron cuando Mugabe se negó a publicar los resultados de la primera vuelta de los comicios presidenciales de este año.
Por varias razones, Thabo Mbeki fue un lamentable Presidente de Sudáfrica hasta su expulsión legal del poder hace unos meses, incluida su aseveración de que el virus de inmunodeficiencia humana (HIV), que según Naciones Unidas afecta a una de cada cinco personas en su país, no es la causa del SIDA. Parte de su herencia, en política exterior, es la protección que dio a Mugabe en todos estos años. En una reciente conversación, el ex líder de la oposición sudafricana Tony Leon me dijo que “la mentalidad de Mbeki, que no piensa como estadista sino como cuadro de un movimiento de liberación, lo llevó a ver a Mugabe como un camarada de armas y a exculparlo de todos los males de su gobierno”.
La cruel ironía es que Sudáfrica es ahora, ella misma, víctima del gobierno de Mugabe. La epidemia de cólera y la hambruna creciente están llevando a muchos zimbabuenses a cruzar el río Limpopo para escapar a Sudáfrica, provocando que muchos sudafricanos cuestionen la protección otorgada al régimen de Zimbabue. El hecho de que Sudáfrica esté al mando de un Presidente más bien provisional hasta los comicios de abril próximo significa que el status quo probablemente continuará. No obstante encontrarse fuera del poder, Mbeki sigue siendo el “mediador” al otro lado de la frontera.
A diferencia del ex presidente estadounidense Jimmy Carter, el ex Secretario General de la ONU Kofi Annan y la activista Graca Machel (esposa de Nelson Mandela), a quienes recientemente se les comunicó que no eran bienvenidos, Mbeki no tiene problema alguno para entrar y salir de Zimbabue.
(c) 2008, The Washington Post Writers Group
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