Washington, DC—Mientras veía a Barack Obama prestar juramento, pensé que la grandeza de las instituciones de este país radica en su flexibilidad para absorber los cambios revolucionarios sin necesidad de destruir lo viejo y construir lo nuevo desde cero.
Ahí estabamos, sentados a pocos metros del primer Presidente negro de un país que esclavizó a millones de negros, y Obama asumía el mando en nombre de los mismos valores y el mismo documento fundacional con los algunos de sus predecesores juraron sus propios cargos cuando los negros no eran iguales ante la ley.
Ahora, situado ante la mayor crisis económica en varias generaciones, Obama tendrá que escoger entre su formación intelectual, que apunta al Estado intervencionista, y su temperamento, que tiende a la mesura.
Existe un desafío de corto y otro de largo plazo. El primero es la recesión; el segundo, los compromisos asumidos por el Estado a lo largo el tiempo, que no podrán cumplirse y minarán la capacidad de los estadounidenses de seguir siendo prósperos.
La respuesta al primer problema, que ya está en marcha, es extremadamente riesgosa. Sólo en los últimos tres meses, la oferta de dinero ha aumentado a un ritmo anual del 40 por ciento si no contamos las cuentas de ahorro (y 17 por ciento si las contamos). Es la mitad del ritmo registrado entre 2001 y 2005, el periodo de dinero fácil que está en el origen de la actual catástrofe financiera.
Ya que la Gran Depresión de la década de los años 30 es el precedente más citado en estos días, debemos recordar que la causa original del Crack de 1929 fue el aumento de 61,8 por ciento en la oferta de dinero ocurrido entre 1921 y 1929.
El problema de largo plazo que Obama hereda es el costo operativo neto del gobierno. En el último año fiscal, el costo operativo neto, considerado una manera más exacta de medir el déficit presupuestario, fue un trillón de dólares (trillón en el sentido anglosajón). Imaginen cómo lucirán esas cifras a fines de este año fiscal si añadimos el inminente paquete de estímulo económico, que rondará el trillón de dólares.
La deuda del Estado es ya de 10 trillones de dólares (siete Brasiles), de los cuales un poco menos de la mitad tiene que ver con las pensiones estatales (Seguro Social) y el seguro de salud que otorga el Estado a la gente mayor (Medicare). En 2008, el costo del Medicare ya era superior al dinero generado por el impuesto que lo financia; en 2017, al final de lo que sería el segundo gobierno de Obama, el Seguro Social estará en la misma situación. Según el Informe Financiero del Gobierno de los EE.UU., que se lee como una novela de Stephen King, dentro de una década y media la deuda será, como porcentaje del tamaño de la economía, más abultada que en el peor momento de la historia de este país.
El temperamento sabio de Obama enfrenta este desafío por parte de su formación intervencionista: cómo resistir la presión para seguir arrojándole dinero a la crisis y cómo revertir la perversa tendencia de estos compromisos sociales que están convirtiendo al Estado en un peso muerto sobre las espaldas de los norteamericanos.
Obama cuenta con dos cercanos colaboradores que pueden ayudar a que su temperamento prevalezca sobre su formación: Paul Volcker, cuya política monetaria cicatera como jefe de la Reserva Federal en los años 70 facilitó la prosperidad de los años de Reagan, y Christina Romer, cuyo trabajo “What ends recessions?” afirmaba en 1994 que el gasto fiscal no fue la causa de la recuperación después de las ocho recesiones sucedidas entre la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de los años 90.
El temperamento de Obama debería, en el forcejeo con su formación intelectual, recostarse en los demócratas y republicanos que, en el siglo 19, resistieron las presiones para expandir la oferta de dinero e incrementar el tamaño del Estado en épocas de recesión, permitiendo con ello periodos de prosperidad. Como lo demuestra Ivan Eland en su libro “Recarving Rushmore”, ese fue el caso de Martin Van Buren en el Pánico de 1837, Ulysses Grant en el Pánico de 1873, Rutherford Hayes en la década siguiente y Grover Cleveland en el Pánico of 1893.
La formación intelectual del nuevo Presidente querrá seguir el ejemplo el ejemplo de F.D. Roosevelt. Pero su temperamento debería recordarle a su formación que el New Deal, una orgía de gasto público, postergó la solución. Según los economistas Harold L. Cole y Lee E. Ohanian, en 1939 el desempleo seguía siendo muy elevado y la producción real se encontraba un 25 por ciento por debajo de la tendencia. La inversión de largo plazo no repuntó hasta 1941. Una década entera se había echado a perder.
Si el temperamento de Obama prevalece sobre su formación, será uno de los grandes líderes de este país. Si no, su memorable trayectoria habrá significado poco más que un símbolo estremecedor.
Alvaro Vargas Llosa es Académico Senior del Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y editor de «Lessons from the Poor».
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
20 de enero, 2008
Washington, DC—Mientras veía a Barack Obama prestar juramento, pensé que la grandeza de las instituciones de este país radica en su flexibilidad para absorber los cambios revolucionarios sin necesidad de destruir lo viejo y construir lo nuevo desde cero.
Ahí estabamos, sentados a pocos metros del primer Presidente negro de un país que esclavizó a millones de negros, y Obama asumía el mando en nombre de los mismos valores y el mismo documento fundacional con los algunos de sus predecesores juraron sus propios cargos cuando los negros no eran iguales ante la ley.
Ahora, situado ante la mayor crisis económica en varias generaciones, Obama tendrá que escoger entre su formación intelectual, que apunta al Estado intervencionista, y su temperamento, que tiende a la mesura.
Existe un desafío de corto y otro de largo plazo. El primero es la recesión; el segundo, los compromisos asumidos por el Estado a lo largo el tiempo, que no podrán cumplirse y minarán la capacidad de los estadounidenses de seguir siendo prósperos.
La respuesta al primer problema, que ya está en marcha, es extremadamente riesgosa. Sólo en los últimos tres meses, la oferta de dinero ha aumentado a un ritmo anual del 40 por ciento si no contamos las cuentas de ahorro (y 17 por ciento si las contamos). Es la mitad del ritmo registrado entre 2001 y 2005, el periodo de dinero fácil que está en el origen de la actual catástrofe financiera.
Ya que la Gran Depresión de la década de los años 30 es el precedente más citado en estos días, debemos recordar que la causa original del Crack de 1929 fue el aumento de 61,8 por ciento en la oferta de dinero ocurrido entre 1921 y 1929.
El problema de largo plazo que Obama hereda es el costo operativo neto del gobierno. En el último año fiscal, el costo operativo neto, considerado una manera más exacta de medir el déficit presupuestario, fue un trillón de dólares (trillón en el sentido anglosajón). Imaginen cómo lucirán esas cifras a fines de este año fiscal si añadimos el inminente paquete de estímulo económico, que rondará el trillón de dólares.
La deuda del Estado es ya de 10 trillones de dólares (siete Brasiles), de los cuales un poco menos de la mitad tiene que ver con las pensiones estatales (Seguro Social) y el seguro de salud que otorga el Estado a la gente mayor (Medicare). En 2008, el costo del Medicare ya era superior al dinero generado por el impuesto que lo financia; en 2017, al final de lo que sería el segundo gobierno de Obama, el Seguro Social estará en la misma situación. Según el Informe Financiero del Gobierno de los EE.UU., que se lee como una novela de Stephen King, dentro de una década y media la deuda será, como porcentaje del tamaño de la economía, más abultada que en el peor momento de la historia de este país.
El temperamento sabio de Obama enfrenta este desafío por parte de su formación intervencionista: cómo resistir la presión para seguir arrojándole dinero a la crisis y cómo revertir la perversa tendencia de estos compromisos sociales que están convirtiendo al Estado en un peso muerto sobre las espaldas de los norteamericanos.
Obama cuenta con dos cercanos colaboradores que pueden ayudar a que su temperamento prevalezca sobre su formación: Paul Volcker, cuya política monetaria cicatera como jefe de la Reserva Federal en los años 70 facilitó la prosperidad de los años de Reagan, y Christina Romer, cuyo trabajo “What ends recessions?” afirmaba en 1994 que el gasto fiscal no fue la causa de la recuperación después de las ocho recesiones sucedidas entre la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de los años 90.
El temperamento de Obama debería, en el forcejeo con su formación intelectual, recostarse en los demócratas y republicanos que, en el siglo 19, resistieron las presiones para expandir la oferta de dinero e incrementar el tamaño del Estado en épocas de recesión, permitiendo con ello periodos de prosperidad. Como lo demuestra Ivan Eland en su libro “Recarving Rushmore”, ese fue el caso de Martin Van Buren en el Pánico de 1837, Ulysses Grant en el Pánico de 1873, Rutherford Hayes en la década siguiente y Grover Cleveland en el Pánico of 1893.
La formación intelectual del nuevo Presidente querrá seguir el ejemplo el ejemplo de F.D. Roosevelt. Pero su temperamento debería recordarle a su formación que el New Deal, una orgía de gasto público, postergó la solución. Según los economistas Harold L. Cole y Lee E. Ohanian, en 1939 el desempleo seguía siendo muy elevado y la producción real se encontraba un 25 por ciento por debajo de la tendencia. La inversión de largo plazo no repuntó hasta 1941. Una década entera se había echado a perder.
Si el temperamento de Obama prevalece sobre su formación, será uno de los grandes líderes de este país. Si no, su memorable trayectoria habrá significado poco más que un símbolo estremecedor.
Alvaro Vargas Llosa es Académico Senior del Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y editor de «Lessons from the Poor».
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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