Washington, DC—Cuando un grupo de soldados irrumpen en una casa presidencial, se llevan al Presidente y lo ponen en un vuelo hacia el exilio, como sucedió en Honduras el domingo pasado, está claro que se ha dado un “golpe”. Pero, a diferencia de la mayoría de los golpes en la tortuosa historia republicana de América Latina, el depuesto presidente de Honduras, Manuel Zelaya, carga con la mayor responsabilidad por su derrocamiento.
Miembro de la rancia oligarquía a la que ahora condena, Zelaya llegó al cargo en 2006 como líder de uno de los dos partidos de centroderecha que han dominado la política hondureña durante décadas. Sus propuestas electorales, su apoyo al Tratado de libre Comercio entre Centroamérica y los Estados Unidos, y sus alianzas empresariales no hacían sospechar que a mitad de su mandato se convertiría en un travesti político. De pronto, en 2007 se declaró socialista y comenzó a entablar lazos cercanos con Venezuela. En diciembre de ese año, incorporó a Honduras a Petrocaribe, un mecanismo pergeñado por Hugo Chávez para derrochar subsidios petroleros sobre los países latinoamericanos y caribeños a cambio de su servilismo político. Luego su gobierno se unió al ALBA, la respuesta de Venezuela a la (inexistente) Área de Libre Comercio de las Américas, en teoría una alianza comercial pero en la práctica una conspiración política que procura expandir la dictadura populista al resto de América Latina.
El año pasado, siguiendo el guión originalmente escrito por Chávez en Venezuela y adoptado por Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, Zelaya anunció que celebraría un referendo para convocar a una asamblea constituyente a fin de modificar la Constitución que prohíbe su reelección. En los meses siguientes, todos los organismos jurisdiccionales del país —el Tribunal Supremo Electoral, la Corte Suprema, la Fiscalía, el ombudsman de los derechos humanos— declararon que el referendo era inconstitucional. Según los artículos 5, 373 y 374 de la Constitución, los límites al mandato presidencial no pueden ser modificados bajo ninguna circunstancia, solamente el Congreso puede hacer enmiendas a la Constitución y las instituciones políticas no están sujetas a consulta popular. El Congreso, el Partido Liberal de Zelaya y una mayoría de hondureños (en sucesivas encuestas y a veces en las calles) expresaron su horror ante la posibilidad de que el Presidente se perpetuase en el poder y pusiese a Honduras en manos de Chávez. Desafiando las disposiciones judiciales, Zelaya persistió. Rodeado de una turba, irrumpió en las instalaciones militares donde se conservaban las boletas electorales y ordenó su distribución. Los tribunales declararon que Zelaya se había puesto al margen de la ley y el Congreso inició un juicio político para destituirlo.
Este es el contexto en el que las Fuerzas Armadas, en una movida poco atinada que convirtió en golpe de Estado un mecanismo perfectamente legal para frenar a Zelaya, expulsaron al Presidente. El hecho de que el procedimiento constitucional fuera luego cumplido al designar el Congreso al jefe del Poder Legislativo, Roberto Micheletti, como Presidente interino, y que se confirmaran los comicios fijados para noviembre, no quita la mancha de ilegitimidad que afecta al nuevo gobierno. Este factor ha desarmado a los críticos de Zelaya en la comunidad internacional frente a la bien coordinada campaña de Chávez para reinstaurarlo en el cargo y denunciar el golpe como un ataque oligárquico contra la democracia.
Dicho esto, la respuesta internacional, que intenta reponer a Zelaya sin mencionar en absoluto sus actos ilegales ni ponerle la condición de respetar la Constitución, ha sido sumamente inadecuada. La Organización de Estados Americanos, conducida por su Secretario General, José Miguel Insulza, de quien me precio de ser amigo, ha actuado como un verdadero perro faldero de Venezuela. A pedido de Chávez, Insulza viajó a Nicaragua, donde una cumbre del antidemocrático grupo del ALBA se convirtió en el “centro de gravedad” político del hemisferio después del golpe. Insulza y los esperpénticos Presidentes populistas no dijeron nada acerca de la conducta dictatorial de Zelaya que provocó los sucesos del domingo pasado, limitándose a hacerse eco de la posición interesada de Venezuela. Los esfuerzos de otros países, incluidos los Estados Unidos y varios gobiernos sudamericanos, para matizar las declaraciones públicas y buscar una solución justa a la crisis hondureña fueron neutralizados por el espectáculo que se desarrollaba en Nicaragua, del que se informó ad náuseam en el mundo de habla hispana. Fue penoso ver a Insulza acordarse de pronto de la Carta Democrática Interamericana de su organización en relación a Honduras: el conjunto de exigencias democráticas que Chávez, Morales, Correa y Daniel Ortega en Nicaragua han violado en numerosas ocasiones mientras la OEA hacia la vista gorda.
La crisis de Honduras debería atraer la atención del mundo hacia esta verdad respecto de la América Latina actual: que la amenaza más grave a la libertad proviene de populistas electos que procuran destruir las instituciones del Estado de Derecho a partir de sus caprichos megalómanos. Dado ese escenario, la respuesta del hemisferio a la crisis de Honduras ha minado la posición de quienes están tratando de impedir que el populismo retrotraiga a la región a épocas infaustas en las que estaba obligado a escoger entre las revoluciones izquierdistas y las dictaduras militares.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Honduras: El golpe de Zelaya
Washington, DC—Cuando un grupo de soldados irrumpen en una casa presidencial, se llevan al Presidente y lo ponen en un vuelo hacia el exilio, como sucedió en Honduras el domingo pasado, está claro que se ha dado un “golpe”. Pero, a diferencia de la mayoría de los golpes en la tortuosa historia republicana de América Latina, el depuesto presidente de Honduras, Manuel Zelaya, carga con la mayor responsabilidad por su derrocamiento.
Miembro de la rancia oligarquía a la que ahora condena, Zelaya llegó al cargo en 2006 como líder de uno de los dos partidos de centroderecha que han dominado la política hondureña durante décadas. Sus propuestas electorales, su apoyo al Tratado de libre Comercio entre Centroamérica y los Estados Unidos, y sus alianzas empresariales no hacían sospechar que a mitad de su mandato se convertiría en un travesti político. De pronto, en 2007 se declaró socialista y comenzó a entablar lazos cercanos con Venezuela. En diciembre de ese año, incorporó a Honduras a Petrocaribe, un mecanismo pergeñado por Hugo Chávez para derrochar subsidios petroleros sobre los países latinoamericanos y caribeños a cambio de su servilismo político. Luego su gobierno se unió al ALBA, la respuesta de Venezuela a la (inexistente) Área de Libre Comercio de las Américas, en teoría una alianza comercial pero en la práctica una conspiración política que procura expandir la dictadura populista al resto de América Latina.
El año pasado, siguiendo el guión originalmente escrito por Chávez en Venezuela y adoptado por Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, Zelaya anunció que celebraría un referendo para convocar a una asamblea constituyente a fin de modificar la Constitución que prohíbe su reelección. En los meses siguientes, todos los organismos jurisdiccionales del país —el Tribunal Supremo Electoral, la Corte Suprema, la Fiscalía, el ombudsman de los derechos humanos— declararon que el referendo era inconstitucional. Según los artículos 5, 373 y 374 de la Constitución, los límites al mandato presidencial no pueden ser modificados bajo ninguna circunstancia, solamente el Congreso puede hacer enmiendas a la Constitución y las instituciones políticas no están sujetas a consulta popular. El Congreso, el Partido Liberal de Zelaya y una mayoría de hondureños (en sucesivas encuestas y a veces en las calles) expresaron su horror ante la posibilidad de que el Presidente se perpetuase en el poder y pusiese a Honduras en manos de Chávez. Desafiando las disposiciones judiciales, Zelaya persistió. Rodeado de una turba, irrumpió en las instalaciones militares donde se conservaban las boletas electorales y ordenó su distribución. Los tribunales declararon que Zelaya se había puesto al margen de la ley y el Congreso inició un juicio político para destituirlo.
Este es el contexto en el que las Fuerzas Armadas, en una movida poco atinada que convirtió en golpe de Estado un mecanismo perfectamente legal para frenar a Zelaya, expulsaron al Presidente. El hecho de que el procedimiento constitucional fuera luego cumplido al designar el Congreso al jefe del Poder Legislativo, Roberto Micheletti, como Presidente interino, y que se confirmaran los comicios fijados para noviembre, no quita la mancha de ilegitimidad que afecta al nuevo gobierno. Este factor ha desarmado a los críticos de Zelaya en la comunidad internacional frente a la bien coordinada campaña de Chávez para reinstaurarlo en el cargo y denunciar el golpe como un ataque oligárquico contra la democracia.
Dicho esto, la respuesta internacional, que intenta reponer a Zelaya sin mencionar en absoluto sus actos ilegales ni ponerle la condición de respetar la Constitución, ha sido sumamente inadecuada. La Organización de Estados Americanos, conducida por su Secretario General, José Miguel Insulza, de quien me precio de ser amigo, ha actuado como un verdadero perro faldero de Venezuela. A pedido de Chávez, Insulza viajó a Nicaragua, donde una cumbre del antidemocrático grupo del ALBA se convirtió en el “centro de gravedad” político del hemisferio después del golpe. Insulza y los esperpénticos Presidentes populistas no dijeron nada acerca de la conducta dictatorial de Zelaya que provocó los sucesos del domingo pasado, limitándose a hacerse eco de la posición interesada de Venezuela. Los esfuerzos de otros países, incluidos los Estados Unidos y varios gobiernos sudamericanos, para matizar las declaraciones públicas y buscar una solución justa a la crisis hondureña fueron neutralizados por el espectáculo que se desarrollaba en Nicaragua, del que se informó ad náuseam en el mundo de habla hispana. Fue penoso ver a Insulza acordarse de pronto de la Carta Democrática Interamericana de su organización en relación a Honduras: el conjunto de exigencias democráticas que Chávez, Morales, Correa y Daniel Ortega en Nicaragua han violado en numerosas ocasiones mientras la OEA hacia la vista gorda.
La crisis de Honduras debería atraer la atención del mundo hacia esta verdad respecto de la América Latina actual: que la amenaza más grave a la libertad proviene de populistas electos que procuran destruir las instituciones del Estado de Derecho a partir de sus caprichos megalómanos. Dado ese escenario, la respuesta del hemisferio a la crisis de Honduras ha minado la posición de quienes están tratando de impedir que el populismo retrotraiga a la región a épocas infaustas en las que estaba obligado a escoger entre las revoluciones izquierdistas y las dictaduras militares.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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