Washington, DC—El caso de Honduras, donde un aliado de Hugo Chávez provocó una respuesta militar al violar la ley en su intento por permanecer en el poder, nos recuerda que la amenaza a la democracia liberal en América Latina proviene hoy de populistas autoritarios que abusan de la legitimidad de las urnas. Sugiere también que la Organización de Estados Americanos (OEA), organismo hemisférico que debería velar sin descanso por el Estado de Derecho, es parte del problema.
Durante años, la OEA ha venido ignorando el drama de los venezolanos, bolivianos, ecuatorianos y nicaragüenses, para mencionar cuatro países donde el llamado “Socialismo del Siglo 21” está aboliendo el sistema de pesos y contrapesos republicanos, y saqueando propiedad privada. En parte porque los culpables son miembros del organismo hemisférico y por el temor de otros gobiernos a las consecuencias internas que pueden derivarse de enfrentarse a este peligro, la OEA ha hecho la vista gorda. El golpe ilegal en Honduras fue consecuencia de la falta de respuesta hemisférica a la propagación del populismo autocrático en la región.
Pienso intensamente en el difunto presidente venezolano Rómulo Betancourt, que durante su segundo gobierno (1959-1963) lideró un movimiento continental contra las dictaduras de izquierda y derecha, obligó a la OEA a entrar en acción y trabajó para disuadir a Washington de que se aliara con autócratas: en dos palabras, la “Doctrina Betancourt”.
Aunque influido por el nacionalismo económico entonces en boga, su conducta política fue poco común. Rompió lazos con todos los gobiernos dictatoriales de América Latina, advirtió a J.F. Kennedy de que si los apoyaba el comunismo se prestigiaría y, con ayuda de Costa Rica y Honduras, presionó a la OEA para que adoptase sanciones diplomáticas y políticas contra el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo y el cubano Fidel Castro. Creía en la interrupción de la asistencia, pero no en cortar las relaciones comerciales ni los viajes. Atosigó a sus colegas electos tratando de convencerlos de que adoptasen lo que denominaba un “cordón profiláctico” contra las tiranías, liderando así una respuesta ideológica a los dictadores de derechas disfrazados de paladines de la civilización cristiana y los caudillos de izquierdas que ocultaban su sanguinaria megalomanía bajo el manto de la justicia social.
En su libro “América Latina: Democracia e Integración”, defendió la creencia de que la política exterior debía regirse por “una cierta ética”. A quienes lo consideraban ingenuo por sostener que la dictadura era un factor crucial del subdesarrollo, respondió que la solidaridad se debe a la gente, no a las autoridades, de las naciones oprimidas y que las condiciones democráticas establecidas en el artículo 5 de la Carta fundacional de la OEA debían significar algo. Denunció la actitud de “Poncio Pilates” que habían tomado los gobiernos electos frente a sus vecinos dictatoriales. En palabras que resultan turbadoramente pertinentes a la América Latina actual, reprendió también a los presidentes “demagogos, corruptos e irresponsables” cuyas acciones amenazan la democracia desde el propio poder.
Betancourt regañó a Europa por “minimizar” la amenaza de la revolución comunista en América Latina, financiada y apoyada por Fidel Castro. En julio de 1963, explicó en una emotiva carta personal a Kennedy por qué Estados Unidos debía cesar su respaldo a los autócratas, que en caso de continuar tendría como consecuencia el avance de la revolución.
En respuesta a una declaración de la OEA de 1960 que condenaba a su régimen, Trujillo organizó un atentado contra la vida de Betancourt en Caracas. El presidente venezolano sobrevivió y logró la expulsión de República Dominicana de la OEA. Estas acciones ayudaron a debilitar al tirano dominicano, cuyo régimen colapsó un año después. En 1962, Betancourt también fue determinante para que Cuba fuese expulsada del organismo hemisférico. Castro financió y apoyó una insurrección comunista armada contra Betancourt, pero éste aplastó al enemigo con tácticas implacables que sin embargo preservaron las instituciones republicanas. Venezuela, país al que Fidel Castro veía como una alternativa peligrosa al modelo cubano, siguió disfrutando de tres décadas y media de gobiernos democráticos.
Frente a los esfuerzos de Chávez y compañía por destruir las instituciones republicanas, no hay hoy en América Latina ningún empeño comparable al de Betancourt aún cuando los populistas despóticos todavía son minoría en la OEA. Esto no se debe a que los líderes actuales no comprenden la amenaza —comprueban a diario que las fuerzas totalitarias trabajan en su contra— sino al temor a las represalias y el aislamiento, y a una visión cortoplacista. A esa pasividad se debe precisamente que el ejército de Honduras expulsara al Presidente Manuel Zelaya. A menos que surja un nuevo Betancourt, existe el peligro de que, dentro de algunos años, nos enteremos de que la clase dirigente hondureña no era la única en América Latina convencida de que los soldados debían tomar cartas en el asunto.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
Llamando desesperadamente a Rómulo Betancourt
Washington, DC—El caso de Honduras, donde un aliado de Hugo Chávez provocó una respuesta militar al violar la ley en su intento por permanecer en el poder, nos recuerda que la amenaza a la democracia liberal en América Latina proviene hoy de populistas autoritarios que abusan de la legitimidad de las urnas. Sugiere también que la Organización de Estados Americanos (OEA), organismo hemisférico que debería velar sin descanso por el Estado de Derecho, es parte del problema.
Durante años, la OEA ha venido ignorando el drama de los venezolanos, bolivianos, ecuatorianos y nicaragüenses, para mencionar cuatro países donde el llamado “Socialismo del Siglo 21” está aboliendo el sistema de pesos y contrapesos republicanos, y saqueando propiedad privada. En parte porque los culpables son miembros del organismo hemisférico y por el temor de otros gobiernos a las consecuencias internas que pueden derivarse de enfrentarse a este peligro, la OEA ha hecho la vista gorda. El golpe ilegal en Honduras fue consecuencia de la falta de respuesta hemisférica a la propagación del populismo autocrático en la región.
Pienso intensamente en el difunto presidente venezolano Rómulo Betancourt, que durante su segundo gobierno (1959-1963) lideró un movimiento continental contra las dictaduras de izquierda y derecha, obligó a la OEA a entrar en acción y trabajó para disuadir a Washington de que se aliara con autócratas: en dos palabras, la “Doctrina Betancourt”.
Aunque influido por el nacionalismo económico entonces en boga, su conducta política fue poco común. Rompió lazos con todos los gobiernos dictatoriales de América Latina, advirtió a J.F. Kennedy de que si los apoyaba el comunismo se prestigiaría y, con ayuda de Costa Rica y Honduras, presionó a la OEA para que adoptase sanciones diplomáticas y políticas contra el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo y el cubano Fidel Castro. Creía en la interrupción de la asistencia, pero no en cortar las relaciones comerciales ni los viajes. Atosigó a sus colegas electos tratando de convencerlos de que adoptasen lo que denominaba un “cordón profiláctico” contra las tiranías, liderando así una respuesta ideológica a los dictadores de derechas disfrazados de paladines de la civilización cristiana y los caudillos de izquierdas que ocultaban su sanguinaria megalomanía bajo el manto de la justicia social.
En su libro “América Latina: Democracia e Integración”, defendió la creencia de que la política exterior debía regirse por “una cierta ética”. A quienes lo consideraban ingenuo por sostener que la dictadura era un factor crucial del subdesarrollo, respondió que la solidaridad se debe a la gente, no a las autoridades, de las naciones oprimidas y que las condiciones democráticas establecidas en el artículo 5 de la Carta fundacional de la OEA debían significar algo. Denunció la actitud de “Poncio Pilates” que habían tomado los gobiernos electos frente a sus vecinos dictatoriales. En palabras que resultan turbadoramente pertinentes a la América Latina actual, reprendió también a los presidentes “demagogos, corruptos e irresponsables” cuyas acciones amenazan la democracia desde el propio poder.
Betancourt regañó a Europa por “minimizar” la amenaza de la revolución comunista en América Latina, financiada y apoyada por Fidel Castro. En julio de 1963, explicó en una emotiva carta personal a Kennedy por qué Estados Unidos debía cesar su respaldo a los autócratas, que en caso de continuar tendría como consecuencia el avance de la revolución.
En respuesta a una declaración de la OEA de 1960 que condenaba a su régimen, Trujillo organizó un atentado contra la vida de Betancourt en Caracas. El presidente venezolano sobrevivió y logró la expulsión de República Dominicana de la OEA. Estas acciones ayudaron a debilitar al tirano dominicano, cuyo régimen colapsó un año después. En 1962, Betancourt también fue determinante para que Cuba fuese expulsada del organismo hemisférico. Castro financió y apoyó una insurrección comunista armada contra Betancourt, pero éste aplastó al enemigo con tácticas implacables que sin embargo preservaron las instituciones republicanas. Venezuela, país al que Fidel Castro veía como una alternativa peligrosa al modelo cubano, siguió disfrutando de tres décadas y media de gobiernos democráticos.
Frente a los esfuerzos de Chávez y compañía por destruir las instituciones republicanas, no hay hoy en América Latina ningún empeño comparable al de Betancourt aún cuando los populistas despóticos todavía son minoría en la OEA. Esto no se debe a que los líderes actuales no comprenden la amenaza —comprueban a diario que las fuerzas totalitarias trabajan en su contra— sino al temor a las represalias y el aislamiento, y a una visión cortoplacista. A esa pasividad se debe precisamente que el ejército de Honduras expulsara al Presidente Manuel Zelaya. A menos que surja un nuevo Betancourt, existe el peligro de que, dentro de algunos años, nos enteremos de que la clase dirigente hondureña no era la única en América Latina convencida de que los soldados debían tomar cartas en el asunto.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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