El presidente Obama está considerando dos estrategias para Afganistán: el envío de hasta 40.000 efectivos más para librar una guerra de contrainsurgencia total (COIN en la jerga castrense), como ha recomendado el general Stanley McChrystal, comandante superior de los EE.UU. en Afganistán, o mantener el número de tropas en el nivel actual de alrededor de 68.000 para hacer frente a un esfuerzo antiterrorista más limitado con el objetivo puesto en al Qaeda y, en menor grado, el Talibán.
Hay una tercera opción: Poner fin a nuestra ocupación militar y dejarle Afganistán a los afganos. Dejemos que sean ellos quienes le hagan frente a al-Qaeda y el Talibán.
Para empezar, 40.000 efectivos más, lo que elevaría a la fuerza combinada de los EE.UU. y la OTAN a 140.000 soldados, no sería suficiente para llevar a cabo una contrainsurgencia eficaz. El estándar histórico para la contrainsurgencia es de 20 efectivos cada 1.000 civiles. Este es el estándar reconocido en el manual COIN que fue redactado en su gran mayoría por el general David Petraeus, ahora jefe del Comando Central de los EE.UU. y oficial superior de McChrystal. La población de Afganistán es de más de 32 millones de habitantes. Una contrainsurgencia eficaz requeriría 640.000 soldados—más que toda la fuerza del Ejército de los EE.UU. en servicio activo (548.000) y casi igual al total combinado del ejército en servicio activo y la Infantería de Marina (749.000).
El tamaño actual de la fuerza es suficiente para ocupar Kabul, la capital, que tiene una población de casi 3,5 millones de habitantes. El aumento de la fuerza a 140.000 permitiría la ocupación de dos o tres provincias más, como Kandahar, Helmand o Herat—pero todavía dejaría a treinta provincias desprotegidas.
Sin embargo, la contrainsurgencia requiere algo más que tropas. También requiere la voluntad de emplear tácticas intensas, incluso brutales, para reprimir la violencia y acabar con la oposición a fin de imponer la seguridad y el orden—lo que inevitablemente causa víctimas civiles. Los británicos, a menudo considerados los mejores en la conducción de la contrainsurgencia, tuvieron que utilizar tales métodos para aplastar la rebelión de los Mau Mau en Kenia en la década de 1950. Esas tácticas en Afganistán probablemente aumentarán la resistencia y estimularán la insurgencia.
La contrainsurgencia también requiere de paciencia—años, en verdad. Los británicos se pasaron siete años en Kenia luchando contra los insurgentes Mau Mau y más de veinte años en Malasia peleando contra el Ejército de Liberación Nacional malaya. Los Estados Unidos han permanecido en Afganistán desde hace ocho años, y con el apoyo interno para la guerra menguando (una encuesta reciente de la CNN mostró que el 58 por ciento se opone a la misión), un compromiso sin un final establecido es dudoso.
Un esfuerzo más específico dirigido contra al-Qaeda—la verdadera amenaza terrorista para los Estados Unidos-tiene más sentido que una contrainsurgencia total.
En principio, la denominada estrategia Biden reconoce que la actual encarnación del Talibán no es sinónimo de al-Qaeda. Puede ser que algunos miembros del Talibán todavía estén ligados a la organización terrorista, pero algunos, quizá muchos, tan sólo pueden estar compitiendo por el poder. En este caso, no constituyen una amenaza directa para los Estados Unidos.
Dicha estrategia también debe reconocer que las amenazas locales de al-Qaeda dentro de Afganistán no son necesariamente para los Estados Unidos las mismas que las previas al 11 de septiembre de 2001. En última instancia, los intereses estratégicos de los Estados Unidos están mejor atendidos al observar que el gobierno afgano no apoya ni concede un santuario a al Qaeda, incluso si ese gobierno no es capaz de erradicar por completo al grupo.
El mayor problema con ambas estrategias es que las dos contemplan una continua ocupación militar de los EE.UU.. Y la ocupación—sea grande o pequeña—es una receta para el fracaso a largo plazo, incluso si el resultado es el éxito táctico en el corto plazo.
La presencia de las tropas estadounidenses y de la OTAN en suelo afgano engendra resentimiento tanto entre los señores de la guerra como entre la población, facilitando el reclutamiento de insurgentes y que el ocupante sea tomado como blanco. Este es el mismo fenómeno que contribuyó a desencadenar los ataques de al Qaeda contra los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001.
Esto no implica afirmar que los Estados Unidos merezcan ser atacados, solamente significa que tenemos que entender por qué tuvieron lugar los ataques.
Nuestra estrategia en Afganistán debe aprender de—no repetir—nuestros errores del pasado. La insurgencia en Afganistán y el mayor radicalismo que se filtra a través del Islam están alimentados en gran medida por la innecesaria invasión estadounidense de países musulmanes. Si permanecemos allí, solamente nos estaremos perjudicando.
Traducido por Gabriel Gasave
Salgamos de Afganistán
El presidente Obama está considerando dos estrategias para Afganistán: el envío de hasta 40.000 efectivos más para librar una guerra de contrainsurgencia total (COIN en la jerga castrense), como ha recomendado el general Stanley McChrystal, comandante superior de los EE.UU. en Afganistán, o mantener el número de tropas en el nivel actual de alrededor de 68.000 para hacer frente a un esfuerzo antiterrorista más limitado con el objetivo puesto en al Qaeda y, en menor grado, el Talibán.
Hay una tercera opción: Poner fin a nuestra ocupación militar y dejarle Afganistán a los afganos. Dejemos que sean ellos quienes le hagan frente a al-Qaeda y el Talibán.
Para empezar, 40.000 efectivos más, lo que elevaría a la fuerza combinada de los EE.UU. y la OTAN a 140.000 soldados, no sería suficiente para llevar a cabo una contrainsurgencia eficaz. El estándar histórico para la contrainsurgencia es de 20 efectivos cada 1.000 civiles. Este es el estándar reconocido en el manual COIN que fue redactado en su gran mayoría por el general David Petraeus, ahora jefe del Comando Central de los EE.UU. y oficial superior de McChrystal. La población de Afganistán es de más de 32 millones de habitantes. Una contrainsurgencia eficaz requeriría 640.000 soldados—más que toda la fuerza del Ejército de los EE.UU. en servicio activo (548.000) y casi igual al total combinado del ejército en servicio activo y la Infantería de Marina (749.000).
El tamaño actual de la fuerza es suficiente para ocupar Kabul, la capital, que tiene una población de casi 3,5 millones de habitantes. El aumento de la fuerza a 140.000 permitiría la ocupación de dos o tres provincias más, como Kandahar, Helmand o Herat—pero todavía dejaría a treinta provincias desprotegidas.
Sin embargo, la contrainsurgencia requiere algo más que tropas. También requiere la voluntad de emplear tácticas intensas, incluso brutales, para reprimir la violencia y acabar con la oposición a fin de imponer la seguridad y el orden—lo que inevitablemente causa víctimas civiles. Los británicos, a menudo considerados los mejores en la conducción de la contrainsurgencia, tuvieron que utilizar tales métodos para aplastar la rebelión de los Mau Mau en Kenia en la década de 1950. Esas tácticas en Afganistán probablemente aumentarán la resistencia y estimularán la insurgencia.
La contrainsurgencia también requiere de paciencia—años, en verdad. Los británicos se pasaron siete años en Kenia luchando contra los insurgentes Mau Mau y más de veinte años en Malasia peleando contra el Ejército de Liberación Nacional malaya. Los Estados Unidos han permanecido en Afganistán desde hace ocho años, y con el apoyo interno para la guerra menguando (una encuesta reciente de la CNN mostró que el 58 por ciento se opone a la misión), un compromiso sin un final establecido es dudoso.
Un esfuerzo más específico dirigido contra al-Qaeda—la verdadera amenaza terrorista para los Estados Unidos-tiene más sentido que una contrainsurgencia total.
En principio, la denominada estrategia Biden reconoce que la actual encarnación del Talibán no es sinónimo de al-Qaeda. Puede ser que algunos miembros del Talibán todavía estén ligados a la organización terrorista, pero algunos, quizá muchos, tan sólo pueden estar compitiendo por el poder. En este caso, no constituyen una amenaza directa para los Estados Unidos.
Dicha estrategia también debe reconocer que las amenazas locales de al-Qaeda dentro de Afganistán no son necesariamente para los Estados Unidos las mismas que las previas al 11 de septiembre de 2001. En última instancia, los intereses estratégicos de los Estados Unidos están mejor atendidos al observar que el gobierno afgano no apoya ni concede un santuario a al Qaeda, incluso si ese gobierno no es capaz de erradicar por completo al grupo.
El mayor problema con ambas estrategias es que las dos contemplan una continua ocupación militar de los EE.UU.. Y la ocupación—sea grande o pequeña—es una receta para el fracaso a largo plazo, incluso si el resultado es el éxito táctico en el corto plazo.
La presencia de las tropas estadounidenses y de la OTAN en suelo afgano engendra resentimiento tanto entre los señores de la guerra como entre la población, facilitando el reclutamiento de insurgentes y que el ocupante sea tomado como blanco. Este es el mismo fenómeno que contribuyó a desencadenar los ataques de al Qaeda contra los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001.
Esto no implica afirmar que los Estados Unidos merezcan ser atacados, solamente significa que tenemos que entender por qué tuvieron lugar los ataques.
Nuestra estrategia en Afganistán debe aprender de—no repetir—nuestros errores del pasado. La insurgencia en Afganistán y el mayor radicalismo que se filtra a través del Islam están alimentados en gran medida por la innecesaria invasión estadounidense de países musulmanes. Si permanecemos allí, solamente nos estaremos perjudicando.
Traducido por Gabriel Gasave
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