Ceuta—A simple vista, este enclave español en el extremo norteafricano del Estrecho de Gibraltar ha integrado a musulmanes y cristianos dentro de una democracia liberal. El hecho de que una comunidad judía y otra hindú sean parte de la pacífica mezcla hacen de este lugar un caso atractivo.
El mosaico ceutí refleja su historia. Desempeñó un papel estratégico bajo el dominio de Cartago y de Roma, fue el trampolín de la conquista musulmana de España y estuvo en manos de la Andalucía sarracena durante siglos. Los portugueses asumieron su control por un tiempo, pero pertenece a España desde que ocupó Portugal a fines del siglo 16. Rabat, que nunca la poseyó, la reclama desde la década de 1950.
Las cosas parecen tan tranquilas que uno se siente tentado de evocar los grandes momentos de convivencia religiosa y cultural de la Córdoba y el Toledo medievales. Los musulmanes constituyen el cuarenta por ciento de la población y la mayoría se ven a sí mismos como españoles. Envían a sus hijos a escuelas administradas por cristianos y votan y compiten en las elecciones de la Asamblea local, donde los principales partidos españoles controlan la mayoría. Hay signos esporádicos de fundamentalismo, pero no de violencia. El barrio musulmán más grande, El Príncipe Felipe, lleva el nombre del heredero de la corona española. Muchos residentes son descendientes de musulmanes que lucharon contra Marruecos en la Legión Española de Francisco Franco y que más tarde fueron recompensados con la ciudadanía española. La mayoría de las personas con las que conversé en esta ciudad en la que el velo y la chilaba tienen una poderosa presencia formuló muy pocas objeciones religiosas.
Eso incluye a los judíos sefarditas, que han sido parte de Ceuta desde la época de la dominación sarracena, y a los hindúes, que arribaron a finales del siglo 20 por razones comerciales. La iglesia, la mezquita, la sinagoga y el templo parecen vecinos respetuosos.
El tema de la inmigración, asunto delicado en una ciudad fronteriza que muchos africanos ven como una puerta de entrada a Europa, no parece la bomba de tiempo de hace algunos años. Miles de marroquíes trabajan en Ceuta durante el día y cruzan de regreso por la tarde. Los inmigrantes indocumentados de otros países son detenidos por algunas semanas en un centro en el Monte Hacho, pero en muchos casos se les permite cruzar discretamente al continente.
Sin embargo, uno percibe que bajo la superficie las cosas son potencialmente graves. Una razón importante es que la pertenencia a la Unión Europea, a la que España adhirió en 1986 cuando no se llamaba así, inflige serias limitaciones económicas. Ceuta era un puerto libre hasta que Europa impuso leyes estatistas. Los impuestos son apenas un poco más bajos que en la España continental y las reglamentaciones, asfixiantes. Como me dijo un operador de contenedores: “Somos una ciudad portuaria pero en verdad vivimos de los cuarteles militares y las cosas que contrabandeamos a Marruecos.” Ante la ausencia de libre comercio a través de la frontera, muchos ceutíes trafican con drogas, que ingresan a través de Benzú, en el norte de Ceuta, bajo la pacifica mirada de la “Mujer Muerta”, una hermosísima formación rocosa en el lado marroquí.
Las limitaciones proteccionistas impuestas a esta ciudad que podría ser un versión norteafricana de Hong-Kong están generando un resentimiento que, si se lo deja cocinar a fuego lento el tiempo suficiente, podría avivar desconfianzas culturales y religiosas.
El riesgo se ve agravado por la pelota de fútbol en que los políticos de Madrid quieren convertir al enclave. El gobierno socialista, temeroso de herir los sentimientos de Marruecos, hace concesiones impopulares, como la decisión de no presionar a la Unión Europea para que otorgue a Ceuta un “estatus” comparable al de las Islas Canarias. En respuesta, un sector nacionalista español parece estar sucumbiendo a la tentación de utilizar a Ceuta como arma política.
Nada de esto se les escapa a los ceutíes. En nuestras conversaciones, tendían a tomar partido con enfado, en su mayoría por la facción nacionalista en Madrid. Si tenemos en cuenta el persistente reclamo de Marruecos sobre Ceuta y la frustración económica, la politización del enclave podría agitar los ámbitos cultural y religioso.
Le pregunté a una pequeña comerciante cómo veía a Ceuta en 30 años. “Si seguimos siendo simplemente un lugar de contención para la inmigración y un cuartel militar”, respondió, “acabaremos sucumbiendo a la presión marroquí. La población musulmana está creciendo y eventualmente los líderes religiosos encontrarán espacio para influir en los musulmanes de a pie. Si no prosperamos todos, actuarán sobre tierra fértil.”
Puede que tenga razón. Los ceutíes piden a gritos una oportunidad para prosperar y la menor cantidad de politiquería posible. Madrid y Bruselas deben tomar nota.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
El grito de Ceuta
Ceuta—A simple vista, este enclave español en el extremo norteafricano del Estrecho de Gibraltar ha integrado a musulmanes y cristianos dentro de una democracia liberal. El hecho de que una comunidad judía y otra hindú sean parte de la pacífica mezcla hacen de este lugar un caso atractivo.
El mosaico ceutí refleja su historia. Desempeñó un papel estratégico bajo el dominio de Cartago y de Roma, fue el trampolín de la conquista musulmana de España y estuvo en manos de la Andalucía sarracena durante siglos. Los portugueses asumieron su control por un tiempo, pero pertenece a España desde que ocupó Portugal a fines del siglo 16. Rabat, que nunca la poseyó, la reclama desde la década de 1950.
Las cosas parecen tan tranquilas que uno se siente tentado de evocar los grandes momentos de convivencia religiosa y cultural de la Córdoba y el Toledo medievales. Los musulmanes constituyen el cuarenta por ciento de la población y la mayoría se ven a sí mismos como españoles. Envían a sus hijos a escuelas administradas por cristianos y votan y compiten en las elecciones de la Asamblea local, donde los principales partidos españoles controlan la mayoría. Hay signos esporádicos de fundamentalismo, pero no de violencia. El barrio musulmán más grande, El Príncipe Felipe, lleva el nombre del heredero de la corona española. Muchos residentes son descendientes de musulmanes que lucharon contra Marruecos en la Legión Española de Francisco Franco y que más tarde fueron recompensados con la ciudadanía española. La mayoría de las personas con las que conversé en esta ciudad en la que el velo y la chilaba tienen una poderosa presencia formuló muy pocas objeciones religiosas.
Eso incluye a los judíos sefarditas, que han sido parte de Ceuta desde la época de la dominación sarracena, y a los hindúes, que arribaron a finales del siglo 20 por razones comerciales. La iglesia, la mezquita, la sinagoga y el templo parecen vecinos respetuosos.
El tema de la inmigración, asunto delicado en una ciudad fronteriza que muchos africanos ven como una puerta de entrada a Europa, no parece la bomba de tiempo de hace algunos años. Miles de marroquíes trabajan en Ceuta durante el día y cruzan de regreso por la tarde. Los inmigrantes indocumentados de otros países son detenidos por algunas semanas en un centro en el Monte Hacho, pero en muchos casos se les permite cruzar discretamente al continente.
Sin embargo, uno percibe que bajo la superficie las cosas son potencialmente graves. Una razón importante es que la pertenencia a la Unión Europea, a la que España adhirió en 1986 cuando no se llamaba así, inflige serias limitaciones económicas. Ceuta era un puerto libre hasta que Europa impuso leyes estatistas. Los impuestos son apenas un poco más bajos que en la España continental y las reglamentaciones, asfixiantes. Como me dijo un operador de contenedores: “Somos una ciudad portuaria pero en verdad vivimos de los cuarteles militares y las cosas que contrabandeamos a Marruecos.” Ante la ausencia de libre comercio a través de la frontera, muchos ceutíes trafican con drogas, que ingresan a través de Benzú, en el norte de Ceuta, bajo la pacifica mirada de la “Mujer Muerta”, una hermosísima formación rocosa en el lado marroquí.
Las limitaciones proteccionistas impuestas a esta ciudad que podría ser un versión norteafricana de Hong-Kong están generando un resentimiento que, si se lo deja cocinar a fuego lento el tiempo suficiente, podría avivar desconfianzas culturales y religiosas.
El riesgo se ve agravado por la pelota de fútbol en que los políticos de Madrid quieren convertir al enclave. El gobierno socialista, temeroso de herir los sentimientos de Marruecos, hace concesiones impopulares, como la decisión de no presionar a la Unión Europea para que otorgue a Ceuta un “estatus” comparable al de las Islas Canarias. En respuesta, un sector nacionalista español parece estar sucumbiendo a la tentación de utilizar a Ceuta como arma política.
Nada de esto se les escapa a los ceutíes. En nuestras conversaciones, tendían a tomar partido con enfado, en su mayoría por la facción nacionalista en Madrid. Si tenemos en cuenta el persistente reclamo de Marruecos sobre Ceuta y la frustración económica, la politización del enclave podría agitar los ámbitos cultural y religioso.
Le pregunté a una pequeña comerciante cómo veía a Ceuta en 30 años. “Si seguimos siendo simplemente un lugar de contención para la inmigración y un cuartel militar”, respondió, “acabaremos sucumbiendo a la presión marroquí. La población musulmana está creciendo y eventualmente los líderes religiosos encontrarán espacio para influir en los musulmanes de a pie. Si no prosperamos todos, actuarán sobre tierra fértil.”
Puede que tenga razón. Los ceutíes piden a gritos una oportunidad para prosperar y la menor cantidad de politiquería posible. Madrid y Bruselas deben tomar nota.
(c) 2009, The Washington Post Writers Group
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