La lengua tóxica

27 de enero, 2010

Washington, DC—Barack Obama, cuya fortuna política está siendo revertida por una ola de frustración nacional cuya raíz antecede a su Presidencia, ha arremetido en tono populista contra la poderosa banca. Pero sus propuestas contra los males de Wall Street perjudicarán al ciudadano común más que a los chicos con puro y tirantes.

Ellas incluyen un impuesto sobre los pasivos de la banca que no sean los depósitos, un ente estatal con la facultad de desmembrar a los grandes bancos y la prohibición de que las mayores instituciones financieras realicen inversiones por cuenta propia (es decir, de que inviertan su propio dinero y no sólo el de sus clientes), o posean “hedge funds”.

El impuesto castiga a los bancos por tomar dinero prestado de fuentes distintas a los depósitos de la gente. El problema, sin embargo, no fue que los bancos tomaron prestado demasiado dinero, sino exactamente el contrario: que repartieron crédito a diestra y siniestra.

La creación de una paquidérmica agencia estatal con el poder de desmembrar gigantes financieros me recuerda a las antiguas tablillas llamadas palimpsestos, que los romanos raspaban para poder escribir sobre ellas otra vez……y otra más, y así hasta que se volvían ilegibles. Numerosos entes, incluida la Reserva Federal, con la facultad de moderar a los bancos ya existían antes –y después— de la burbuja. Colocar a otra nueva encima de las demás es cómicamente tautológico.

Hay una manera mucho más simple de desmembrar a esos bancos “demasiado grandes para dejarlos quebrar.” Consiste precisamente en eso: en dejarlos quebrar. Cuando un banco quiebra, sus activos son absorbidos por instituciones más eficientes ávidas de expandirse. Después de un corto período de sufrimiento, la recuperación comienza. Eso es lo que está sucediendo con las ciento y pico instituciones bancarias locales o regionales que quebraron el año pasado. La idea de que todo el sistema se desmoronará si el gobierno permite que quiebre también un gigante financiero es una superstición que invita a la imprudencia de Wall Street —y posterga la recuperación cuando algo sale mal.

Finalmente, culpar de la burbuja crediticia a las inversiones con capital propio que hicieron los bancos es como culpar de la asidua apreciación que tiene Tiger Woods por el universo femenino al hecho de que utiliza su tiempo libre para jugar al golf. Lo que el gobierno está diciéndoles a los bancos, en otras palabras, es: dediquen toda su energía a asumir riesgos con el dinero de sus clientes, no con el propio. En realidad, las operaciones con capital propio tuvieron poco que ver con la burbuja crediticia, que involucró sobre todo el dinero de los clientes. Los bancos utilizaron esos fondos para comprar o suscribir hipotecas y valores respaldados por hipotecas, lo cual era sencillamente otra forma de prestar dinero. Cuando la burbuja estalló, se quedaron con los famosos “activos tóxicos”. Cuando fue imposible revender u obtener ingresos de esos activos, los bancos tuvieron dificultades para pagar los intereses de los préstamos a corto plazo que habían tomado.

No se ha propuesto ninguna medida para hacer frente a la esencia de la cuestión. La burbuja comenzó cuando la Reserva Federal (banco central) aplicó una política de dinero barato, inundando de crédito la economía. La Reserva federal está ahora repitiendo ese grave error: ha bombeado ya dos billones (trillón en inglés) de dólares en préstamos de diversos tipos, por no mencionar los billones en garantías. ¿Qué políticas alimentaron el clima general de irresponsabilidad? El déficit del Estado, que se sumó al despilfarro de familias y empresas. Eso va, como sabemos, para peor. ¿Que empujó a la gente a consumir más de lo que producía, además de las políticas antes descritas? Los múltiples incentivos otorgados por los políticos para gatillar un consumo sin fin. Y eso está sucediendo de nuevo.

En el último año y medio, mientras la gente trataba de limpiar sus deudas y gastar menos, como es natural en tiempos de desocupación y ejecuciones hipotecarias, el gobierno multiplicó los esfuerzos para forzarlas a consumir y así hacerles creer a las empresas que existe demanda para sus productos. No ha funcionado: los bancos están siendo prudentes con su dinero, la gente es cautelosa con sus solicitudes de crédito y las empresas temen contratar gente. Pero esa política artificial ha impedido que la economía purgue sus excesos —sus “malas inversiones”, que dicen.

En 1896, William Jennings Bryan, un populista turbulento, ganó la nominación del Partido Demócrata con un discurso en el que vituperó a los bancos y propuso la inflación de la moneda mediante la eliminación del patrón oro. “No crucificarán a la humanidad en una cruz de oro”, bramó. Aunque perdió los comicios, había sembrado las semillas de la futura indisciplina financiera —y de tragedias como el Crack de 1929. Ningún activo es más tóxico que la lengua de un político. El Presidente Obama debería recordarlo antes de su próximo discurso sobre los bancos.

(c) 2010, The Washington Post Writers Group

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