Washington, DC—La Copa del Mundo se inició en Johannesburgo hace unos días, y una vez más la conexión entre política y fútbol está en la lengua de muchos.
Hay cierta exageración respecto del efecto que tienen el triunfo y el fracaso en los gobiernos. La sensacional derrota de Brasil ante Uruguay, en el Maracaná, en la final de 1950 no perjudicó al gobernante Gaspar Dutra. La victoria de su sucesor, Getulio Vargas, meses más tarde no guardó relación con la hecatombe deportiva. El que Italia ganase el Mundial de 1982 celebrado en España no ayudó al Primer Ministro Giovanni Spadolini, el primero ajeno a la Democracia Cristiana de la posguerra, cuyo partido fue expulsado del poder poco después del triunfo de su selección.
Más que otros deportes, la Copa del Mundo genera “movilidad social”. Los “golpes” de chicos contra grandes son frecuentes. Corea del Norte derrotó a Italia en 1966, Argelia superó a Alemania en 1982, Camerún se convirtió en la sensación de 1990.
El hecho de que algunos países atrasados —como Argentina— estén entre los principales equipos altera cada cuatro años el orden de prelación político y económico, al menos por unas semanas. El reacomodo de las jerarquías internacionales que el grupo del G-20 intenta lograr actualmente, hasta ahora sin mucho éxito, en realidad tiene lugar en el Mundial de fútbol, evento cuya audiencia es sólo comparable a los Juegos Olímpicos.
El torneo pone patas para arriba un orden mundial todavía dominado por los Estados Unidos. A pesar de que la Copa del Mundo atrae en este país a una audiencia televisiva similar a la de las Ligas Mayores del béisbol y él futbol es ya el principal esparcimiento deportivo de los niños, el impacto de este deporte sigue siendo relativamente menor como espectáculo. Por tanto, su peso en la economía deportiva no es muy grande.
Sin embargo, el fútbol es una herramienta que los políticos estadounidenses utilizan de manera creciente para sintonizar con los hispanos, fuerza electoral en ascenso. El hecho de que el Vicepresidente Joe Biden asistiera a la inauguración de la Copa del Mundo y al primer partido de su equipo contra Inglaterra, y de que Obama haya anunciado que seguirá el certamen con interés, tiene poco que ver con la política exterior. Es una cuestión de demografía interna —y por ende de política.
El Mundial, mientras tanto, da a Europa una extraña sensación reconfortante en estos días de espanto, permitiéndole mantener una ilusión de superioridad que ya no posee en otros campos. Europa es una potencia política y económica decadente si se la mide frente el auge de Asia. La economía de 14 billones de dólares de la Unión Europea, si bien similar en tamaño a la estadounidense, se dedica a apuntalar un insostenible Estado de Bienestar. Pero en el Mundial, donde los europeos a menudo sobresalen, China, con una economía casi tres veces más grande que la de Alemania, es inexistente: quedó relegada por la derrota ante Iraq en las eliminatorias. La Copa del Mundo tiene, pues, sobre los europeos un efecto similar al del “Commonwealth” británico o “La Francophonie” francesa: preserva la memoria de una grandeza imperial desaparecida hace mucho tiempo.
El fútbol internacional es también un catalizador de las tendencias relacionadas con la globalización. Más que otros deportes, ha derribado barreras contra el flujo de personas como de capital, bienes y servicios. Virtualmente ninguna selección latinoamericana, africana o centroeuropea tiene a la mayoría de sus principales jugadores en la liga de su país. Más de la mitad de los no europeos que compiten ahora en Sudáfrica juegan profesionalmente en Europa: sobre todo en España, Italia, Alemania y Gran Bretaña. El conjunto de Costa de Marfil tiene 20 jugadores en Europa. Otro interesante dato: sólo cuatro de los 23 jugadores del plantel estadounidense juegan en su país.
La influencia de estos “extranjeros” en las comunidades que los albergan va más allá del deporte. El fervor de millones de hinchas por los jugadores extranjeros que les brindan placer en sus equipos locales durante el año tiene cierto significado en estos momentos en que las fuerzas contradictorias de la globalización y el nacionalismo, de los vertiginosos intercambios transfronterizos y las reacciones aislacionistas y hasta xenofóbicas, dirimen su querella. Para millones, estos jugadores son la conexión más directa con las culturas, idiomas y costumbres de tierras lejanas.
La Copa del Mundo traerá un necesario alivio a naciones exhaustas por las consecuencias psicológicas de la crisis económica. Sudáfrica es un anfitrión apropiado. A pesar de la corrupción y el creciente autoritarismo del Congreso Nacional Africano, el hecho simboliza el surgimiento de países —incluida una muy mejorada Sudáfrica, cuya Bolsa está entre las 18 mayores del mundo— ansiosos por progresar.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
La Copa del Mundo
Washington, DC—La Copa del Mundo se inició en Johannesburgo hace unos días, y una vez más la conexión entre política y fútbol está en la lengua de muchos.
Hay cierta exageración respecto del efecto que tienen el triunfo y el fracaso en los gobiernos. La sensacional derrota de Brasil ante Uruguay, en el Maracaná, en la final de 1950 no perjudicó al gobernante Gaspar Dutra. La victoria de su sucesor, Getulio Vargas, meses más tarde no guardó relación con la hecatombe deportiva. El que Italia ganase el Mundial de 1982 celebrado en España no ayudó al Primer Ministro Giovanni Spadolini, el primero ajeno a la Democracia Cristiana de la posguerra, cuyo partido fue expulsado del poder poco después del triunfo de su selección.
Más que otros deportes, la Copa del Mundo genera “movilidad social”. Los “golpes” de chicos contra grandes son frecuentes. Corea del Norte derrotó a Italia en 1966, Argelia superó a Alemania en 1982, Camerún se convirtió en la sensación de 1990.
El hecho de que algunos países atrasados —como Argentina— estén entre los principales equipos altera cada cuatro años el orden de prelación político y económico, al menos por unas semanas. El reacomodo de las jerarquías internacionales que el grupo del G-20 intenta lograr actualmente, hasta ahora sin mucho éxito, en realidad tiene lugar en el Mundial de fútbol, evento cuya audiencia es sólo comparable a los Juegos Olímpicos.
El torneo pone patas para arriba un orden mundial todavía dominado por los Estados Unidos. A pesar de que la Copa del Mundo atrae en este país a una audiencia televisiva similar a la de las Ligas Mayores del béisbol y él futbol es ya el principal esparcimiento deportivo de los niños, el impacto de este deporte sigue siendo relativamente menor como espectáculo. Por tanto, su peso en la economía deportiva no es muy grande.
Sin embargo, el fútbol es una herramienta que los políticos estadounidenses utilizan de manera creciente para sintonizar con los hispanos, fuerza electoral en ascenso. El hecho de que el Vicepresidente Joe Biden asistiera a la inauguración de la Copa del Mundo y al primer partido de su equipo contra Inglaterra, y de que Obama haya anunciado que seguirá el certamen con interés, tiene poco que ver con la política exterior. Es una cuestión de demografía interna —y por ende de política.
El Mundial, mientras tanto, da a Europa una extraña sensación reconfortante en estos días de espanto, permitiéndole mantener una ilusión de superioridad que ya no posee en otros campos. Europa es una potencia política y económica decadente si se la mide frente el auge de Asia. La economía de 14 billones de dólares de la Unión Europea, si bien similar en tamaño a la estadounidense, se dedica a apuntalar un insostenible Estado de Bienestar. Pero en el Mundial, donde los europeos a menudo sobresalen, China, con una economía casi tres veces más grande que la de Alemania, es inexistente: quedó relegada por la derrota ante Iraq en las eliminatorias. La Copa del Mundo tiene, pues, sobre los europeos un efecto similar al del “Commonwealth” británico o “La Francophonie” francesa: preserva la memoria de una grandeza imperial desaparecida hace mucho tiempo.
El fútbol internacional es también un catalizador de las tendencias relacionadas con la globalización. Más que otros deportes, ha derribado barreras contra el flujo de personas como de capital, bienes y servicios. Virtualmente ninguna selección latinoamericana, africana o centroeuropea tiene a la mayoría de sus principales jugadores en la liga de su país. Más de la mitad de los no europeos que compiten ahora en Sudáfrica juegan profesionalmente en Europa: sobre todo en España, Italia, Alemania y Gran Bretaña. El conjunto de Costa de Marfil tiene 20 jugadores en Europa. Otro interesante dato: sólo cuatro de los 23 jugadores del plantel estadounidense juegan en su país.
La influencia de estos “extranjeros” en las comunidades que los albergan va más allá del deporte. El fervor de millones de hinchas por los jugadores extranjeros que les brindan placer en sus equipos locales durante el año tiene cierto significado en estos momentos en que las fuerzas contradictorias de la globalización y el nacionalismo, de los vertiginosos intercambios transfronterizos y las reacciones aislacionistas y hasta xenofóbicas, dirimen su querella. Para millones, estos jugadores son la conexión más directa con las culturas, idiomas y costumbres de tierras lejanas.
La Copa del Mundo traerá un necesario alivio a naciones exhaustas por las consecuencias psicológicas de la crisis económica. Sudáfrica es un anfitrión apropiado. A pesar de la corrupción y el creciente autoritarismo del Congreso Nacional Africano, el hecho simboliza el surgimiento de países —incluida una muy mejorada Sudáfrica, cuya Bolsa está entre las 18 mayores del mundo— ansiosos por progresar.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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