Washington, DC—Los gobiernos, instituciones y personalidades que deberían orientarnos en esta convalecencia de la hecatombe 2007/2008 siguen recomendando las mismas políticas que condujeron al desastre. La reunión del G-20 en Toronto dejó esta verdad en evidencia patética.
Antes y durante las sesiones, el presidente Obama instó a las naciones a posponer el ajuste fiscal y la reducción de la deuda por temor a sofocar la débil recuperación. Su afirmación de que los participantes estuvieron “violentamente de acuerdo” en el comunicado que promete reducir el déficit a la mitad para 2013 y estabilizar los porcentajes de deuda para 2016 delató más “violencia” que “acuerdo”. El canadiense Stephen Harper, la alemana Angela Merkel y, sí, incluso el francés Nicolás Sarkozy abogaron por un recorte fiscal. Pero dada la oposición de Estados Unidos y Japón, y la ambigüedad de potencias emergentes como Brasil, lo acordado fue una desdentada declaración de buenos deseos.
Publicaciones respetables que deberían contribuir a la claridad moral ahora que la deuda pública asciende al 92 por ciento del tamaño de la economía en Francia y al 83 por ciento en Gran Bretaña, y que el déficit estadounidense está en la estratosfera, aseguran que no es hora de disciplina monetaria y fiscal. Hasta Martin Wolf, del “Financial Times”, considera “correcto que los Bancos Centrales sigan imprimiendo dinero”. Clive Crook, del mismo diario, escribe que es justo llamar a “Alemania un mal ciudadano global por ajustar la política fiscal a pesar de su superávit externo y de tener margen para endeudarse más”. Forbes, publicación supuestamente favorable al mercado, publicó un artículo denostando las medidas de austeridad anunciadas por el Canciller del Exchequer británico, George Osborne, que pretende recortar en 25 por ciento el presupuesto de distintas dependencias estatales. En Bloomberg, el financista George Soros dijo que las medidas de reducción del gasto en algunos países europeos producirán “un desastre”.
El raciocinio de estas voces habitualmente autorizadas es esencialmente este: que la recuperación sigue dependiendo del estímulo estatal, y que para restablecer el equilibrio entre las naciones que tienen superávit externo, como Alemania o China, y las que tienen déficit, como Estados Unidos o, digamos, España, las primeras deben ahorrar menos y gastar más.
Si este consejo, que culpa al prudente por la conducta del imprudente, estuviera en boca sólo de los pesados de siempre —como el Premio Nobel Paul Krugman y compañía—, ya sería lamentable. Pero viniendo de la única superpotencia, de los gurús más influyentes de la comunidad empresarial y de publicaciones que se autoproclaman conservadores, está clarísimo: el mundo anda más chiflado de lo que uno temía.
Los déficits, la deuda y el dinero fácil fueron la causa de la burbuja. Y también produjeron la película hitchcockiana que Europa vive desde hace meses. Tomar las decisiones políticas necesarias para una recuperación sostenida y para evitar futuras burbujas ya es bastante arduo cuando cualquier medida remotamente responsable tropieza con el aullido nacional que hemos visto contra la reforma de las pensiones en Francia y contra el recorte fiscal en Grecia y España. Tomarlas cuando los líderes y las voces respetadas han perdido el juicio, exige esfuerzos titánicos.
Gracias a Dios, no todo el mundo lo ha perdido por completo. Al hilo del aquelarre del G-20, el Banco de Pagos Internacionales (BPI), banco central de bancos centrales basado en Suiza, publicó su informe anual. Allí critica ominosamente el mantenimiento de políticas monetarias y fiscales disolutas. Sostiene que las tasas de interés artificialmente bajas están distorsionando las decisiones de inversión y llevando a los mercados financieros a adoptar demasiados riesgos. Un programa de austeridad generaría confianza, apuntalaría al sistema financiero y proporcionaría préstamos a largo plazo a bajo costo en beneficio de inversiones adultas.
Las políticas fiscales y monetarias despilfarradoras, sostiene el BPI, podrían reproducir el clima de dinero fácil que condujo a la crisis actual al generar incentivos para que ciertas entidades financieras tomen muchos créditos a corto plazo y otorguen préstamos a largo plazo, brecha que se traduciría en un congelamiento crediticio a la primera señal de escasa liquidez. En lo medular, las políticas actuales postergarán la hora de afrontar el reto demográfico del Estado de Bienestar en países que envejecen rápidamente y la reestructuración de las industrias ineficientes que viven con respiración artificial mediante el acceso al dinero fácil.
Uno sabe que algo realmente se pudre en Dinamarca cuando el BPI, que en el último par de años aplaudió las medidas que ahora anatemiza, comienza a prevenirnos de inminentes desastres si los gobiernos mantienen el rumbo actual.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
El G-20: ¿Está todos chiflados?
Washington, DC—Los gobiernos, instituciones y personalidades que deberían orientarnos en esta convalecencia de la hecatombe 2007/2008 siguen recomendando las mismas políticas que condujeron al desastre. La reunión del G-20 en Toronto dejó esta verdad en evidencia patética.
Antes y durante las sesiones, el presidente Obama instó a las naciones a posponer el ajuste fiscal y la reducción de la deuda por temor a sofocar la débil recuperación. Su afirmación de que los participantes estuvieron “violentamente de acuerdo” en el comunicado que promete reducir el déficit a la mitad para 2013 y estabilizar los porcentajes de deuda para 2016 delató más “violencia” que “acuerdo”. El canadiense Stephen Harper, la alemana Angela Merkel y, sí, incluso el francés Nicolás Sarkozy abogaron por un recorte fiscal. Pero dada la oposición de Estados Unidos y Japón, y la ambigüedad de potencias emergentes como Brasil, lo acordado fue una desdentada declaración de buenos deseos.
Publicaciones respetables que deberían contribuir a la claridad moral ahora que la deuda pública asciende al 92 por ciento del tamaño de la economía en Francia y al 83 por ciento en Gran Bretaña, y que el déficit estadounidense está en la estratosfera, aseguran que no es hora de disciplina monetaria y fiscal. Hasta Martin Wolf, del “Financial Times”, considera “correcto que los Bancos Centrales sigan imprimiendo dinero”. Clive Crook, del mismo diario, escribe que es justo llamar a “Alemania un mal ciudadano global por ajustar la política fiscal a pesar de su superávit externo y de tener margen para endeudarse más”. Forbes, publicación supuestamente favorable al mercado, publicó un artículo denostando las medidas de austeridad anunciadas por el Canciller del Exchequer británico, George Osborne, que pretende recortar en 25 por ciento el presupuesto de distintas dependencias estatales. En Bloomberg, el financista George Soros dijo que las medidas de reducción del gasto en algunos países europeos producirán “un desastre”.
El raciocinio de estas voces habitualmente autorizadas es esencialmente este: que la recuperación sigue dependiendo del estímulo estatal, y que para restablecer el equilibrio entre las naciones que tienen superávit externo, como Alemania o China, y las que tienen déficit, como Estados Unidos o, digamos, España, las primeras deben ahorrar menos y gastar más.
Si este consejo, que culpa al prudente por la conducta del imprudente, estuviera en boca sólo de los pesados de siempre —como el Premio Nobel Paul Krugman y compañía—, ya sería lamentable. Pero viniendo de la única superpotencia, de los gurús más influyentes de la comunidad empresarial y de publicaciones que se autoproclaman conservadores, está clarísimo: el mundo anda más chiflado de lo que uno temía.
Los déficits, la deuda y el dinero fácil fueron la causa de la burbuja. Y también produjeron la película hitchcockiana que Europa vive desde hace meses. Tomar las decisiones políticas necesarias para una recuperación sostenida y para evitar futuras burbujas ya es bastante arduo cuando cualquier medida remotamente responsable tropieza con el aullido nacional que hemos visto contra la reforma de las pensiones en Francia y contra el recorte fiscal en Grecia y España. Tomarlas cuando los líderes y las voces respetadas han perdido el juicio, exige esfuerzos titánicos.
Gracias a Dios, no todo el mundo lo ha perdido por completo. Al hilo del aquelarre del G-20, el Banco de Pagos Internacionales (BPI), banco central de bancos centrales basado en Suiza, publicó su informe anual. Allí critica ominosamente el mantenimiento de políticas monetarias y fiscales disolutas. Sostiene que las tasas de interés artificialmente bajas están distorsionando las decisiones de inversión y llevando a los mercados financieros a adoptar demasiados riesgos. Un programa de austeridad generaría confianza, apuntalaría al sistema financiero y proporcionaría préstamos a largo plazo a bajo costo en beneficio de inversiones adultas.
Las políticas fiscales y monetarias despilfarradoras, sostiene el BPI, podrían reproducir el clima de dinero fácil que condujo a la crisis actual al generar incentivos para que ciertas entidades financieras tomen muchos créditos a corto plazo y otorguen préstamos a largo plazo, brecha que se traduciría en un congelamiento crediticio a la primera señal de escasa liquidez. En lo medular, las políticas actuales postergarán la hora de afrontar el reto demográfico del Estado de Bienestar en países que envejecen rápidamente y la reestructuración de las industrias ineficientes que viven con respiración artificial mediante el acceso al dinero fácil.
Uno sabe que algo realmente se pudre en Dinamarca cuando el BPI, que en el último par de años aplaudió las medidas que ahora anatemiza, comienza a prevenirnos de inminentes desastres si los gobiernos mantienen el rumbo actual.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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