Washington, DC—Hace unos días, recibí una llamada telefónica madrugadora de mi padre, Mario Vargas Llosa: “El Secretario de la Academia Sueca acaba de decirme que me han otorgado el Premio Nobel de Literatura 2010. Lo anunciarán en nueve minutos”.
Compartí mi alegría con él y le agradecí por haberme liberado de una pregunta con la que me han molestado durante un par de décadas: “¿Por qué no le dieron a tu padre el Premio Nobel este año?” Entonces pensé en lo diferente que sería América Latina si su economía política se hubiese parecido a su forma de ejercer la literatura.
El principio rector de su vida ha sido el de que no existen atajos para alcanzar logros. Ninguna musa literaria guió jamás su pluma; cada palabra fue el resultado de una disciplina rigurosa. Aunque las cosas están cambiando en América Latina, para mi generación el desarrollo y la prosperidad no eran hijos del esfuerzo, sino de la justicia poética. Como el continente había sido maltratado injustamente durante su pasado colonial, fuerzas metafísicas corregirían la injusticia de su atraso. Esas fuerzas podrían adoptar la forma de una revolución en los países pobres o de la auto-destrucción en los países ricos, nunca la del esmero y el esfuerzo personal acumulativo de los latinoamericanos. Mi padre siguió bregando, persuadido de que la redención —en su caso de la condición de hombre de letras nacido en una nación sufrida, educado en escuelas públicas y obligado en un momento a tener siete empleos para pagar sus cuentas— no se origina en fuerzas impersonales.
Se globalizó antes que la economía política de América Latina lo hiciera. Al igual que algunos de sus mayores —en particular el gigante literario argentino Jorge Luis Borges— y contemporáneos suyos como el Premio Nobel Gabriel García Márquez, abolió todas las fronteras desde el inicio de su carrera. Absorbió todo lo que el mundo literario exterior tenía para ofrecer: lenguaje, imágenes, ideas, técnicas. Su imaginación combinó aquellas influencias con sus propias experiencias e intuición; el resultado fue una forma singular de expresar sus propias raíces. Con muchas excepciones, en gran parte de América Latina la dicotomía entre literatura indigenista y literatura “europea” —es decir una beata absorción de todo lo español o francés— había dominado las artes. Una nueva generación de escritores a la cual pertenecía mi padre sustituyó esa falsa dicotomía por algo original.
En ese entonces, casi todo lo demás en América Latina apuntaba en la dirección opuesta. El continente era una gran barrera mental contra el mundo exterior. Mientras que buena parte de la economía política de la región se miraba el ombligo en las décadas de 1960 y 1970, la generación del denominado “boom latinoamericano” derribaba en su propio oficio los muros del proteccionismo, el prejuicio, la falta de confianza en uno mismo y la envidia. Esto no hizo que la literatura latinoamericana fuese menos autóctona. El resto del mundo la reconoció como excepcionalmente arraigada. Lo más universal casi siempre está profundamente arraigado en un solo lugar.
Otra enseñanza que ojalá los jóvenes lectores del Premio Nobel de Literatura 2010 tomen del ejemplo de mi padre es que ser un “intelectual público” conlleva gran responsabilidad.
Desde las naciones desarrolladas hay dificultad para entender la influencia que los intelectuales públicos tienen en las más pobres: algo parecido a los poderes mágicos atribuidos a los narradores que preservan la memoria de la tribu. Pero pocos actores en la escena latinoamericana han contribuido más al subdesarrollo de la región que sus intelectuales públicos, con la ayuda inconmensurable de colegas estadounidenses y europeos, que saciaron su sed de utopía defendiendo en tierras exóticas horrores de los que ellos mismos hubiesen sido víctimas si hubieran tenido lugar en su país.
Mi padre rompió con todo eso hace décadas, optando por una muy solitaria, y a menudo mal entendida, defensa de la libertad individual. Esta causa tiene más adherentes hoy en América Latina, una región donde la noción del esfuerzo propio crecen rápidamente, de lo que dan fe los millones que han salido de la pobreza a través de la iniciativa empresarial, y donde el polvo del proteccionismo anti-occidental va siendo dispersado por los vientos de la globalización. Pero tomó mucho tiempo; y en algunas partes el autoritarismo todavía pesa aún como lápida sobre los ciudadanos.
Es por eso que, en respuesta a los amables correos electrónicos, cartas y llamadas que mi familia ha recibido de cubanos, venezolanos y ciudadanos de otros pueblos oprimidos en los últimos días, digo a modo de consuelo: ojalá que el Premio Nobel de Literatura 2010 vuelva sus circunstancias un poquitín menos oscuras.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
Un Premio Nobel en la familia
Washington, DC—Hace unos días, recibí una llamada telefónica madrugadora de mi padre, Mario Vargas Llosa: “El Secretario de la Academia Sueca acaba de decirme que me han otorgado el Premio Nobel de Literatura 2010. Lo anunciarán en nueve minutos”.
Compartí mi alegría con él y le agradecí por haberme liberado de una pregunta con la que me han molestado durante un par de décadas: “¿Por qué no le dieron a tu padre el Premio Nobel este año?” Entonces pensé en lo diferente que sería América Latina si su economía política se hubiese parecido a su forma de ejercer la literatura.
El principio rector de su vida ha sido el de que no existen atajos para alcanzar logros. Ninguna musa literaria guió jamás su pluma; cada palabra fue el resultado de una disciplina rigurosa. Aunque las cosas están cambiando en América Latina, para mi generación el desarrollo y la prosperidad no eran hijos del esfuerzo, sino de la justicia poética. Como el continente había sido maltratado injustamente durante su pasado colonial, fuerzas metafísicas corregirían la injusticia de su atraso. Esas fuerzas podrían adoptar la forma de una revolución en los países pobres o de la auto-destrucción en los países ricos, nunca la del esmero y el esfuerzo personal acumulativo de los latinoamericanos. Mi padre siguió bregando, persuadido de que la redención —en su caso de la condición de hombre de letras nacido en una nación sufrida, educado en escuelas públicas y obligado en un momento a tener siete empleos para pagar sus cuentas— no se origina en fuerzas impersonales.
Se globalizó antes que la economía política de América Latina lo hiciera. Al igual que algunos de sus mayores —en particular el gigante literario argentino Jorge Luis Borges— y contemporáneos suyos como el Premio Nobel Gabriel García Márquez, abolió todas las fronteras desde el inicio de su carrera. Absorbió todo lo que el mundo literario exterior tenía para ofrecer: lenguaje, imágenes, ideas, técnicas. Su imaginación combinó aquellas influencias con sus propias experiencias e intuición; el resultado fue una forma singular de expresar sus propias raíces. Con muchas excepciones, en gran parte de América Latina la dicotomía entre literatura indigenista y literatura “europea” —es decir una beata absorción de todo lo español o francés— había dominado las artes. Una nueva generación de escritores a la cual pertenecía mi padre sustituyó esa falsa dicotomía por algo original.
En ese entonces, casi todo lo demás en América Latina apuntaba en la dirección opuesta. El continente era una gran barrera mental contra el mundo exterior. Mientras que buena parte de la economía política de la región se miraba el ombligo en las décadas de 1960 y 1970, la generación del denominado “boom latinoamericano” derribaba en su propio oficio los muros del proteccionismo, el prejuicio, la falta de confianza en uno mismo y la envidia. Esto no hizo que la literatura latinoamericana fuese menos autóctona. El resto del mundo la reconoció como excepcionalmente arraigada. Lo más universal casi siempre está profundamente arraigado en un solo lugar.
Otra enseñanza que ojalá los jóvenes lectores del Premio Nobel de Literatura 2010 tomen del ejemplo de mi padre es que ser un “intelectual público” conlleva gran responsabilidad.
Desde las naciones desarrolladas hay dificultad para entender la influencia que los intelectuales públicos tienen en las más pobres: algo parecido a los poderes mágicos atribuidos a los narradores que preservan la memoria de la tribu. Pero pocos actores en la escena latinoamericana han contribuido más al subdesarrollo de la región que sus intelectuales públicos, con la ayuda inconmensurable de colegas estadounidenses y europeos, que saciaron su sed de utopía defendiendo en tierras exóticas horrores de los que ellos mismos hubiesen sido víctimas si hubieran tenido lugar en su país.
Mi padre rompió con todo eso hace décadas, optando por una muy solitaria, y a menudo mal entendida, defensa de la libertad individual. Esta causa tiene más adherentes hoy en América Latina, una región donde la noción del esfuerzo propio crecen rápidamente, de lo que dan fe los millones que han salido de la pobreza a través de la iniciativa empresarial, y donde el polvo del proteccionismo anti-occidental va siendo dispersado por los vientos de la globalización. Pero tomó mucho tiempo; y en algunas partes el autoritarismo todavía pesa aún como lápida sobre los ciudadanos.
Es por eso que, en respuesta a los amables correos electrónicos, cartas y llamadas que mi familia ha recibido de cubanos, venezolanos y ciudadanos de otros pueblos oprimidos en los últimos días, digo a modo de consuelo: ojalá que el Premio Nobel de Literatura 2010 vuelva sus circunstancias un poquitín menos oscuras.
(c) 2010, The Washington Post Writers Group
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