La revelación de que el presidente francés François Hollande mostró un interés por la actriz Julie Gayet que va más allá de lo cinematográfico—y que no siempre engulle sus medialunas matinales con su pareja oficial, Valérie Trierweiler, en el Palacio del Eliseo—ha reabierto el debate sobre las vidas privadas de los jefes de gobierno.
Hay dos paradigmas en las democracias liberales avanzadas. El paradigma estadounidense, influido por el puritanismo, que limita drásticamente la vida privada de un político. El paradigma francés, basado en los valores republicanos seculares, que limita severamente la intrusión del público. Los observadores han señalado la diferencia entre la digna negativa de Hollande a discutir el tema y la imagen habitual de los políticos estadounidenses flagelándose en la televisión, con sus cónyuges humillados en silencio junto a ellos poniendo las manos en el fuego por su contrición.
En Occidente, la Iglesia y el Estado se enmarañaron después de que Constantino se convirtió en el siglo cuarto. Tomó miles de años para que la separación entre la Iglesia y el Estado impregnase la conversación pública y mucho más tiempo para que se tornase real. Sin embargo, la idea de que algunas personas deberían imponer su sentido de la moral sobre los demás nunca desapareció. Como el psiquiatra libertario Thomas Szasz escribió una vez, “vivimos del significado que otros le dan a sus vidas, validando nuestra humanidad al invalidar la suya”.
La cultura y el derecho francés protegen la vida privada independientemente de la notoriedad de una persona. Hay una larga lista de personajes históricos que han declarado la guerra a la monogamia, desde Luis XV, que elevó a Madame Pompidour al estatus mítico, a todos los presidentes desde la década de 1960. Cuando se consideró, en la década de 1970, que la gente estaba empezando a ser un poco demasiado indiscreta, el Código Civil fue enmendado para proteger más la intimidad de las personas. A ello se debe que los ricos y famosos (y los políticos) hayan ganado pleitos contra las pocas publicaciones que se atrevieron a exponerlos.
No es fácil establecer una regla totalmente tajante acerca del derecho del público a conocer y el derecho de un presidente a la privacidad. En este caso, es legítimo preguntarse si tiene sentido que los contribuyentes sigan pagando 20.000 euros al mes para mantener el funcionamiento de la oficina manejada por la pareja oficial del presidente y si su seguridad está en peligro. (Las imágenes revelan que él utiliza una moto y un guardaespaldas para sus aventuras clandestinas).
Dicho esto, hay síntomas de que la protección de la privacidad está gradualmente dando el brazo a torcer en Francia. Un indicio es la ligereza con la que los jueces han aplicado la ley en los últimos años, estableciendo multas muy leves, por lo general unos pocos miles de euros que representan un pequeño porcentaje del dinero generado por la información. Otra indicación es que en el caso de las familias reales, los jueces están tomando en cuenta si la conducta revelada por la prensa afecta o no a la sucesión.
Más significativamente, la era de la información ha hecho que sea imposible aplicar plenamente la ley. ¿Cómo se puede multar a todos los que “retuitean” fotos una vez que llegan al éter? ¿Cómo se evita que publicaciones en línea extranjeras las publiquen y que los lectores franceses con acceso a Internet las vean?
Y hay algo más. Ha sido revelado que los servicios secretos franceses han colaborado con la Agencia de Seguridad Nacional (NSA por su sigla en inglés) desde 2010 en espiar ampliamente a los ciudadanos franceses. La Asamblea Nacional acaba de aprobar una Ley de Programación Militar cuyo artículo 13 permite al gobierno recoger material físico e información de los proveedores de telecomunicaciones y servicios de Internet sobre prácticamente cualquier persona. A pesar de que está siendo impugnada, ella pone de relieve cuan inconsistente se ha vuelto el Estado con respecto al derecho a la privacidad.
Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? Una combinación de ambas cosas. Uno, seguir manteniendo la saludable indiferencia por la vida privada de otras personas que la sociedad francesa ha exhibido durante mucho tiempo. Dos, asegurar que el gobierno interfiera lo menos posible, si acaso, con el derecho de publicar información sobre la vida privada de las figuras públicas cuando lo que hacen afecta la relación de la gente con la persona que tiene tanto poder sobre ellas—siempre y cuando no lesione la libertad o la propiedad de terceros. Dejemos que el público sea el juez de si la información es relevante o no.
La globalización torna permeables los paradigmas culturales a la influencia externa—lo cual es la razón por la que hemos visto una cierta “americanización” de la intrusión periodística en los asuntos privados de las figuras públicas en los últimos años. El propio presidente Sarkozy accedió a ella al dar a su relación con Carla Bruni un tratamiento hollywoodesco.
No es inconcebible que los hábitos extranjeros eventualmente ayuden también a remodelar las actitudes en los Estados Unidos, haciendo más tolerante a la sociedad a las indiscreciones de los políticos. Ya hemos visto una mayor tolerancia de conductas que alguna vez eran consideradas aberrantes, desde el matrimonio entre personas del mismo sexo a fumar marihuana.
Traducido por Gabriel Gasave
La muy publica vida privada de Hollande
La revelación de que el presidente francés François Hollande mostró un interés por la actriz Julie Gayet que va más allá de lo cinematográfico—y que no siempre engulle sus medialunas matinales con su pareja oficial, Valérie Trierweiler, en el Palacio del Eliseo—ha reabierto el debate sobre las vidas privadas de los jefes de gobierno.
Hay dos paradigmas en las democracias liberales avanzadas. El paradigma estadounidense, influido por el puritanismo, que limita drásticamente la vida privada de un político. El paradigma francés, basado en los valores republicanos seculares, que limita severamente la intrusión del público. Los observadores han señalado la diferencia entre la digna negativa de Hollande a discutir el tema y la imagen habitual de los políticos estadounidenses flagelándose en la televisión, con sus cónyuges humillados en silencio junto a ellos poniendo las manos en el fuego por su contrición.
En Occidente, la Iglesia y el Estado se enmarañaron después de que Constantino se convirtió en el siglo cuarto. Tomó miles de años para que la separación entre la Iglesia y el Estado impregnase la conversación pública y mucho más tiempo para que se tornase real. Sin embargo, la idea de que algunas personas deberían imponer su sentido de la moral sobre los demás nunca desapareció. Como el psiquiatra libertario Thomas Szasz escribió una vez, “vivimos del significado que otros le dan a sus vidas, validando nuestra humanidad al invalidar la suya”.
La cultura y el derecho francés protegen la vida privada independientemente de la notoriedad de una persona. Hay una larga lista de personajes históricos que han declarado la guerra a la monogamia, desde Luis XV, que elevó a Madame Pompidour al estatus mítico, a todos los presidentes desde la década de 1960. Cuando se consideró, en la década de 1970, que la gente estaba empezando a ser un poco demasiado indiscreta, el Código Civil fue enmendado para proteger más la intimidad de las personas. A ello se debe que los ricos y famosos (y los políticos) hayan ganado pleitos contra las pocas publicaciones que se atrevieron a exponerlos.
No es fácil establecer una regla totalmente tajante acerca del derecho del público a conocer y el derecho de un presidente a la privacidad. En este caso, es legítimo preguntarse si tiene sentido que los contribuyentes sigan pagando 20.000 euros al mes para mantener el funcionamiento de la oficina manejada por la pareja oficial del presidente y si su seguridad está en peligro. (Las imágenes revelan que él utiliza una moto y un guardaespaldas para sus aventuras clandestinas).
Dicho esto, hay síntomas de que la protección de la privacidad está gradualmente dando el brazo a torcer en Francia. Un indicio es la ligereza con la que los jueces han aplicado la ley en los últimos años, estableciendo multas muy leves, por lo general unos pocos miles de euros que representan un pequeño porcentaje del dinero generado por la información. Otra indicación es que en el caso de las familias reales, los jueces están tomando en cuenta si la conducta revelada por la prensa afecta o no a la sucesión.
Más significativamente, la era de la información ha hecho que sea imposible aplicar plenamente la ley. ¿Cómo se puede multar a todos los que “retuitean” fotos una vez que llegan al éter? ¿Cómo se evita que publicaciones en línea extranjeras las publiquen y que los lectores franceses con acceso a Internet las vean?
Y hay algo más. Ha sido revelado que los servicios secretos franceses han colaborado con la Agencia de Seguridad Nacional (NSA por su sigla en inglés) desde 2010 en espiar ampliamente a los ciudadanos franceses. La Asamblea Nacional acaba de aprobar una Ley de Programación Militar cuyo artículo 13 permite al gobierno recoger material físico e información de los proveedores de telecomunicaciones y servicios de Internet sobre prácticamente cualquier persona. A pesar de que está siendo impugnada, ella pone de relieve cuan inconsistente se ha vuelto el Estado con respecto al derecho a la privacidad.
Entonces, ¿qué es lo que hay que hacer? Una combinación de ambas cosas. Uno, seguir manteniendo la saludable indiferencia por la vida privada de otras personas que la sociedad francesa ha exhibido durante mucho tiempo. Dos, asegurar que el gobierno interfiera lo menos posible, si acaso, con el derecho de publicar información sobre la vida privada de las figuras públicas cuando lo que hacen afecta la relación de la gente con la persona que tiene tanto poder sobre ellas—siempre y cuando no lesione la libertad o la propiedad de terceros. Dejemos que el público sea el juez de si la información es relevante o no.
La globalización torna permeables los paradigmas culturales a la influencia externa—lo cual es la razón por la que hemos visto una cierta “americanización” de la intrusión periodística en los asuntos privados de las figuras públicas en los últimos años. El propio presidente Sarkozy accedió a ella al dar a su relación con Carla Bruni un tratamiento hollywoodesco.
No es inconcebible que los hábitos extranjeros eventualmente ayuden también a remodelar las actitudes en los Estados Unidos, haciendo más tolerante a la sociedad a las indiscreciones de los políticos. Ya hemos visto una mayor tolerancia de conductas que alguna vez eran consideradas aberrantes, desde el matrimonio entre personas del mismo sexo a fumar marihuana.
Traducido por Gabriel Gasave
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