Convertirse en presidente del Perú es una propuesta muy arriesgada. En los últimos años, cinco presidentes han sido condenados a la cárcel; uno de ellos se suicidó en presencia de los agentes de policía enviados a arrestarlo.
A principios de este mes, el presidente Martín Vizcarra fue sometido a un juicio político por «incapacidad moral» (después de que se le acusara e investigara por soborno). Ahora, el presidente interino, Manuel Merino -que había sido presidente del Congreso y asumió el poder tras el voto de destitución- se ha visto obligado a dimitir tras seis días de protestas masivas de peruanos que lo acusan de ser nada menos que un dictador. Con la muerte de dos manifestantes, el propio Merino podría enfrentarse a cargos criminales, lo que lo convierte en el séptimo presidente reciente que se encuentra en peligro legal.
Tras la renuncia de Merino, el Congreso lo sustituyó por Francisco Sagasti, un ingeniero y académico que había votado en contra del pedido de vacancia de Vizcarra en primer lugar. Sagasti, el tercer presidente del Perú en una semana, presidirá el país hasta el próximo mes de julio cuando asuma el cargo quien sea electo como su sucesor.
Hace unos años, el Perú era la estrella emergente de América Latina. Tras décadas de inestabilidad, dictadura, terrorismo, inflación y estancamiento económico, el país parecía estar en camino de convertirse en un modelo para la región. Recuperó su democracia, puso en orden su casa fiscal y monetaria y generó un clima acogedor para la inversión que, en el contexto de un mercado de los commodities en auge, sacó a millones de personas de la pobreza.
Muchos peruanos tenían la impresión de que el retorno a la democracia purgaría automáticamente a las instituciones gubernamentales de su corrupción profundamente arraigada, generaría estabilidad y respeto mutuo entre los movimientos políticos y sociales y resolvería algunos de los reclamos que bullían bajo las brillantes estadísticas económicas. Pero, 20 años después del retorno de la democracia, las instituciones y estructuras sociales y económicas del Perú son tan frágiles como siempre, y la economía, sumida en el capitalismo de amigos y el mercantilismo, hace años que dejó de brillar.
La pandemia ha empeorado las cosas, por supuesto. Según el Fondo Monetario Internacional, se estima que el producto interno bruto de Perú disminuirá este año en 14 puntos porcentuales.
Esto ha sacado a la superficie muchos de los problemas estructurales que el retorno de la democracia nunca abordó. Perú ha sufrido una de los confinamientos por la covid-19 más severos y duraderos del mundo, y no obstante el número de casos confirmados, en un país de menos de una décima parte del tamaño de los Estados Unidos, ya se acerca al millón, con más de 35.000 muertes hasta ahora, la segunda tasa de mortalidad per cápita más alta del mundo.
El hecho de que el 70 por ciento de la economía peruana opere fuera del marco legal – lo que comúnmente se conoce como economía subterránea – y dependa de la cotidiana interacción humana, y que la distribución de alimentos se realice en mercados abiertos para millones de personas, significa que la cuarentena ha sido extremadamente difícil de aplicar. También significa que cuando el confinamiento fue razonablemente exitoso, las consecuencias económicas y sociales fueron devastadoras.
La deficiencia en la infraestructura médica y el proceso farsesco mediante el cual se importaron de China test rápidos de coronavirus defectuosos y se los administró ampliamente, así como otros errores de este tipo, expusieron una espantosa verdad que anteriormente había sido ignorada: que el Perú se encuentra tan atascado en el «Tercer Mundo» como lo estaba antes de que el espejismo del auge de la economía le hiciera creer a la gente que el país estaba en camino hacia una prosperidad al estilo estadounidense y europeo.
La nueva crisis política ha desenmascarado los problemas más grandes del país. A pesar de los encomiables esfuerzos de un grupo de fiscales y jueces que han tenido el coraje de enviar a algunos políticos de alto rango y ejecutivos de negocios a la cárcel, el Perú sigue careciendo de un sistema de justicia penal y civil digno de ese nombre. Y como vemos constantemente, el proceso político sigue obstaculizando, en lugar de fomentar, la vida social y económica del pueblo.
El hecho de que tantos presidentes hayan sido corruptos, de que exista una profunda desconexión entre la clase política y el pueblo, y de que el marco legal esté en ruinas significa que dos siglos de independencia peruana han hecho poco para convertir al país en una democracia constitucional seria y libre.
Esperemos que el actual caos político no impida las elecciones presidenciales a celebrarse en abril y que el nuevo presidente electo inicie el doloroso proceso de convertir al Perú en la estrella de América Latina. Mis esperanzas no son grandes.
Traducido por Gabriel Gasave
La crisis del Perú evidencia la profunda desconexión entre los políticos y la gente
Flickr/Feria del Libro Ricardo Palma
Convertirse en presidente del Perú es una propuesta muy arriesgada. En los últimos años, cinco presidentes han sido condenados a la cárcel; uno de ellos se suicidó en presencia de los agentes de policía enviados a arrestarlo.
A principios de este mes, el presidente Martín Vizcarra fue sometido a un juicio político por «incapacidad moral» (después de que se le acusara e investigara por soborno). Ahora, el presidente interino, Manuel Merino -que había sido presidente del Congreso y asumió el poder tras el voto de destitución- se ha visto obligado a dimitir tras seis días de protestas masivas de peruanos que lo acusan de ser nada menos que un dictador. Con la muerte de dos manifestantes, el propio Merino podría enfrentarse a cargos criminales, lo que lo convierte en el séptimo presidente reciente que se encuentra en peligro legal.
Tras la renuncia de Merino, el Congreso lo sustituyó por Francisco Sagasti, un ingeniero y académico que había votado en contra del pedido de vacancia de Vizcarra en primer lugar. Sagasti, el tercer presidente del Perú en una semana, presidirá el país hasta el próximo mes de julio cuando asuma el cargo quien sea electo como su sucesor.
Hace unos años, el Perú era la estrella emergente de América Latina. Tras décadas de inestabilidad, dictadura, terrorismo, inflación y estancamiento económico, el país parecía estar en camino de convertirse en un modelo para la región. Recuperó su democracia, puso en orden su casa fiscal y monetaria y generó un clima acogedor para la inversión que, en el contexto de un mercado de los commodities en auge, sacó a millones de personas de la pobreza.
Muchos peruanos tenían la impresión de que el retorno a la democracia purgaría automáticamente a las instituciones gubernamentales de su corrupción profundamente arraigada, generaría estabilidad y respeto mutuo entre los movimientos políticos y sociales y resolvería algunos de los reclamos que bullían bajo las brillantes estadísticas económicas. Pero, 20 años después del retorno de la democracia, las instituciones y estructuras sociales y económicas del Perú son tan frágiles como siempre, y la economía, sumida en el capitalismo de amigos y el mercantilismo, hace años que dejó de brillar.
La pandemia ha empeorado las cosas, por supuesto. Según el Fondo Monetario Internacional, se estima que el producto interno bruto de Perú disminuirá este año en 14 puntos porcentuales.
Esto ha sacado a la superficie muchos de los problemas estructurales que el retorno de la democracia nunca abordó. Perú ha sufrido una de los confinamientos por la covid-19 más severos y duraderos del mundo, y no obstante el número de casos confirmados, en un país de menos de una décima parte del tamaño de los Estados Unidos, ya se acerca al millón, con más de 35.000 muertes hasta ahora, la segunda tasa de mortalidad per cápita más alta del mundo.
El hecho de que el 70 por ciento de la economía peruana opere fuera del marco legal – lo que comúnmente se conoce como economía subterránea – y dependa de la cotidiana interacción humana, y que la distribución de alimentos se realice en mercados abiertos para millones de personas, significa que la cuarentena ha sido extremadamente difícil de aplicar. También significa que cuando el confinamiento fue razonablemente exitoso, las consecuencias económicas y sociales fueron devastadoras.
La deficiencia en la infraestructura médica y el proceso farsesco mediante el cual se importaron de China test rápidos de coronavirus defectuosos y se los administró ampliamente, así como otros errores de este tipo, expusieron una espantosa verdad que anteriormente había sido ignorada: que el Perú se encuentra tan atascado en el «Tercer Mundo» como lo estaba antes de que el espejismo del auge de la economía le hiciera creer a la gente que el país estaba en camino hacia una prosperidad al estilo estadounidense y europeo.
La nueva crisis política ha desenmascarado los problemas más grandes del país. A pesar de los encomiables esfuerzos de un grupo de fiscales y jueces que han tenido el coraje de enviar a algunos políticos de alto rango y ejecutivos de negocios a la cárcel, el Perú sigue careciendo de un sistema de justicia penal y civil digno de ese nombre. Y como vemos constantemente, el proceso político sigue obstaculizando, en lugar de fomentar, la vida social y económica del pueblo.
El hecho de que tantos presidentes hayan sido corruptos, de que exista una profunda desconexión entre la clase política y el pueblo, y de que el marco legal esté en ruinas significa que dos siglos de independencia peruana han hecho poco para convertir al país en una democracia constitucional seria y libre.
Esperemos que el actual caos político no impida las elecciones presidenciales a celebrarse en abril y que el nuevo presidente electo inicie el doloroso proceso de convertir al Perú en la estrella de América Latina. Mis esperanzas no son grandes.
Traducido por Gabriel Gasave
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