Claudine Gay ha renunciado a la presidencia de Harvard. Al final, las acusaciones de su recurrente plagio resultaron ser su ruina. Las revisiones en curso del trabajo académico de Gay han revelado unos 50 casos diferentes en los que tomó bloques de texto de otros autores sin el entrecomillado de rigor y a menudo sin las citas apropiadas. En el caso de Gay, estos problemas se extendieron por dos décadas e implicaron pasajes en más de la mitad de sus trabajos académicos publicados.
Las convenciones académicas de larga data consideran al plagio como un pecado capital de la erudición, y Harvard no es una excepción. Las normas de la universidad para los estudiantes adoptan una postura estricta contra lo que denominan «plagio mosaico», o la copia de «trozos y piezas de una fuente… cambiando unas pocas palabras aquí y allá sin parafrasear adecuadamente o citar directamente». La práctica describe casi a la perfección las acusaciones contra Gay, que parece haber plagiado en mosaico varios párrafos de otros autores. Los estudiantes de Harvard se enfrentan a graves consecuencias ante un comportamiento similar, incluidas las suspensiones de asistir a clases durante un año o incluso la expulsión de la universidad. En 2020, la universidad suspendió a 27 estudiantes y puso a otros 56 en periodo de prueba académico por violaciones al código de honor, siendo los casos de plagio la segunda infracción más común después de copiarse en los exámenes.
A medida que se desarrollaba la saga del plagio, la cual se extendió durante un mes, se tornó cada vez más evidente para cualquier observador externo que Claudine Gay ya no poseía la autoridad moral para dirigir a la universidad conforme sus propias políticas, para no mencionar a las antiguas normas de la ética académica. En su lugar, el consejo de la Harvard Corporation adoptó una estrategia de defensa orwelliana de intentar redefinir el concepto mismo de plagio para excluir las transgresiones de su presidenta. La labor académica de Gay, admitieron, contenía «lenguaje duplicado» y «casos de citas inadecuadas» que justificaban la corrección, pero carecía de un «engaño intencionado», que, según la universidad, «es un elemento necesario para determinar la mala conducta en la investigación».
Compárese esta novedosa interpretación con las normas publicadas por Harvard para los estudiantes, que establecen que: «Atribuirse el mérito por el trabajo de otra persona es robar, y es inaceptable en todas las situaciones académicas, ya sea que lo hagas intencionalmente o por accidente».
La dirección de Harvard no es la única involucrada en buscar excusas tendenciosas para evitar a toda costa el uso de la palabra con «P». Desde la renuncia de Gay, varios comentaristas han desviado toda la atención de sus transgresiones presentándola como una víctima de una campaña de difamación de la derecha. Al ignorar las pruebas, empujan los límites de la ética académica hacia absurdos contradictorios. Pensemos en Associated Press, que cambió su manera de designar al plagio y lo considera ahora como una «nueva arma conservadora» para socavar a la educación superior. La capacidad de plagiar se encuentra también aparentemente protegida por la «libertad académica», al menos según la escritora del New York Times Nikole Hannah-Jones. Numerosos partidarios de Gay en las filas del periodismo y el mundo académico han desestimado todas las pruebas de sus transgresiones atacando a los periodistas que las sacaron a la luz. Aaron Sibarium, Chris Rufo, Chris Brunet y otros están actuando de «mala fe» y deben ser excluidos de la conversación, sin importar las pruebas.
Por desgracia, etiquetar a los críticos como actores de «mala fe» se ha convertido en el arma predeterminada para enterrar aquellas revelaciones objetivamente precisas sobre la mala conducta académica por parte de figuras de la izquierda política. Vimos surgir a este mismo patrón defensivo en la polémica de principios de la década de 2000 en torno a Michael Bellesiles, por entonces profesor de historia en la Emory University. El libro de Bellesiles, Arming America, saltó a la fama académica principalmente porque su narrativa histórica reforzaba los argumentos actuales a favor de la regulación de las armas de fuego. Cuando el investigador Clayton Cramer descubrió pruebas de que Bellesiles falsificaba sus fuentes y formulaba afirmaciones sin fundamento en base a registros históricos inexistentes, el mundo académico cerró filas en contra de Cramer. La American Historical Association aprobó una resolución describiendo a Bellesiles como víctima de acoso, y numerosos académicos atacaron a Cramer como un crítico de «mala fe» vinculado al lobby de las armas de fuego. Sólo cambiaron de opinión cuando las pruebas resultaron imposibles de ignorar, lo que provocó la dimisión de Bellesiles y la revocación del prestigioso Premio Bancroft por su libro.
El año pasado descubrí indicios de posible plagio por parte de Kevin M. Kruse, un historiador de Princeton y celebridad de izquierdas en Twitter. Al igual que Claudine Gay, Kruse copiaba textos de otros autores sin el requisito del entrecomillado y, en algunos casos, sin citarlos. En un caso, Kruse copió el enunciado de la tesis de su disertación del libro de otro autor, modificando tan solo su ubicación de Detroit a Atlanta. Una reseña publicada en el Chronicle of Higher Education concluía que «lo que Kruse hizo en esos casos es, según casi todas las definiciones, plagio» y citaba además las propias políticas de Princeton, «que específicamente sostienen que el descuido no es una excusa aceptable». Para los partidarios de Kruse, sin embargo, yo era un «actor de mala fe» simplemente por no estar de acuerdo con la política progresista de Kruse. Presagiando la propia estrategia de desviación de Harvard, Princeton contradijo sus normas publicadas y calificó a la evidencia como «descuido al cortar y pegar».
Desafortunadamente, como revelan estos y otros casos similares, el claustro de profesores con la ideología política «correcta» está frecuentemente exento de las rígidas normas de integridad académica en las instituciones de élite. Claudine Gay es simplemente la última beneficiaria de un privilegio intelectual de izquierdas que no sólo excusa la mala conducta en la investigación, sino que también intenta inculpar a las partes que realizaron el descubrimiento, sin importar la validez de las pruebas.
La fluidez epistémica resultante es un sello distintivo de la mentalidad de la «teoría crítica» que domina actualmente amplias franjas del mundo académico. También lo es la voluntad de descartar selectivamente las antiguas normas contra el plagio cuando las mismas incomodan a sus propios compañeros de equipo. Después de dividir el mundo en opresores y oprimidos, todos los demás juicios de valor dependen únicamente de si sirven a una perspectiva ideológica favorecida. La validez de las pruebas queda totalmente subordinada a la cuestión de si hacen avanzar o avergonzar a un objetivo político concreto. Por esta razón, no es raro ver estridentes defensas de Gay por parte de los mismos académicos que aullaron contra Neil Gorsuch y Melania Trump por acusaciones de plagio significativamente menores. La sustancia de la acusación no importa en estas circunstancias, solo su utilidad para la causa política.
Irónicamente, es el giro a la izquierda de la educación superior hacia una monocultura progresista en las últimas dos décadas lo que refuerza la importancia de las voces externas en la detección de la mala conducta académica. Cuando el mundo académico se niega a vigilar a los suyos por razones manifiestamente políticas, como ocurrió con Claudine Gay, hacen falta voces externas que asuman esa tarea. En tales condiciones, los verdaderos actores de «mala fe» no son los críticos de un plagiador serial, sino quienes procuran ocultar verdades poco halagüeñas sobre su propio equipo modificando las reglas del juego.
Traducido por Gabriel Gasave
Claudine Gay: Teoría crítica del plagio
Claudine Gay ha renunciado a la presidencia de Harvard. Al final, las acusaciones de su recurrente plagio resultaron ser su ruina. Las revisiones en curso del trabajo académico de Gay han revelado unos 50 casos diferentes en los que tomó bloques de texto de otros autores sin el entrecomillado de rigor y a menudo sin las citas apropiadas. En el caso de Gay, estos problemas se extendieron por dos décadas e implicaron pasajes en más de la mitad de sus trabajos académicos publicados.
Las convenciones académicas de larga data consideran al plagio como un pecado capital de la erudición, y Harvard no es una excepción. Las normas de la universidad para los estudiantes adoptan una postura estricta contra lo que denominan «plagio mosaico», o la copia de «trozos y piezas de una fuente… cambiando unas pocas palabras aquí y allá sin parafrasear adecuadamente o citar directamente». La práctica describe casi a la perfección las acusaciones contra Gay, que parece haber plagiado en mosaico varios párrafos de otros autores. Los estudiantes de Harvard se enfrentan a graves consecuencias ante un comportamiento similar, incluidas las suspensiones de asistir a clases durante un año o incluso la expulsión de la universidad. En 2020, la universidad suspendió a 27 estudiantes y puso a otros 56 en periodo de prueba académico por violaciones al código de honor, siendo los casos de plagio la segunda infracción más común después de copiarse en los exámenes.
A medida que se desarrollaba la saga del plagio, la cual se extendió durante un mes, se tornó cada vez más evidente para cualquier observador externo que Claudine Gay ya no poseía la autoridad moral para dirigir a la universidad conforme sus propias políticas, para no mencionar a las antiguas normas de la ética académica. En su lugar, el consejo de la Harvard Corporation adoptó una estrategia de defensa orwelliana de intentar redefinir el concepto mismo de plagio para excluir las transgresiones de su presidenta. La labor académica de Gay, admitieron, contenía «lenguaje duplicado» y «casos de citas inadecuadas» que justificaban la corrección, pero carecía de un «engaño intencionado», que, según la universidad, «es un elemento necesario para determinar la mala conducta en la investigación».
Compárese esta novedosa interpretación con las normas publicadas por Harvard para los estudiantes, que establecen que: «Atribuirse el mérito por el trabajo de otra persona es robar, y es inaceptable en todas las situaciones académicas, ya sea que lo hagas intencionalmente o por accidente».
La dirección de Harvard no es la única involucrada en buscar excusas tendenciosas para evitar a toda costa el uso de la palabra con «P». Desde la renuncia de Gay, varios comentaristas han desviado toda la atención de sus transgresiones presentándola como una víctima de una campaña de difamación de la derecha. Al ignorar las pruebas, empujan los límites de la ética académica hacia absurdos contradictorios. Pensemos en Associated Press, que cambió su manera de designar al plagio y lo considera ahora como una «nueva arma conservadora» para socavar a la educación superior. La capacidad de plagiar se encuentra también aparentemente protegida por la «libertad académica», al menos según la escritora del New York Times Nikole Hannah-Jones. Numerosos partidarios de Gay en las filas del periodismo y el mundo académico han desestimado todas las pruebas de sus transgresiones atacando a los periodistas que las sacaron a la luz. Aaron Sibarium, Chris Rufo, Chris Brunet y otros están actuando de «mala fe» y deben ser excluidos de la conversación, sin importar las pruebas.
Por desgracia, etiquetar a los críticos como actores de «mala fe» se ha convertido en el arma predeterminada para enterrar aquellas revelaciones objetivamente precisas sobre la mala conducta académica por parte de figuras de la izquierda política. Vimos surgir a este mismo patrón defensivo en la polémica de principios de la década de 2000 en torno a Michael Bellesiles, por entonces profesor de historia en la Emory University. El libro de Bellesiles, Arming America, saltó a la fama académica principalmente porque su narrativa histórica reforzaba los argumentos actuales a favor de la regulación de las armas de fuego. Cuando el investigador Clayton Cramer descubrió pruebas de que Bellesiles falsificaba sus fuentes y formulaba afirmaciones sin fundamento en base a registros históricos inexistentes, el mundo académico cerró filas en contra de Cramer. La American Historical Association aprobó una resolución describiendo a Bellesiles como víctima de acoso, y numerosos académicos atacaron a Cramer como un crítico de «mala fe» vinculado al lobby de las armas de fuego. Sólo cambiaron de opinión cuando las pruebas resultaron imposibles de ignorar, lo que provocó la dimisión de Bellesiles y la revocación del prestigioso Premio Bancroft por su libro.
El año pasado descubrí indicios de posible plagio por parte de Kevin M. Kruse, un historiador de Princeton y celebridad de izquierdas en Twitter. Al igual que Claudine Gay, Kruse copiaba textos de otros autores sin el requisito del entrecomillado y, en algunos casos, sin citarlos. En un caso, Kruse copió el enunciado de la tesis de su disertación del libro de otro autor, modificando tan solo su ubicación de Detroit a Atlanta. Una reseña publicada en el Chronicle of Higher Education concluía que «lo que Kruse hizo en esos casos es, según casi todas las definiciones, plagio» y citaba además las propias políticas de Princeton, «que específicamente sostienen que el descuido no es una excusa aceptable». Para los partidarios de Kruse, sin embargo, yo era un «actor de mala fe» simplemente por no estar de acuerdo con la política progresista de Kruse. Presagiando la propia estrategia de desviación de Harvard, Princeton contradijo sus normas publicadas y calificó a la evidencia como «descuido al cortar y pegar».
Desafortunadamente, como revelan estos y otros casos similares, el claustro de profesores con la ideología política «correcta» está frecuentemente exento de las rígidas normas de integridad académica en las instituciones de élite. Claudine Gay es simplemente la última beneficiaria de un privilegio intelectual de izquierdas que no sólo excusa la mala conducta en la investigación, sino que también intenta inculpar a las partes que realizaron el descubrimiento, sin importar la validez de las pruebas.
La fluidez epistémica resultante es un sello distintivo de la mentalidad de la «teoría crítica» que domina actualmente amplias franjas del mundo académico. También lo es la voluntad de descartar selectivamente las antiguas normas contra el plagio cuando las mismas incomodan a sus propios compañeros de equipo. Después de dividir el mundo en opresores y oprimidos, todos los demás juicios de valor dependen únicamente de si sirven a una perspectiva ideológica favorecida. La validez de las pruebas queda totalmente subordinada a la cuestión de si hacen avanzar o avergonzar a un objetivo político concreto. Por esta razón, no es raro ver estridentes defensas de Gay por parte de los mismos académicos que aullaron contra Neil Gorsuch y Melania Trump por acusaciones de plagio significativamente menores. La sustancia de la acusación no importa en estas circunstancias, solo su utilidad para la causa política.
Irónicamente, es el giro a la izquierda de la educación superior hacia una monocultura progresista en las últimas dos décadas lo que refuerza la importancia de las voces externas en la detección de la mala conducta académica. Cuando el mundo académico se niega a vigilar a los suyos por razones manifiestamente políticas, como ocurrió con Claudine Gay, hacen falta voces externas que asuman esa tarea. En tales condiciones, los verdaderos actores de «mala fe» no son los críticos de un plagiador serial, sino quienes procuran ocultar verdades poco halagüeñas sobre su propio equipo modificando las reglas del juego.
Traducido por Gabriel Gasave
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