Con Donald Trump en el cargo, el Congreso debe salvaguardar sus facultades constitucionales

16 de diciembre, 2024

A lo largo de la historia estadounidense, los partidos políticos han evolucionado y siguen haciéndolo. El Partido Demócrata, aunque mucho más antiguo que el Grand Old Party (GOP es la sigla en inglés por la que se conoce al Partido Republicano), fue originalmente el partido del gobierno limitado y los impuestos más bajos, pasando por una fase populista antes de consolidarse en su papel familiar de partido progresista que aboga por un gobierno más amplio.

El Partido Republicano fue el partido progresista original de Lincoln, que defendía la abolición de la esclavitud en los territorios del oeste y promovía el «sistema estadounidense», que incluía un gobierno fuerte con un banco central, el desarrollo de infraestructuras federales, concesiones de tierras y aranceles elevados. A finales del siglo XIX, el ala progresista del partido fue superada por la facción de las grandes empresas, pero resurgió durante las administraciones de Theodore Roosevelt y William Howard Taft.

Sólo en la década de 1920, durante los gobiernos de Warren Harding y Calvin Coolidge, el Partido Republicano fue el partido del gobierno pequeño. Durante y después del New Deal demócrata (con Franklin Roosevelt) y del Fair Deal (con Harry Truman), la corriente republicana aceptó la mayor parte de la nueva expansión gubernamental a pesar de la retórica continua que insistía en los beneficios de un gobierno más pequeño. Por ejemplo, aunque Ronald Reagan dijo que “el gobierno era el problema”, el gasto federal se incrementó sustancialmente bajo su mandato.

Reagan se percató de que el partido podía obtener votos reduciendo los impuestos, pero no recortando programas gubernamentales populares. Después de George H. W. Bush, el último presidente republicano que se preocupó por los déficits presupuestarios y la deuda resultantes, y Bill Clinton -ambos hicieron esfuerzos de responsabilidad fiscal que finalmente crearon un superávit gubernamental-, George W. Bush y Donald Trump retornaron a la fórmula ganadora de elecciones de bajar los impuestos y aumentar el gasto. El vicepresidente de Bush, Dick Cheney, resumió mejor esta mentalidad: «Reagan demostró que los déficits no importan«. En contraste, los demócratas Barack Obama y Joe Biden hicieron un trabajo mucho menos eficaz que Clinton en cuanto a la reducción de los déficits heredados de los republicanos.

Ahora, el presidente electo Donald Trump parece dispuesto a revivir, al menos de manera retórica, la afirmación de Richard Nixon de que el presidente tiene la capacidad de incautar fondos que el Congreso ha asignado legalmente para ser gastados y que el presidente ya ha convertido en ley. Trump sugiere que lo haría para evitar que el Congreso gaste en exceso. Sin embargo, dada su historia de despilfarro durante su primer mandato, en el que incrementó la deuda nacional en 7,4 billones de dólares (trillones en inglés), es probable que busque redirigir esos fondos confiscados hacia otros fines. Un ejemplo claro de esto fue cuando, durante su primer mandato, desvió dinero del Departamento de Defensa para iniciar la construcción de su muro fronterizo.

En cualquier caso, dado que la Constitución otorga al Congreso la facultad primaria de controlar los fondos presupuestarios como una de sus funciones esenciales dentro del sistema de controles y equilibrios de Estados Unidos, la incautación unilateral de fondos legalmente asignados por parte del presidente es tanto inconstitucional como ilegal, según lo establece la Ley de Control del Presupuesto y la Incautación del Congreso de 1974. El Congreso no debería renunciar a este vital rol constitucional.

Durante las dos décadas en que los demócratas ocuparon la Casa Blanca, entre 1933 y 1953, el Partido Republicano se esforzó por mantener la visión del redactor constitucional de una presidencia con poderes limitados. Sin embargo, a medida que las perspectivas republicanas de recuperar la presidencia mejoraron, comenzaron a aliarse con los demócratas para expandir el papel del Ejecutivo. Richard Nixon, Ronald Reagan, George H. W. Bush, George W. Bush y Donald Trump no dudaron en ampliar el poder presidencial según su conveniencia.

Recientemente, presidentes como George W. Bush y Donald Trump han hecho de la expansión del poder ejecutivo uno de sus principales objetivos, adoptando la cuestionable teoría del ejecutivo unitario. Esta teoría sostiene que el presidente tiene control unilateral y absoluto sobre el poder ejecutivo. Los padres fundadores de la Constitución se revolverían en sus tumbas al ver cómo su sistema de controles dominado por el Congreso ha sido superado por una presidencia imperial y un poder judicial arrogante, que no solo se han hecho con el control, sino que también han usurpado el papel que el Congreso debía desempeñar.

Al presidente electo Trump también le gustaría que el Congreso renunciara a su facultad fundamental de aprobar los nombramientos del jefe del Ejecutivo para cubrir cargos en el gabinete y otros puestos federales de alto nivel. Desea que el Congreso tome la medida sin precedentes de entrar en receso durante el tiempo mínimo necesario para que él pueda designar a funcionarios temporales como “nombramientos de receso» sin ninguna aprobación parlamentaria. En los primeros siglos de la república, el Congreso sólo se reunía unos pocos meses al año debido a las exigencias de la economía agrícola y a las severas limitaciones de transporte y comunicación hacia y desde la capital de la nación. Los recesos temporales recogidos en la Constitución estaban pensados para que fueran escasos hasta que el Congreso pudiera reunirse de nuevo.

Hoy en día, el Congreso está en sesión más o menos continuamente. Los redactores de la Constitución no verían con buenos ojos que lo que ellos entendían como la principal rama del gobierno dejara de sesionar a propósito o se retirara para que una nueva presidencia imperial pudiera usurpar los principales poderes que le quedaban. Así pues, los republicanos que controlan el Senado y la Cámara de Representantes tienen una última oportunidad de oponerse a la extralimitación del ejecutivo, el resultado que más temían los redactores constitucionales y que su sistema de controles y equilibrios pretendía evitar.

Traducido por Gabriel Gasave

  • es Asociado Senior en el Independent Institute y Director del Centro Para la Paz y la Libertad del Instituto.

Artículos relacionados