En honor de mi difunto padre, el novelista Mario Vargas Llosa
Comparto con los lectores lo esencial del discurso fúnebre que pronuncié ante tu cuerpo el lunes 14 de abril, querido Varguitas, como te llamamos en la familia, por uno de tus personajes semiautobiográficos de una de tus novelas. Estaba presente un grupo de amigos y parientes.
El principal reto al que me enfrenté es que sentí que tenía que encontrar una fórmula para aludir a tu inmortalidad sin mencionar el alma, ya que eras agnóstico y habías dado instrucciones de que no se celebrara ninguna ceremonia religiosa. Al fin y al cabo, somos algo más que materia. Si un creador sobrevive a su muerte y ese creador es un agnóstico, ¿qué sobrevive, además de la obra?
La fórmula me la dio el elogio fúnebre de Víctor Hugo a George Sand, seudónimo masculino de una escritora de renombre. La mejor justificación no religiosa de la supervivencia. Tras llorar a la muerta y saludar a la inmortal, Víctor Hugo explica que la creadora se vuelve invisible en una de sus formas, la carnal, pero adquiere visibilidad en otra. Ya que la forma humana es una máscara que esconde el verdadero rostro, que es la idea, lo que sobrevive es eso, la idea. La idea Vargas Llosa.
Cada vez que un lector o lectora se traslade a los escenarios de tus novelas —el colegio militar, la Mangachería, Santa María de Nieva, la Lima cincuentera, el sertón brasileño, el Congo Belga de Leopoldo II, el Putumayo o Cinco Esquinas, que visitaste con tu nieto Leandro dos semanas antes de partir, lo que poblará la imaginación de esos lectores será la idea Vargas Llosa. Cada vez que alguien, en algún lugar, invoque el compromiso con tu tiempo y tu defensa de las libertades individuales, será, otra vez, la idea Vargas Llosa lo que convocarán. Como lo harán los amigos que recuerden la pequeña o gran anécdota, o mi madre, Patricia, o mis hermanos Gonzalo y Morgana, o nuestros seis hijos, dos por cabeza, cuando derramen una lágrima pensando en ti.
Entre los rasgos de tu personalidad que quise evocar aquel día, escogí tres: el iluso, el franco, el hidalgo. El iluso es propenso a ilusionarse sin tener en cuenta la realidad. Lo hiciste a menudo, poniendo de cabeza tu mundo y el de los tuyos.
¿Sabes cuándo descubrí al iluso? A los ocho años, cuando vivíamos en la avenida Reducto, en Lima, y a medianoche hubo ruidos de asaltantes que intentaban ingresar. Te vi coger una pantufla y salir, zapatilla en ristre, al encuentro de los malhechores, que seguramente iban armados. A mitad de camino, te detuviste un instante, calculando las probabilidades de derrotar al enemigo. Y, de pronto, el iluso: te aferraste a la babucha y continuaste tu camino, dispuesto al combate. Cuando llegaste a destino, ya habían partido, no sé si porque se habían llevado lo que querían o alucinados por tener enfrente a un rival munido del ridículo artilugio. Cuántas veces he recordado a lo largo de tu turbulenta vida el instante en que nació para mí el padre entregado a ilusiones tremebundas.
Tras el iluso, el franco: el hombre que dice su verdad sin prever las consecuencias de decirla. Yo tenía trece años y tú y mi madre habían decidido enviarme a un internado en Inglaterra para aprender a vivir lejos del yugo familiar y ampliar mis horizontes. Yo no hablaba inglés y me asaltó, semanas antes, el temor de que, incapaz de comunicarme con nadie, yo perdiera el don del habla. Me obsesionaba el temor a la mudez. El primer día, me llevabas de la mano y me atreví a preguntarte, aterrado: “Papá, ¿tú crees que si uno deja de hablar durante mucho tiempo puede quedarse mudo para siempre?”. Me dejaste helado cuando me respondiste: “Es muy probable que sí, Alvarín”. (Alvarín era la tierna versión diminutiva de mi nombre de pila que le gustaba usar). Cualquier otro padre habría disipado los temores del niño rápidamente; tú no pensaste en eso, sino en responderme con franqueza adulta. Había nacido en mí la imagen del padre franco. Cuántas veces he recordado aquel día viéndote armar líos alrededor del mundo por decir verdades —literarias, políticas, personales— incómodas.
Tras el franco, el hidalgo. Durante una olvidable campaña electoral tras la caída de un régimen autoritario que ambos habíamos combatido, tuvimos un desencuentro. El favorito y héroe del momento, a quien yo, junto con otros independientes, había respaldado visiblemente, me fue decepcionando a pasos agigantados. Te llamé para decirte que rompería con él. (Residías en el extranjero). Te enfadaste mucho: “Vas a hacer daño a la causa democrática”. Decidí, a pesar de todo, apartarme, lo que provocó, en efecto, un escandalillo. Tú, Varguitas, saliste públicamente a desautorizarme. Me dolió. Nos distanciamos unos meses. Varios años después, cuando ya nadie recordaba aquel episodio y el expresidente estaba preso, me di con la sorpresa, al abrir El País, el diario español donde escribías un articulo quincenal, para encontrar una columna en la que me pedias disculpas. Me conmovió hasta los huesos. Había nacido en mí la idea del padre hidalgo.
Allá afuera veo que el mundo —de Estados Unidos a Irán, de España a la India, del Líbano al Perú— despide al creador de realidades de palabras, al suplantador literario de Dios, al líder cívico. Nosotros, aquí en la intimidad, lo que despedimos es al forzado que trabajaba con la disciplina de un (buen) militar o un deportista de élite, al hombre que odiaba las aceitunas más que a los dictadores, al candidato que se encerraba en un baño cinco minutos para leer a Góngora en medio de una urgente campaña electoral, al carnívoro y al goloso, al cinéfilo sin cura, al guía que nos pedía leer dos horas a su lado cuando éramos chicos (a ver si la costumbre engendraba el gusto, y ocurrió), al aventurero infantil, al tipo que gritaba gol con la misma euforia con que dos días antes de morir, cuando te leí Le Bateau ivre la obra maestra del poeta francés Rimbaud al oído, me dijo, con los ojos brillando de emoción: “Je me souvenais du rythme, pas des mots” (“me acordaba del ritmo, no de las palabras”).
Mi diálogo contigo empezó hace unos 46 años, cuando yo tenía doce o trece. Hace unos días, yo recorría las zonas del antiguo imperio aqueménida cuando recibí una llamada que me hizo dar la vuelta al mundo hasta llegar a Lima. Viajaba para dar por concluido ese diálogo para siempre. Me recibiste con una risotada que quería decir: te equivocas, ese diálogo continuará, pero de otra forma. (Pues te cuento, ya que el diálogo continúa, que, como todos los dramas, el tuyo tiene un toque tragicómico: mientras tú agonizabas, morías y se iniciaba mi duelo, mi pareja, a la que conociste, no tuvo mejor idea que regresar a su país para siempre sin que medie una conversación de despedida o una explicación definitiva).
El Perú y América Latina han perdido a uno de sus mejores hombres. La literatura, patria sin lindes, a uno de sus grandes creadores. Morgana, que batalló como leona en estos meses; Gonzalo, que viajó tantas veces desde Siria, donde cumple responsabilidades para el ACNUR, hasta Lima; nuestra madre, Patricia, esa santa en vida, y yo, junto a nuestros hijos, hemos perdido un trozo de nosotros (y a mi mejor amigo). Pero, como dicen que le dijo Renoir a Matisse cuando este lo vio pintando a pesar del traumático reúma que sufría: “El dolor pasa, la belleza permanece”.
Adiós, Varguitas querido.