Voy a aceptar que estar en una guerra permanente podría ser visto como algo insólito de desear, pero dejemos a un lado por un momento la pregunta de «por qué», aceptando que usted no la desearía a menos que estuviese alerta para obtener algo significativo de ella. Sin embargo, si por razones que usted halló adecuadas, deseó estar en una guerra permanente, ¿qué necesitaría a fin de tornar viable una política como ésa en una sociedad democrática como son los Estados Unidos?
Primero, usted necesitaría que la sociedad tuviese una ideología dominante—un sistema de creencias extensamente compartido sobre las relaciones sociales y políticas—dentro de la cuál el hecho de tener una guerra permanente luciera como una política deseable, dado el propio contenido de la ideología y las pertinentes circunstancias aceptadas por sus adherentes. Algo así como el patrioterismo y el anticomunismo estadounidense podrían ser el truco. Funcionó muy bien durante el casi medio siglo de la Guerra Fría. La belleza del anti-comunismo como ideología totalizadora, era que la misma podía servir para justificar una amplia variedad de acciones políticamente convenientes tanto aquí como en el exterior. Los comunistas, usted recordará, estaban por todas partes: no sólo en Moscú y Sevastopol, sino tal vez en Miniápolis y San Francisco. Teníamos que permanecer alertas; nunca podíamos bajar la guardia, en ninguna parte.
Segundo, usted precisaría de crisis periódicas, porque sin ellas el público se vuelve manso, carente de temor, y por lo tanto poco dispuesto a soportar las pesadas cargas que debe sobrellevar si el gobierno va a mantener una guerra permanente. Como le dijera a Truman el senador Arthur Vandenberg Harry en 1947, a comienzos de la Guerra Fría, el obtener el apoyo del público para una campaña global perpetua requiere que el gobierno «atemorice al pueblo estadounidense.» Cada crisis despierta las inseguridades del pueblo y lo hace una vez más dispuesto a pagar el precio establecido, ya sea que el mismo tome la forma de su tesoro, de sus libertades, o de la sangre de sus jóvenes. Algo como la (supuesta) brecha misilística, los (supuestos) ataques del Golfo de Tonkin contra los navíos de los EE.UU., o la (real!) toma de rehenes en la embajada estadounidense en Teherán la harán agradable, al menos por un rato. Las crisis por su propia naturaleza eventualmente se desvanecen, y nuevas deben aparecer—o hacer que aparezcan—para atender a la necesidad actual.
Tercero, usted necesitaría de algunos grupos políticamente poderosos cuyos miembros puedan beneficiarse substancialmente con una guerra permanente, en términos de alcanzar sus urgentes objetivos personales y grupales. Llámeme grosero, pero he notado que pocas personas permanecerán comprometidas durante mucho tiempo a menos que haya «algo en ella para ellos.»
Durante la Guerra Fría, el conglomerado de partes personalmente interesadas estaba formado por aquellos que integran el complejo militar-industrial-parlamentario (MICC como se lo conoce por su sigla en inglés). Los generales y los almirantes prosperaron comandando unas fuerzas armadas enormes, sostenidas por un presupuesto pródigo. Los grandes contratistas de la defensa gozaron de amplios retornos a un riesgo mínimo (debido a que podían esperar que si fracasaban majestuosamente, una ayuda financiera estaría disponible). Los miembros del Congreso que pertenecían a las fuerzas armadas descuidadas y a los comités de apropiaciones podían explotar exitosamente sus posiciones en contribuciones para la campaña y en varias clases de ingresos en especie. Presidiendo la totalidad del complejo, por supuesto, el presidente, su Consejo de Seguridad Nacional, y sus muchos subordinados, consejeros, consultores, y allegados gozaron de las ventajas políticas asociadas con el control de los asuntos diplomáticos y militares de una gran nación—para no hablar de la alegría absoluta que cierta gente obtiene al manejar o influir en el gran poder. No había aquí ninguna conspiración, por supuesto, tan sólo mucha gente dentro de sus nichos, haciéndolo bien mientras proclamaban que estaban haciendo el bien (recuérdese la ideología y los elementos de la crisis). Todos buscando servir solamente al interés público común. Absolutamente.
Las observaciones precedentes han sido ampliamente aceptadas por varias generaciones de estudiantes de la Guerra Fría. No obstante, en la actualidad, usted puede protestar: que la Guerra Fría terminó, que la URSS no existe más, que la amenaza del comunismo kaput. Bajo las condiciones de la post Guerra Fría, ¿cómo podemos tener una guerra permanente? Bien, todo lo que precisamos hacer es sustituir la pieza que falta.
Si la ideología del anti-comunismo no puede servir ya para justificar una guerra permanente, coloquemos en su lugar la amplia justificación de una «guerra contra el terrorismo.» De hecho, esta sustitución por lo que el Presidente George W. Bush denomina repetidamente «una nueva clase de guerra» implica una mejora para los principales actores, porque mientras que la Guerra Fría no podía ser sostenida una vez que la URSS implosionó y el comunismo internacional fue vertido en el basurero de la historia, una guerra contra el terrorismo, con todos sus beneficios asociados, puede durar por siempre. Después de todo, siempre y cuando el presidente diga que posee información de inteligencia en el sentido de que «ellos» permanecen allí fuera conspirando para matarnos a todos, ¿quiénes somos nosotros para discutir si la amenaza existe y debe ser atendida? El humo apenas se había dispersado en Ground Cero (denominación en inglés, tras el atentado terrorista del 09/11/01, para el sitio en el que se erigían las torres gemelas del World Trade Center) cuando el vicepresidente Dick Cheney declaró el 19 de octubre de 2001 que la guerra contra el terrorismo «puede no terminar nunca. Es la nueva normalidad.»
Así como durante la Guerra Fría difícilmente algún estadounidense posó sus ojos sobre un comunista verdadero, pero no obstante casi todos creían que los comunistas estaban al acecho por todas partes, ahora todos nosotros podemos suponer que cualquiera, en cualquier lugar, podría ser un terrorista mortal en posesión de un maletín con una bomba nuclear o una jarra de esporas de ántrax. De hecho, las actuales medidas de seguridad aeroportuaria están basadas exactamente en base a tal creencia—de otra manera no tiene sentido la revisión de una abuela en el aeropuerto Dulles International.
Los potenciales terroristas se encuentran «allí fuera,» sin duda, en el maravilloso mundo del islam, un arco que se extiende desde Marruecos a través de África del Norte, del Oriente Medio, y del Sudeste Asiático hasta Malasia, y a través de Indonesia hasta Mindanao, por no mencionar a Londres, Ámsterdam, y Hamburgo. Y eso es bueno, porque significa que los líderes de los EE.UU. deben hacer que la totalidad del mundo exterior cumpla con sus reglas estipuladas de la participación en la guerra contra el terrorismo. Es una cosa delicada dominar el mundo, una cosa aún más delicada hacerlo correctamente.
Mejor todavía, el omnipresente potencial de los terroristas justifica a los líderes estadounidenses en sus esfuerzos por sobrealimentar el estado de vigilancia y policial aquí dentro del país, con la Ley Patriota de los EE.UU., el renacimiento de las actividades de COINTELPRO (nombre en código para el programa de contrainteligencia domestica) del FBI, y todo lo demás. Adiós Bill of Rights. La criatura más sencilla entiende que estas nuevas facultades darán lugar a otros propósitos políticos que no tienen nada que ver con el terrorismo. De hecho, ya lo han hecho. Como The New York Times lo divulgara el 5 de mayo de 2003, «el Departamento de Justicia ha comenzado a emplear sus facultades antiterroristas ampliadas para confiscar millones de dólares de bancos extranjeros que hacen negocios en los Estados Unidos» y «la mayoría de las incautaciones han involucrado fraude e investigaciones sobre el lavado de dinero no relacionadas con el terrorismo.»
La justificación para la guerra contra el terrorismo ha probado ser agradable al público estadounidense, el que se ha tragado falsas aseveraciones del gobierno acerca de que la supuesta guerra los está volviendo más seguros. Mucha de esta aceptación se origina, sin duda alguna, en el impacto que muchos estadounidenses experimentaron cuando los ataques terroristas del 11 de septiembre causaran tanta devastación. Siempre alerta, la consejera de seguridad nacional del presidente Condoleeza Rice pidió al Consejo de Seguridad Nacional inmediatamente que «pensara seriamente acerca de cómo ustedes capitalizarían estas oportunidades para cambiar fundamentalmente la doctrina estadounidense y la forma del mundo en la estela del 11 de septiembre.» Los subordinados más poderosos e influyentes del presidente—Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, y su grupo íntimo—pusieron en marcha entonces una serie de acciones (y una inundación de desinformación) para ponerse en ventaja, medidas que culminaron en la invasión militar y la conquista primero de Afganistán y luego de Irak, entre muchas otras cosas. Las encuestas de opinión pública continúan exhibiendo grados excepcionalmente altos la aprobación para «el trabajo que el presidente está haciendo,» así que en la Casa Blanca todos se encuentran de hecho felices.
Asimismo, el componente militar del MICC ha entrado en el paraíso. Durante el ejercicio fiscal 2000, antes de que George Bush hubiese asumido su cargo, los gastos del Departamento de Defensa ascendían a $281 mil millones. Apenas cuatro años más tarde, asumiendo que el Congreso le otorgue al presidente lo qué él ha solicitado para el ejercicio fiscal 2004, el presupuesto del departamento será de por lo menos $399 mil millones—un aumento del 42 por ciento. No sorprende entonces que los generales y los almirantes estén bailando en los pasillos del Pentágono: ¡Además todo este botín y menciones de tiempos de guerra y promociones!
Las épocas desahogadas para el cuerpo de oficiales se han derramado apropiadamente sobre los grandes contratistas de armas, cuyos precios han estado respaldando agradablemente la tendencia de la continua declinación del mercado bursátil durante los últimos dos años. Con tan sólo una excepción, todos los principales sistemas de armamentos han sobrevivido a las amenazas de su financiamiento, y sus fabricantes pueden esperar décadas de descanso bien pago a medida que proveen los modelos B, C, D, y así sucesivamente, así como todos los remunerativos mantenimientos y reparaciones, entrenamiento operacional, actualización de software, y los bienes y servicios relacionados para su armamento tipo Guerra Fría en búsqueda de un enemigo conveniente. En las inmortales palabras del vicepresidente de Boing Harry Stonecipher, «la cartera ahora está abierta.» Como lo informara The Wall Street Journal, «La campaña anti terror está generando para algunos épocas remarcablemente desahogadas para las fuerzas armadas, y la necesidad de opciones comprometidas sobre los sistemas de armamentos se han evaporado del todo.»
El Congreso también saborea esta situación. En las actuales circunstancias, los miembros pueden utilizar más fácilmente el gasto en armas para engrasar sus propios proyectos reeleccionistas. «En una voz bipartidista,» informó el The New York Times, los «legisladores en el Capitolio se encuentran diciéndole al Pentágono que desean incrementar el gasto en programas de armas convencionales costosas, particularmente buques de guerra y aviones.» Por otra parte, algunos miembros continúan maniobrando para detener o retrasar los cierres de bases que podrían ahorrarle al Pentágono miles de millones de dólares en gastos que incluso los generales ven como insustanciales.
En medio del regocijo general, sin embargo, la élite del poder estima que casi dos años han transcurrido desde el 11 de septiembre de 2001, y el pánico del público ha comenzado a desplomarse. Eso no ocurrirá. Por consiguiente, el 9 de junio el gobierno lanzó un informe de que existe una «alta probabilidad» de un ataque de al-Qaida con un arma de destrucción masiva en los dos próximos años. Si ningún ataque resultase, por supuesto, entonces las autoridades tendrán que lanzar otro informe espeluznante en el momento apropiado. Lograr mantener a la gente alerta—»vigilantes,» como le gusta decir al zar de la Seguridad de la Patria.
Por lo tanto allí la tiene: la guerra contra el terrorismo—la nueva guerra permanente—es una ganadora. El presidente la ama. La oficialidad militar la ama. Los peces gordos en Boeing y Lockheed la aman. Los miembros del Congreso la aman. El público la ama. Todos nosotros la amamos.
Excepto, quizás, ese raro ciudadano que se pregunta si, considerando todos los aspectos, el tener una guerra permanente es verdaderamente una buena idea para la golpeada economía de los EE.UU. y para las libertades del pueblo estadounidense.
Traducido por Gabriel Gasave
Supongamos que usted deseaba tener una guerra permanente
Voy a aceptar que estar en una guerra permanente podría ser visto como algo insólito de desear, pero dejemos a un lado por un momento la pregunta de «por qué», aceptando que usted no la desearía a menos que estuviese alerta para obtener algo significativo de ella. Sin embargo, si por razones que usted halló adecuadas, deseó estar en una guerra permanente, ¿qué necesitaría a fin de tornar viable una política como ésa en una sociedad democrática como son los Estados Unidos?
Primero, usted necesitaría que la sociedad tuviese una ideología dominante—un sistema de creencias extensamente compartido sobre las relaciones sociales y políticas—dentro de la cuál el hecho de tener una guerra permanente luciera como una política deseable, dado el propio contenido de la ideología y las pertinentes circunstancias aceptadas por sus adherentes. Algo así como el patrioterismo y el anticomunismo estadounidense podrían ser el truco. Funcionó muy bien durante el casi medio siglo de la Guerra Fría. La belleza del anti-comunismo como ideología totalizadora, era que la misma podía servir para justificar una amplia variedad de acciones políticamente convenientes tanto aquí como en el exterior. Los comunistas, usted recordará, estaban por todas partes: no sólo en Moscú y Sevastopol, sino tal vez en Miniápolis y San Francisco. Teníamos que permanecer alertas; nunca podíamos bajar la guardia, en ninguna parte.
Segundo, usted precisaría de crisis periódicas, porque sin ellas el público se vuelve manso, carente de temor, y por lo tanto poco dispuesto a soportar las pesadas cargas que debe sobrellevar si el gobierno va a mantener una guerra permanente. Como le dijera a Truman el senador Arthur Vandenberg Harry en 1947, a comienzos de la Guerra Fría, el obtener el apoyo del público para una campaña global perpetua requiere que el gobierno «atemorice al pueblo estadounidense.» Cada crisis despierta las inseguridades del pueblo y lo hace una vez más dispuesto a pagar el precio establecido, ya sea que el mismo tome la forma de su tesoro, de sus libertades, o de la sangre de sus jóvenes. Algo como la (supuesta) brecha misilística, los (supuestos) ataques del Golfo de Tonkin contra los navíos de los EE.UU., o la (real!) toma de rehenes en la embajada estadounidense en Teherán la harán agradable, al menos por un rato. Las crisis por su propia naturaleza eventualmente se desvanecen, y nuevas deben aparecer—o hacer que aparezcan—para atender a la necesidad actual.
Tercero, usted necesitaría de algunos grupos políticamente poderosos cuyos miembros puedan beneficiarse substancialmente con una guerra permanente, en términos de alcanzar sus urgentes objetivos personales y grupales. Llámeme grosero, pero he notado que pocas personas permanecerán comprometidas durante mucho tiempo a menos que haya «algo en ella para ellos.»
Durante la Guerra Fría, el conglomerado de partes personalmente interesadas estaba formado por aquellos que integran el complejo militar-industrial-parlamentario (MICC como se lo conoce por su sigla en inglés). Los generales y los almirantes prosperaron comandando unas fuerzas armadas enormes, sostenidas por un presupuesto pródigo. Los grandes contratistas de la defensa gozaron de amplios retornos a un riesgo mínimo (debido a que podían esperar que si fracasaban majestuosamente, una ayuda financiera estaría disponible). Los miembros del Congreso que pertenecían a las fuerzas armadas descuidadas y a los comités de apropiaciones podían explotar exitosamente sus posiciones en contribuciones para la campaña y en varias clases de ingresos en especie. Presidiendo la totalidad del complejo, por supuesto, el presidente, su Consejo de Seguridad Nacional, y sus muchos subordinados, consejeros, consultores, y allegados gozaron de las ventajas políticas asociadas con el control de los asuntos diplomáticos y militares de una gran nación—para no hablar de la alegría absoluta que cierta gente obtiene al manejar o influir en el gran poder. No había aquí ninguna conspiración, por supuesto, tan sólo mucha gente dentro de sus nichos, haciéndolo bien mientras proclamaban que estaban haciendo el bien (recuérdese la ideología y los elementos de la crisis). Todos buscando servir solamente al interés público común. Absolutamente.
Las observaciones precedentes han sido ampliamente aceptadas por varias generaciones de estudiantes de la Guerra Fría. No obstante, en la actualidad, usted puede protestar: que la Guerra Fría terminó, que la URSS no existe más, que la amenaza del comunismo kaput. Bajo las condiciones de la post Guerra Fría, ¿cómo podemos tener una guerra permanente? Bien, todo lo que precisamos hacer es sustituir la pieza que falta.
Si la ideología del anti-comunismo no puede servir ya para justificar una guerra permanente, coloquemos en su lugar la amplia justificación de una «guerra contra el terrorismo.» De hecho, esta sustitución por lo que el Presidente George W. Bush denomina repetidamente «una nueva clase de guerra» implica una mejora para los principales actores, porque mientras que la Guerra Fría no podía ser sostenida una vez que la URSS implosionó y el comunismo internacional fue vertido en el basurero de la historia, una guerra contra el terrorismo, con todos sus beneficios asociados, puede durar por siempre. Después de todo, siempre y cuando el presidente diga que posee información de inteligencia en el sentido de que «ellos» permanecen allí fuera conspirando para matarnos a todos, ¿quiénes somos nosotros para discutir si la amenaza existe y debe ser atendida? El humo apenas se había dispersado en Ground Cero (denominación en inglés, tras el atentado terrorista del 09/11/01, para el sitio en el que se erigían las torres gemelas del World Trade Center) cuando el vicepresidente Dick Cheney declaró el 19 de octubre de 2001 que la guerra contra el terrorismo «puede no terminar nunca. Es la nueva normalidad.»
Así como durante la Guerra Fría difícilmente algún estadounidense posó sus ojos sobre un comunista verdadero, pero no obstante casi todos creían que los comunistas estaban al acecho por todas partes, ahora todos nosotros podemos suponer que cualquiera, en cualquier lugar, podría ser un terrorista mortal en posesión de un maletín con una bomba nuclear o una jarra de esporas de ántrax. De hecho, las actuales medidas de seguridad aeroportuaria están basadas exactamente en base a tal creencia—de otra manera no tiene sentido la revisión de una abuela en el aeropuerto Dulles International.
Los potenciales terroristas se encuentran «allí fuera,» sin duda, en el maravilloso mundo del islam, un arco que se extiende desde Marruecos a través de África del Norte, del Oriente Medio, y del Sudeste Asiático hasta Malasia, y a través de Indonesia hasta Mindanao, por no mencionar a Londres, Ámsterdam, y Hamburgo. Y eso es bueno, porque significa que los líderes de los EE.UU. deben hacer que la totalidad del mundo exterior cumpla con sus reglas estipuladas de la participación en la guerra contra el terrorismo. Es una cosa delicada dominar el mundo, una cosa aún más delicada hacerlo correctamente.
Mejor todavía, el omnipresente potencial de los terroristas justifica a los líderes estadounidenses en sus esfuerzos por sobrealimentar el estado de vigilancia y policial aquí dentro del país, con la Ley Patriota de los EE.UU., el renacimiento de las actividades de COINTELPRO (nombre en código para el programa de contrainteligencia domestica) del FBI, y todo lo demás. Adiós Bill of Rights. La criatura más sencilla entiende que estas nuevas facultades darán lugar a otros propósitos políticos que no tienen nada que ver con el terrorismo. De hecho, ya lo han hecho. Como The New York Times lo divulgara el 5 de mayo de 2003, «el Departamento de Justicia ha comenzado a emplear sus facultades antiterroristas ampliadas para confiscar millones de dólares de bancos extranjeros que hacen negocios en los Estados Unidos» y «la mayoría de las incautaciones han involucrado fraude e investigaciones sobre el lavado de dinero no relacionadas con el terrorismo.»
La justificación para la guerra contra el terrorismo ha probado ser agradable al público estadounidense, el que se ha tragado falsas aseveraciones del gobierno acerca de que la supuesta guerra los está volviendo más seguros. Mucha de esta aceptación se origina, sin duda alguna, en el impacto que muchos estadounidenses experimentaron cuando los ataques terroristas del 11 de septiembre causaran tanta devastación. Siempre alerta, la consejera de seguridad nacional del presidente Condoleeza Rice pidió al Consejo de Seguridad Nacional inmediatamente que «pensara seriamente acerca de cómo ustedes capitalizarían estas oportunidades para cambiar fundamentalmente la doctrina estadounidense y la forma del mundo en la estela del 11 de septiembre.» Los subordinados más poderosos e influyentes del presidente—Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, y su grupo íntimo—pusieron en marcha entonces una serie de acciones (y una inundación de desinformación) para ponerse en ventaja, medidas que culminaron en la invasión militar y la conquista primero de Afganistán y luego de Irak, entre muchas otras cosas. Las encuestas de opinión pública continúan exhibiendo grados excepcionalmente altos la aprobación para «el trabajo que el presidente está haciendo,» así que en la Casa Blanca todos se encuentran de hecho felices.
Asimismo, el componente militar del MICC ha entrado en el paraíso. Durante el ejercicio fiscal 2000, antes de que George Bush hubiese asumido su cargo, los gastos del Departamento de Defensa ascendían a $281 mil millones. Apenas cuatro años más tarde, asumiendo que el Congreso le otorgue al presidente lo qué él ha solicitado para el ejercicio fiscal 2004, el presupuesto del departamento será de por lo menos $399 mil millones—un aumento del 42 por ciento. No sorprende entonces que los generales y los almirantes estén bailando en los pasillos del Pentágono: ¡Además todo este botín y menciones de tiempos de guerra y promociones!
Las épocas desahogadas para el cuerpo de oficiales se han derramado apropiadamente sobre los grandes contratistas de armas, cuyos precios han estado respaldando agradablemente la tendencia de la continua declinación del mercado bursátil durante los últimos dos años. Con tan sólo una excepción, todos los principales sistemas de armamentos han sobrevivido a las amenazas de su financiamiento, y sus fabricantes pueden esperar décadas de descanso bien pago a medida que proveen los modelos B, C, D, y así sucesivamente, así como todos los remunerativos mantenimientos y reparaciones, entrenamiento operacional, actualización de software, y los bienes y servicios relacionados para su armamento tipo Guerra Fría en búsqueda de un enemigo conveniente. En las inmortales palabras del vicepresidente de Boing Harry Stonecipher, «la cartera ahora está abierta.» Como lo informara The Wall Street Journal, «La campaña anti terror está generando para algunos épocas remarcablemente desahogadas para las fuerzas armadas, y la necesidad de opciones comprometidas sobre los sistemas de armamentos se han evaporado del todo.»
El Congreso también saborea esta situación. En las actuales circunstancias, los miembros pueden utilizar más fácilmente el gasto en armas para engrasar sus propios proyectos reeleccionistas. «En una voz bipartidista,» informó el The New York Times, los «legisladores en el Capitolio se encuentran diciéndole al Pentágono que desean incrementar el gasto en programas de armas convencionales costosas, particularmente buques de guerra y aviones.» Por otra parte, algunos miembros continúan maniobrando para detener o retrasar los cierres de bases que podrían ahorrarle al Pentágono miles de millones de dólares en gastos que incluso los generales ven como insustanciales.
En medio del regocijo general, sin embargo, la élite del poder estima que casi dos años han transcurrido desde el 11 de septiembre de 2001, y el pánico del público ha comenzado a desplomarse. Eso no ocurrirá. Por consiguiente, el 9 de junio el gobierno lanzó un informe de que existe una «alta probabilidad» de un ataque de al-Qaida con un arma de destrucción masiva en los dos próximos años. Si ningún ataque resultase, por supuesto, entonces las autoridades tendrán que lanzar otro informe espeluznante en el momento apropiado. Lograr mantener a la gente alerta—»vigilantes,» como le gusta decir al zar de la Seguridad de la Patria.
Por lo tanto allí la tiene: la guerra contra el terrorismo—la nueva guerra permanente—es una ganadora. El presidente la ama. La oficialidad militar la ama. Los peces gordos en Boeing y Lockheed la aman. Los miembros del Congreso la aman. El público la ama. Todos nosotros la amamos.
Excepto, quizás, ese raro ciudadano que se pregunta si, considerando todos los aspectos, el tener una guerra permanente es verdaderamente una buena idea para la golpeada economía de los EE.UU. y para las libertades del pueblo estadounidense.
Traducido por Gabriel Gasave
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