Los Estados Unidos harían bien en prestar atención a los recientes acontecimientos en Colombia, que ponen en entredicho su estrategia andina. Un Presidente enormemente popular, Alvaro Uribe, principal aliado de Washington en la guerra contra las drogas, ha sufrido una masiva derrota en un referéndum que pretendía la aprobación de una reforma fiscal y política, así como en las elecciones locales. La participación en el referéndum no alcanzó el mínimo legal, de modo que el congelamiento de salarios y pensiones sometido a votación, así como una reforma dirigida a disminuir los poderes de los partidos políticos, fueron desechadas. Además, el Polo Democrático, reciente alianza de izquierda, ganó las elecciones locales en las tres principales ciudades—Bogotá, Medellín y Cali—pese a la imputación oficial de que era condescendiente con las organizaciones terroristas marxistas financiadas por la droga.
En los días previos a la votación, era tal la confianza del gobierno, que su servicio de seguridad organizó en Cartagena una reunión internacional de analistas de inteligencia y de intelectuales para valorar su exitosa estrategia. Hoy, varias personalidades clave del gabinete de Uribe han renunciado y la jerarquía militar ha sido despedida. El aura de invencibilidad de la Administración ha cedido el lugar al pánico.
Los EE.UU. habían centrado su estrategia andina sobre la guerra que libra el gobierno colombiano. Bajo el Plan Colombia, Clinton proporcionó $1.3 mil millones al predecesor de Uribe, y el Presidente Bush amplió el compromiso con $2 mil millones frescos cuando Uribe asumió el poder, intensificando la ayuda militar. Washington estaba convencido de que Uribe, un conservador sin medias tintas, restauraría el prestigio de la guerra contra las drogas después de la debacle de los años 90, cuando las hojas de coca resurgieron en Colombia, Perú y Bolivia pese a la fumigación indiscriminada con químicos (glyphosate) y a los esquemas de sustitución de cultivos, y cuando la implacable prohibición fue incapaz de detener la oferta de los contrabandistas (los precios callejeros en los EE.UU. se han mantenido en alrededor de los $100 por gramo, lo que ilustra el fracaso de dicha política).
Esta vez, todo parecía estar marchando bien para la guerra que libra Uribe, hasta que el pueblo fue consultado respecto al pago de sus consecuencias en el referéndum.
El déficit fiscal alcanzó el 6 por ciento el pasado año, y el objetivo del 3 por ciento para este año dependía de los recortes propuestos. La deuda asciende a más del 50 por ciento del PBI y ha despertado rumores de una posible cesación de pagos. Los impuestos han subido desde que Uribe asumió el control a efectos de financiar el esfuerzo militar. Es contra este contexto que el gobierno colombiano le estaba pidiendo al pueblo que hiciese nuevos sacrificios de hasta $1 mil millones para financiar un esfuerzo que en buena medida es un asunto de interés interno de los EE.UU..
Siempre que exista una demanda significativa por un producto en particular, el efecto de la prohibición será la creación de imperios dedicados al mercado negro. Estos se enfrascarán algunas veces en guerras territoriales con otras organizaciones del mundo subterráneo, pero, cuando les resulte conveniente, trabarán también en alianzas con ellas. El gobierno entonces se verá forzado a redoblar los esfuerzos para intentar eliminar su propia creación. Eso es lo que ocurrió durante los años de la Prohibición en los EE.UU..—y lo mismo que ha acontecido en Colombia, en donde las drogas y el terrorismo están ahora intensamente entrelazados, y donde el gobierno solicita interminables sacrificios para combatir lo que es en parte una creación de la guerra contra las drogas.
Si un estado policial fuera repentinamente a suprimir la coca y a eliminar a cada contrabandista en Colombia, otros países suministrarían la cocaína. Y supongamos que la región andina fuese a convertirse en un área libre de coca (imagínese lo que eso costaría a los contribuyentes estadounidenses, que actualmente gastan $609 por segundo para financiar el esfuerzo federal contra las drogas y mantener a la Drug Enforcement Agency o DEA, que emplea a 9.000 personas). En cuestión de minutos, la coca surgiría en otros rincones del mundo.
Los estragos provocados por este conflicto en América Latina ya van más allá de la región andina. En los años 90, gracias a la guerra contra las drogas, el punto de entrada en los EE.UU. se desplazó desde la Florida hasta California y Tejas. Como sucede con cualquier mercado, la oportunidad engendra el negocio—los contrabandistas mexicanos pasaron a ocuparse del tráfico a través de frontera y México se vio repentinamente inmiscuido en el conflicto, lo cual se agregó agravó su crisis de orden público, su corrupción y sus inestables relaciones con los EE.UU..
¿Aprueban los colombianos al terrorismo de izquierda que mata, mutila y secuestra a civiles inocentes? No, y es por eso que continúan brindándole a Uribe altos grados de aprobación. ¿Quieren financiar, también, una campaña cuya magnitud es consecuencia de la guerra contra las drogas? No, y esa es la razón porque el paquete de Uribe ha sido derrotado en la consulta.
Los colombianos no han rechazado la reforma política como tal, sino las causas ocultas de la crisis en la que se encuentra el sistema político. Esta debe ser la conclusión que se desprende de un referéndum que dijo “No” a la reforma política mientras que el 70 por ciento del país sigue expresando a los encuestadores que está de acuerdo con la vocación de Uribe por limpiar la casa.
Colombia es uno de los pocos países que preservó su democracia durante las décadas de dictadura en América latina, y es famosa por sus juristas. Los elementos autoritarios que se están comenzando a evidenciar en esta guerra (incluyendo un fallido intento para rediseñar la Constitución y pavimentar el camino para la reelección del Presidente) han asustado a los colombianos de a pie, resueltos, como están, a combatir a los terroristas. Y ahora han hablado en defensa de sus libertades civiles.
¿Prestará Washington atención a lo que allí ha ocurrido?
ColombiaDe la invencibilidad al pánico
Los Estados Unidos harían bien en prestar atención a los recientes acontecimientos en Colombia, que ponen en entredicho su estrategia andina. Un Presidente enormemente popular, Alvaro Uribe, principal aliado de Washington en la guerra contra las drogas, ha sufrido una masiva derrota en un referéndum que pretendía la aprobación de una reforma fiscal y política, así como en las elecciones locales. La participación en el referéndum no alcanzó el mínimo legal, de modo que el congelamiento de salarios y pensiones sometido a votación, así como una reforma dirigida a disminuir los poderes de los partidos políticos, fueron desechadas. Además, el Polo Democrático, reciente alianza de izquierda, ganó las elecciones locales en las tres principales ciudades—Bogotá, Medellín y Cali—pese a la imputación oficial de que era condescendiente con las organizaciones terroristas marxistas financiadas por la droga.
En los días previos a la votación, era tal la confianza del gobierno, que su servicio de seguridad organizó en Cartagena una reunión internacional de analistas de inteligencia y de intelectuales para valorar su exitosa estrategia. Hoy, varias personalidades clave del gabinete de Uribe han renunciado y la jerarquía militar ha sido despedida. El aura de invencibilidad de la Administración ha cedido el lugar al pánico.
Los EE.UU. habían centrado su estrategia andina sobre la guerra que libra el gobierno colombiano. Bajo el Plan Colombia, Clinton proporcionó $1.3 mil millones al predecesor de Uribe, y el Presidente Bush amplió el compromiso con $2 mil millones frescos cuando Uribe asumió el poder, intensificando la ayuda militar. Washington estaba convencido de que Uribe, un conservador sin medias tintas, restauraría el prestigio de la guerra contra las drogas después de la debacle de los años 90, cuando las hojas de coca resurgieron en Colombia, Perú y Bolivia pese a la fumigación indiscriminada con químicos (glyphosate) y a los esquemas de sustitución de cultivos, y cuando la implacable prohibición fue incapaz de detener la oferta de los contrabandistas (los precios callejeros en los EE.UU. se han mantenido en alrededor de los $100 por gramo, lo que ilustra el fracaso de dicha política).
Esta vez, todo parecía estar marchando bien para la guerra que libra Uribe, hasta que el pueblo fue consultado respecto al pago de sus consecuencias en el referéndum.
El déficit fiscal alcanzó el 6 por ciento el pasado año, y el objetivo del 3 por ciento para este año dependía de los recortes propuestos. La deuda asciende a más del 50 por ciento del PBI y ha despertado rumores de una posible cesación de pagos. Los impuestos han subido desde que Uribe asumió el control a efectos de financiar el esfuerzo militar. Es contra este contexto que el gobierno colombiano le estaba pidiendo al pueblo que hiciese nuevos sacrificios de hasta $1 mil millones para financiar un esfuerzo que en buena medida es un asunto de interés interno de los EE.UU..
Siempre que exista una demanda significativa por un producto en particular, el efecto de la prohibición será la creación de imperios dedicados al mercado negro. Estos se enfrascarán algunas veces en guerras territoriales con otras organizaciones del mundo subterráneo, pero, cuando les resulte conveniente, trabarán también en alianzas con ellas. El gobierno entonces se verá forzado a redoblar los esfuerzos para intentar eliminar su propia creación. Eso es lo que ocurrió durante los años de la Prohibición en los EE.UU..—y lo mismo que ha acontecido en Colombia, en donde las drogas y el terrorismo están ahora intensamente entrelazados, y donde el gobierno solicita interminables sacrificios para combatir lo que es en parte una creación de la guerra contra las drogas.
Si un estado policial fuera repentinamente a suprimir la coca y a eliminar a cada contrabandista en Colombia, otros países suministrarían la cocaína. Y supongamos que la región andina fuese a convertirse en un área libre de coca (imagínese lo que eso costaría a los contribuyentes estadounidenses, que actualmente gastan $609 por segundo para financiar el esfuerzo federal contra las drogas y mantener a la Drug Enforcement Agency o DEA, que emplea a 9.000 personas). En cuestión de minutos, la coca surgiría en otros rincones del mundo.
Los estragos provocados por este conflicto en América Latina ya van más allá de la región andina. En los años 90, gracias a la guerra contra las drogas, el punto de entrada en los EE.UU. se desplazó desde la Florida hasta California y Tejas. Como sucede con cualquier mercado, la oportunidad engendra el negocio—los contrabandistas mexicanos pasaron a ocuparse del tráfico a través de frontera y México se vio repentinamente inmiscuido en el conflicto, lo cual se agregó agravó su crisis de orden público, su corrupción y sus inestables relaciones con los EE.UU..
¿Aprueban los colombianos al terrorismo de izquierda que mata, mutila y secuestra a civiles inocentes? No, y es por eso que continúan brindándole a Uribe altos grados de aprobación. ¿Quieren financiar, también, una campaña cuya magnitud es consecuencia de la guerra contra las drogas? No, y esa es la razón porque el paquete de Uribe ha sido derrotado en la consulta.
Los colombianos no han rechazado la reforma política como tal, sino las causas ocultas de la crisis en la que se encuentra el sistema político. Esta debe ser la conclusión que se desprende de un referéndum que dijo “No” a la reforma política mientras que el 70 por ciento del país sigue expresando a los encuestadores que está de acuerdo con la vocación de Uribe por limpiar la casa.
Colombia es uno de los pocos países que preservó su democracia durante las décadas de dictadura en América latina, y es famosa por sus juristas. Los elementos autoritarios que se están comenzando a evidenciar en esta guerra (incluyendo un fallido intento para rediseñar la Constitución y pavimentar el camino para la reelección del Presidente) han asustado a los colombianos de a pie, resueltos, como están, a combatir a los terroristas. Y ahora han hablado en defensa de sus libertades civiles.
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