Crisis, gobierno más grande, y cambio ideológico

Dos hipótesis sobre el fenómeno del trinquete
1 de enero, 1985

Be frank about our heathen foe,
For Rome will be a goner
If you soft-pedal the loud beast;
Describe in plain four-letter words
This dragon that’s upon her:
But should our beggars ask the cost,
Just whistle like the birds;
Dare even Pope or Caesar know
The price of faith and honour?

W. H. Auden1

El surgimiento de la moderna economía mixta es la gran transformación de los Estados Unidos en el siglo veinte. Los historiadores económicos no pueden eludir tratar de comprender este trascendental desarrollo. Hasta hace poco tiempo, sin embargo, la mayoría de sus intentos eran analíticamente superficiales. Muchos parecían dar por sentado que una economía urbano-industrial capitalista en desarrollo genera inevitablemente un gobierno más grande y más invasor. Recientemente, varios analistas del crecimiento del gobierno han propuesto hipótesis más explícitas; algunos han procurado contrastar sus explicaciones con la información histórica (Borcherding, 1977; Meltzer y Richard, 1978, 1983; Peltzman, 1980; Vatter, 1979).2 Gran parte de la literatura posee una calidad un tanto mecánica y hace poco por ilustrar la aparición de la economía mixta como un proceso verdaderamente histórico.

Aquellos que han estudiado los acontecimientos históricos de este proceso—en lugar de unas pocas series en el tiempo parcial y crudamente descriptivas del mismo—reconocen tres aspectos críticos: primero, implicó no solo un mayor gasto, impuestos, y empleos por parte del gobierno sino, más esencialmente, una extensión del alcance de la autoridad efectiva del gobierno sobre el proceso de toma de decisiones en materia económica; en segundo lugar, esta expansión de la autoridad ocurrió en gran medida durante unos pocos episodios de crisis social, especialmente durante las guerras mundiales y la Gran Depresión; y tercero, el crecimiento del alcance de las actividades gubernamentales fue paralelo a un cambio ampliamente destacado en la ideología prevaleciente. Los historiadores económicos han expresado cada vez más interés en el papel de la ideología en lo referente a la aparición de la economía política moderna (Olmstead, y Goldberg, 1975, pp. 197-199; Vatter, 1979, pp. 306-309; North, 1979, pp. 250-251, 259; 1981, pp. 45-58; Davis, 1980, pp. 9, 12; Weaver, 1983, pp. 295, 296, 322). Sin embargo, las hipótesis que funcionan son escasas.

Propongo que veamos a la expansión del alcance del poder gubernamental como dependiente de su trayectoria, es decir, como una genuina secuencia histórica en el sentido de que los agentes que lo generaron estaban motivados y obligados en cada ocasión por su apreciación de los peligros y de las potencialidades del momento, las cuales derivaron a su vez, de acontecimientos pasados tal como ellos los entendieron. Por lo tanto, un genuino “retorno a la normalidad” era inverosímil después de que una crisis hubiese provocado una expansión del alcance de los poderes gubernamentales.

Esta irreversibilidad se obtuvo no solamente debido a los “residuos duros” de las instituciones generadas por la crisis (Ej.: agencias administrativas y precedentes legales), pocos de los cuales aparecen necesariamente en las mediciones usuales de los economistas respecto del tamaño del gobierno. Lo que es más significativo aun, la subyacente estructura del comportamiento no podía revertirse al status quo ante porque los acontecimientos de la crisis crearon nuevos entendimientos y convicciones acerca de las potencialidades, mecanismos, peligros, y conveniencias de la acción gubernamental; es decir, cada crisis alteró el clima ideológico prevaleciente. Aunque la economía y la sociedad de postcrisis pudieron, al menos por un momento, aparecer como habiendo retornado a las condiciones de precrisis, esta apariencia disfrazó la realidad subyacente. En las mentes y en los corazones de la gente que había atravesado la crisis y experimentado el expandido poder gubernamental—eso es, en la fuente misma de la respuesta a futuras exigencias—la estructura subyacente había cambiado en los hechos.

El concepto de dependencia de la trayectoria histórica ha sido discutido por los historiadores económicos en otros contextos. Paul David, por ejemplo, lo ha aplicado en sus estudios del cambio tecnológico. David (1975, pp. 11, 15) critica “una visión mecanicista del mundo que le asigna al pasado en el mejor de los casos, un papel transitorio en la formación del futuro.” El recalca la “irreversibilidad” histórica, donde “las configuraciones económicas previas se tornan irrevocablemente perdidas.” Hace mucho, Joseph Schumpeter (1950, p. 72) advirtió contra la comisión de una especie de “crimen estadístico”, mecanicista e instalador de tendencias: “para cualquiera de las series históricas de tiempo,” afirmo, “…el propio concepto de secuencia histórica implica la ocurrencia de cambios irreversibles en la estructura económica ,de los cuales se debe esperar que afecten a la ley de cualquier cantidad económica dada.” 3

Los historiadores económicos podrían aumentar su comprensión si adoptaran este acercamiento verdaderamente dinámico para estudiar el crecimiento del gobierno. Mi tarea en el presente artículo es indicar cómo podrían hacerlo, empleando cierto análisis esquemático y algunas analogías con ciertos modelos familiares a los economistas.

Una visión esquemática del problema

En mi libro, Crisis and Leviathan (1987, Cap. 2), he demostrado que varios índices comúnmente empleados sobre el tamaño del gobierno, exhiben durante el siglo veinte el “fenómeno del trinquete”: el gobierno se tornó repentinamente mucho más grande con el inicio de cada gran crisis; después de la crisis retrocedió pero generalmente no al nivel de precrisis ni siquiera a un nivel que hubiese sido alcanzado de haber el índice de crecimiento de la precrisis persistido, en lugar de ser desplazado por los acontecimientos de la misma. Así, la crisis ha producido típicamente no solo un gobierno temporalmente más grande sino también un gobierno permanentemente más grande, según varias mediciones convencionales. Además, tenemos una buena razón para creer, como esta documentado en mi libro, que una medición más informativa del gobierno, la cual calcularía idealmente el alcance de la autoridad efectiva del gobierno sobre el proceso de toma de decisiones económicas, denotaría también este fenómeno del trinquete. En adelante, daré simplemente por sentado que ésta ha sido la forma característica del verdadero perfil del tiempo de crecimiento del gobierno en los Estados Unidos en el siglo veinte.4

Fenómeno del Trinquete

El Gráfico 1 exhibe una representación esquemática del fenómeno del trinquete sobre el curso de un solo episodio completo. (Por supuesto, la historia estadounidense del siglo veinte contiene varios de tales episodios. Analíticamente, sin embargo, cada uno puede ser tratado aisladamente. Aunque los detalles empíricos difieren enormemente unos de otros, y aunque cada uno se presenta de una manera que depende en gran medida del carácter exacto de los que lo preceden, el proceso ahora bajo consideración es idéntico en cada uno de ellos, así que una explicación del modelo necesita focalizarse en solamente un solo episodio). Cada episodio completo posee cinco etapas: I—La Normalidad de la precrisis (el segmento de la línea AB en el gráfico); II—La Expansión, (segmento AC); III—La Madurez, (segmento CD); IV—La Reducción, (segmento DE); y V -, La Normalidad de la postcrisis (segmento EF). En el grafico, el eje vertical mide el logaritmo de un índice ideal del tamaño del gobierno; el eje horizontal mide unidades de tiempo. Por lo tanto, la inclinación del perfil del tiempo indicado por la línea que pasa a través de los puntos ABCDEF muestra la tasa de crecimiento del gobierno.

Como se demuestra en el Grafico 1, se asume que el gobierno crece exactamente a la misma tasa durante las etapas I y V, los períodos de normalidad de la pre y postcrisis; se contrae en la etapa IV tan rápidamente como se expande en la etapa II; y no cambia en nada durante la etapa III, su período de madurez. Ningunas de estas asunciones son críticas, y todas se encuentran empíricamente bajo sospecha. Pero nada en mi argumentación depende de ellas. Son adoptadas solamente por la simplicidad de la presentación, y pueden ser modificadas tanto como el lector lo desee.

Todo lo que insisto acerca de mi representación analítica del fenómeno del trinquete es que (1) el punto C se encuentra lejos del punto B, es decir, allí ocurre un aumento repentino en el tamaño real del gobierno; (2) el punto E se encuentra muy por debajo del punto D, es decir, una reducción genuina tiene lugar; (3) el punto E esta por sobre el punto contra fáctico correspondiente E’ que se habría alcanzado en el momento t4 si el gobierno hubiera continuado su tasa de crecimiento de pre-crisis entre t1 y t4, la reducción es “incompleta”; y (4) durante la etapa de normalidad de la postcrisis la tasa de crecimiento es lo suficientemente grande como para que cualquier punto, tal como F, se encuentre por sobre su contra fáctico correspondiente, tal como F’, por un tiempo indefinidamente largo (probablemente hasta que ocurra otra crisis). Esta última asunción es crítica, porque en su ausencia F podría converger hacia F’ y al momento de su encuentro (crisis más post crisis) el perfil entero descrito por los puntos BCDEF podría ser descripto como un acontecimiento transitorio en el sentido de que el tamaño real del gobierno sería en última instancia el mismo, como si la crisis nunca hubiese existido.

El fenómeno del trinquete, según lo especificado aquí, no es un proceso en el cual todo el crecimiento gubernamental surge de la crisis. Se asume que el gobierno en la etapa de la normalidad de la pre-crisis, posee una tasa de crecimiento positivo. Este crecimiento produce no solamente un gobierno notoriamente más grande sobre el curso de la etapa I; probablemente, en ausencia de la crisis, hubiese continuado generando un gobierno más grande, según lo demostrado por el segmento hipotético de la línea BE’F ’ en el Gráfico 1. Tal como lo ha dicho Edward Herman (1981, pp. 299, 300) y muchos otros lo han reconocido, la tendencia hacia un gobierno más grande, “la cual ha sido evidente por muchas décadas y en muchos condados, representa seguramente el trabajo de algunas fuerzas sociales muy básicas y las demandas de los mayores grupos de interés.”5 El fenómeno de la crisis en sí mismo no refuta ninguna variante de la hipótesis de que las fuerzas seculares estaban tendiendo a producir un gobierno más grande. Una interpretación monocausal no es el objetivo aquí.

Uno puede conjeturar, sin embargo, que la crisis no solamente incrementa permanentemente el tamaño real del gobierno, con relación al tamaño que las fuerzas seculares por si solas habrían producido. Uno puede argumentar además, que la crisis afecta la operación de esas fuerzas muy seculares. Después de todo, la distinción entre las fuerzas transitorias y las seculares es analítica más que sustantiva; categoriza a los factores causales conforme a cómo ellos operan persistentemente, y no según cuáles son o cómo trabajan. Es concebible que sin una crisis que quiebre algunos de los obstáculos al crecimiento en curso del gobierno, las fuerzas seculares perderían eventualmente su potencia para sostener el crecimiento verdadero del gobierno. Varios académicos han discutido, por ejemplo, que las altas tasas impositivas durante las guerras mundiales condicionaron a los ciudadanos a aceptar las enormes imposiciones requeridas para financiar el crecimiento del estado de bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial (Bennett y Johnson, 1980, pp. 70-72; Dye, 1975, pp. 197-199; Piven y Cloward, 1982, p. 133). En tales escenarios, la trayectoria contra fáctica del crecimiento en ausencia de la crisis pudo bien no haber sido BE’F ’ en el Grafico 1 pero sí BF”. La crisis puede ser necesaria para mantener la vitalidad de lo que muchos analistas implícitamente asumen es un proceso de perpetua expansión secular.

Ya sea que uno vea a la crisis como desempeñando el último rol, muy fuerte, o el anterior, algo más débil pero aún significativo, cualquier explicación del fenómeno del trinquete debe responder a dos preguntas. Primero, ¿por qué el gobierno crece repentinamente tanto más grande en la etapa II, especialmente cuando la crisis toma la forma de movilización para la guerra? Pocos analistas han considerado esta pregunta seriamente; la mayoría simplemente asume que el gobierno debe expandirse rápidamente bajo tales condiciones. Y asumen no solo que el gobierno debe desempeñar una de sus funciones tradicionales, tal como lo es la provisión de la defensa nacional, en un nivel más alto, sino también—y más significativamente—que debe ampliar el alcance de su autoridad efectiva, por ejemplo, substituyendo hasta un cierto grado a la economía de mercado por una economía de coacción. Pero esta asunción es discutiblemente falsa. Un examen cuidadoso de esta pregunta ayuda no solamente a echar luz sobre el fenómeno del trinquete; también ilumina a la misma naturaleza del gobierno en una democracia representativa moderna. Segundo, ¿por qué es la reducción de la etapa IV incompleta? La consideración de esta pregunta también puede echar mucha luz sobre el carácter de la economía política moderna y más específicamente, sobre el papel del cambio ideológico en el verdadero crecimiento del gobierno.

¿Por qué la Etapa II? Una hipótesis encubridora de costos

¿Por qué tiene lugar la etapa II, la fase de la expansión del fenómeno del trinquete? Contestar a esta pregunta puede aparecer como innecesaria para algunos lectores, que asumen que el rápido crecimiento del gobierno es un aspecto inherente a la gran crisis social, pero es una parte críticamente importante de la discusión tal como lo he encuadrado. El ver por qué, uno debe apreciar exactamente lo que estoy esforzándome por explicar y no confundirlo con algo con lo que estoy de acuerdo, requiere poco o nada de explicación.

La diferencia reside en la distinción que consistentemente trazaré entre el Gobierno Grande, que denota un amplio alcance de la efectiva autoridad gubernamental sobre la toma de decisiones económicas, y el gobierno grande, que denota muchos recursos empleados en el desempeño de las funciones gubernamentales limitadas, tradicionales. El fenómeno del trinquete aquí en cuestión, tiene que ver con el “auténtico” crecimiento del gobierno, es decir, con el crecimiento del gobierno solamente en el primero de los sentidos. Obviamente, en la movilización para una gran guerra, por ejemplo, el gobierno debe realizar una de sus funciones tradicionales, la defensa nacional, en un nivel mucho más alto de consumo de recursos. Pero no necesita ampliar el alcance de su autoridad efectiva sobre la toma de decisiones económicas a efectos de alcanzar este objetivo. El gobierno presumiblemente estaba ya cobrando impuestos, gastando y empleando gente en cierta medida para mantener su dotación militar de épocas de paz. En cualquier acontecimiento, poseía ciertamente la autoridad para emprender tales acciones. La guerra requiere solamente que aumente la magnitud de sus actividades funcionales y fiscales tradicionales. Esto produce un gobierno más grande pero no un Gobierno Más Grande.6

Si, sin embargo, el gobierno se moviliza para la guerra, no solamente incrementando la escala de sus actividades tradicionales sino también ampliando el alcance de su autoridad efectiva sobre la toma de decisiones económicas—por ejemplo, enrolando hombres en vez de contratarlos o a través de impedir legalmente el uso de las materias primas en vez de comprarlas en el mercado de bienes transables –, hay entonces un cambio hacia el Gobierno Grande. No hay necesidad técnica para que el gobierno expanda su tamaño real en respuesta a la crisis, ni aun cuando la crisis implique una movilización para una gran guerra. Puede o puede no haber lo que podría denominarse una necesidad económica. En el siglo veinte, por supuesto, la crisis ha producido realmente un Gobierno Más Grande. Pero las razones son fundamentalmente políticas, no técnicas o económicas, aunque las consideraciones económicas desempeñan un rol crítico en estimular a las opciones políticas pertinentes.

Para desarrollar mi argumento, debo asumir algo acerca del carácter del sistema político estadounidense que va en contra de la fibra tanto de la mitología popular como de la mayor parte de la teorización en ciencias políticas y del análisis de la elección pública: Asumo que el gobierno posee un grado substancial de autonomía en la elaboración de sus políticas. La alternativa, y más comúnmente aceptada asunción, es que el gobierno representa y actúa de acuerdo con el resultado de varios influyentes segmentos de intereses no gubernamentales.

Dependiendo del preciso modelo político adoptado, uno asume que las acciones gubernamentales reflejan los deseos de la mayoría de los votantes, o del votante medio, o solamente de los grupos de presión bien-organizados, o solo de los Grandes Negocios, o de alguien más. Pero no importa cuál de estos modelos uno adopte, está descartada la posibilidad de que los funcionarios gubernamentales puedan tener y actuar conforme a sus propios intereses, intereses no necesariamente representativos de, o de acuerdo con, los de algún interés no gubernamental cualquiera que fuese.

Asumir que el gobierno posee un grado sustancial de autonomía no es suponer que los funcionarios pueden hacer cualquier cosa que les plazca. Enfrentan muchas restricciones, la naturaleza de las cuales la ciencia política tradicional ha hecho mucho por iluminar. Tampoco mi asunción conlleva alguna connotación necesariamente conspiradora o malévola. Los funcionarios pueden actuar como lo hacen, tanto por el más noble como por el más bajo de los motivos. Por supuesto, sería ingenuo suponer que el propio interés no entra con frecuencia en sus cálculos, pero uno no precisa—y probablemente no debería—asumir que solamente el propio interés, material o político, los impulsa. Algunos funcionarios gubernamentales pueden actuar de acuerdo con su concepción (ideológicamente determinada) del “interés publico” (Kalt y Zupan, 1984). Al hacerlo, sin embargo, pueden actuar aun autónomamente en cuanto sus conceptos diverjan de aquellas partes no gubernamentales.

En suma, para emplear las palabras de Eric Nordlinger (1981, p. 8), quien ha desarrollado con cierto detalle el modelo de la autonomía gubernamental, estoy asumiendo que:

Los funcionarios públicos tienen por lo menos tanto impacto independiente o importancia explicativa como cualesquiera y todos los agentes privados en las políticas públicas del estado democrático. El estado democrático es regularmente, aunque de ninguna manera enteramente, autónomo para traducir sus preferencias en acciones autoritarias, y marcadamente autónomo en hacerlo incluso cuando ellas divergen de las preferencias de la sociedad.7

Además, la autonomía del gobierno varía según las circunstancias sociales. Es mayor durante los períodos de crisis. Como Nordlinger (1981, p. 76) dice, “durante algunos períodos de crisis. . . el respeto por las preferencias estatales es eliminado” Bajo circunstancias acordadas extensamente para constituir una “emergencia nacional”, especialmente durante la guerra o bajo condiciones relacionadas con la guerra por su carácter o seriedad (Ej.: la Gran Depresión), los estadounidenses del siglo veinte han tanto esperado como deseado que el gobierno “haga algo”, y lo haga inmediatamente (Brown, 1983, pp. 21, 28; Edelman, 1964, pp. 78-83; Dye y Zeigler, 1981, pp. 283-284, 296, 313; Shultz y Dam, 1977, pp. 2, 155, 205; Leuchtenburg, 1964).

Pocas personas fuera del gobierno poseen la suficiente información como para formarse una clara apreciación de la naturaleza exacta de la exigencia existente o para formular planes bien-formados para tratar con ella. Los ciudadanos por lo tanto, tienden simultáneamente a exigir (a) más acción gubernamental y (b) menos investigación, consulta pública, discusión de alternativas, y el “debido proceso” en general en el proceso político y gubernamental. En 1932, un año entero antes de la explosión trascendental de las medidas del New Deal, decretadas durante los famosos Cien Días, Félix Frankfurter reclamaba que “Una medida tras otra. . . inventadas apresuradamente. . E[llas] han dominado los esfuerzos de la emergencia, y a cualquier súplica para la deliberación, para la discusión detallada, para la exploración de alternativas, se la ha mirado como obstructiva o doctrinaria o como ambas” (citado en Gerber, 1983, pp. 267, 268). La participación de personas no gubernamentales en la toma de decisiones lleva tiempo, y el tiempo es esencial en una crisis. Por lo tanto, las autoridades se encuentran más libres para actuar sobre la base de sus propias (posiblemente divergentes) preferencias.

Una cosa es, sin embargo, que los funcionarios gubernamentales decidan unilateralmente sobre una línea de acción y otra implementar esa decisión, cuando requiere de una amplia conformidad o sacrificio de un público que, una vez enterado de lo que se ha hecho, puede oponerse. Siendo la política lo que es, las políticas exigen costos. Para la mayoría, estos costos recaen sobre la gente que no pertenece al gobierno, y lo hacen a menudo pesadamente. Muchos reclutas, por ejemplo, se han percatado que las guerras nunca toman la forma de duelos entre los jefes de estado. También han notado el bajo índice de la paga de los soldados, los altos riesgos asociados a menudo a su involuntaria ocupación, y su sometimiento a un código legal peculiar que proporciona pocas protecciones a las libertades civiles, las que los civiles dan por sentadas. Por supuesto, no todos son reclutados en una crisis. Pero los costos pecuniarios substanciales y otros costos de oportunidad pueden aun ser impuestos sobre todos o la mayoría de los ciudadanos por las políticas de emergencia nacional del gobierno.

La buena voluntad de los ciudadanos para tolerar estos costos, los cuales deben ser soportados si las políticas han de llevarse a cabo, declina a medida que los mismos se elevan. Esta relación inversa no es sino un corolario de la Ley de la Demanda de los economistas. Incluso (inicialmente) la mayoría de las guerras populares pierden apoyo a medida que aumentan las muertes, las cargas impositivas se incrementan, y los apetitos militares consumen más de los recursos requeridos para producir bienes y servicios civiles. Los gobiernos saben que los ciudadanos tienen sus límites. Al empujarlos más allá de esos límites, comprometen no solamente el éxito de las políticas sino a la misma supervivencia del gobierno.

Pero, obviamente, los ciudadanos reaccionarán a los costos que soportan, solamente en la medida en que sean consientes de ellos. La posibilidad de clavar una cuña entre los costos reales y los percibidos públicamente, crea una tentación irresistible para los gobiernos que persiguen políticas de altos costos en épocas de emergencia nacional. Excepto quizás donde se están perdiendo vidas, ningún costo es tan fácilmente computado como los costos pecuniarios. Y no solamente cada individuo puede computarlos (Ej.: su boleta de impuestos del año); sino que tales costos pueden ser fácilmente adicionados para la sociedad entera (Ej.: la recaudación tributaria total del gobierno del año). Por lo tanto, atañe a cualquier gobierno que desea sostener una política que exija costos repentinamente incrementados, adoptar dispositivos para substituir a los costos no pecuniarios por los pecuniarios. Esta substitución puede embotar la percepción de los ciudadanos de cuan grandes son realmente sus sacrificios, y disminuir por lo tanto sus protestas.

Murray Weidenbaum ha observado, por ejemplo, que durante el New Deal y la Segunda Guerra Mundial, el gobierno federal comenzó a utilizar sus políticas de obtencion de fondos para promover objetivos sociales y económicos auxiliares, una práctica que ha sobrevivido por décadas a las condiciones de emergencia que originalmente la impulsaron. Observa (1981, pp. 176, 177, énfasis agregado) que tales acciones tienen las “ventajas” (¿para quién?) de no requerir “asignaciones directas adicionales del Tesoro”, y por lo tanto “las disposiciones restrictivas para la obtención de fondos parecen no tener costo” Las “desventajas” [¿para quién?], al ser más indirectas, reciben menos atención”.

La literatura de las finanzas públicas reconoce un fenómeno llamado “ilusión fiscal” (Alt, 183, pp. 183, 208-210; Alt y Chrystal, 1983, p. 194). Como Nordlinger (1981, p. 57) ha escrito, esta noción “asume implícitamente que los funcionarios prefieren periódicamente gastar sumas mayores a las que gasta el electorado en su totalidad, que frecuentemente incrementan la proporción del total de los tributos recaudados a través de formas indirectas de imposición para “encubrir” parte de los costos soportados por el electorado, y que de ese modo, logran convertir a sus propias preferencias en política publica”. De esta manera, puede el gobierno de una democracia representativa controlar más recursos de los que podría en un mundo de ciudadanos perfectamente informados. No obstante, la ilusión fiscal, hasta el punto de que es facilitada solamente por estratagemas bien conocidas, tales como la retención de la nómina de pago de los impuestos sobre la renta, produce solamente un gobierno más grande, no necesariamente un movimiento hacia el Gobierno Grande.

Otra manera de encubrir costos, la cual es substituir una economía de control por una economía de mercado, genera un Gobierno Más Grande (Frey, 1978, pp. 30, 109, 117, 120). Los economistas han analizado esta clase de fenómeno del encubrimiento de costos con cierto detalle en el caso del reclutamiento militar (Oi, 1967; Anderson, 1982). Un análisis similar puede aplicarse a la gama completa de los mecanismos que el gobierno emplea para desviar recursos a los usos de su elección sin ofertar por ellos en los mercados abiertos.

Muchos de estos encubrimientos de costos pasan inadvertidos porque el gobierno efectúa pagos a los ciudadanos, ostensiblemente como un quid pro quo por los recursos de ellos recibidos. De hecho, incluso los reclutas obtienen cierta paga. Pero cuándo el gobierno ha adoptado controles de precios o “desvirtuado” de otra manera a los mercados—por ejemplo, asignando altas prioridades oficiales a las materias primas escasas, dirigidas a las industrias favorecidas—los precios pagados en estas transacciones no reflejan los costos de oportunidad completos de los bienes y servicios negociados. El gobierno obtiene al menos una porción de lo que compra sin pagar el precio completo del mercado libre. Una implicancia es que los usuarios y oferentes del recurso privado en algún lugar de la economía soportan costos ocultos de magnitud desconocida o incierta como resultado de esta quita gubernamental. (Estos costos son aparte del “peso muerto” de los costos sociales relacionados con la “ineficiente” asignación de los recursos que participan en el ajuste de la economía a una estructura distorsionada de precios relativos. Solo los economistas aprecian que estos costos aun existen)8

¿Pero qué hay del argumento de que el gobierno realmente no tiene ninguna opción para suplantar, por lo menos a un cierto grado, una economía de control (encubridora de costos) por una economía de mercado (reveladora de costos)? Se alega a menudo que la economía de mercado no puede responder al propósito deseado en una crisis, especialmente una crisis de una vasta movilización de tiempos de guerra. El mercado, esta dicho, se mueve demasiado lentamente; y cuando la supervivencia nacional está en juego, es imprescindible que la movilización proceda tan expeditivamente como sea posible. El mercado, esta dicho, no aceptará los riesgos inherentes al reequipamiento y de otro modo a la reasignación de los recursos de capital para los empleos de tiempo de guerra de duración incierta. El mercado, esta dicho, no puede acumular las vastas sumas que se pueden llegar a requerir para ciertas actividades militar-industriales enormes. Por todas estas razones, se argumenta que el gobierno no tiene ninguna verdadera alternativa a la desarticulación de la economía de mercado en la crisis. Los fines perseguidos, simplemente podrían ser alcanzados con una combinación de impuestos y de gasto pecuniario dentro del contexto de una economía de mercado operando libremente. “Para movilizar los recursos nacionales para los propósitos de la guerra. . . así fue dicho y creído, el mercado y sus suplementos regulatorios eran desesperadamente inadecuados. La necesidad era la de una red administrativa con capacidades unificadoras, planificadoras y directivas”. (Hawley, 1981, p. 98).

En tanto este argumento es correcto, dice algo bastante distinto a lo que sus autores quisieran que dijera. Obsérvese primero que todo lo que el gobierno logra por medio de un sistema de coacción-y-control ocurre; es decir, el trabajo, la administración, el capital, y las materias primas se encuentran realmente empleadas para producir los bienes y servicios en la lista de compras del gobierno. El hecho de que esto es realizado, demuestra que es posible. El constreñimiento puramente técnico no puede ser el problema.

La pregunta pertinente es: ¿sería posible inducir a los ciudadanos-propietarios de los recursos a que los provean tal como el gobierno lo desea, sin existir coerción o interferencia en el sistema de precios? La respuesta es, quizás. Una cosa es cierta: los costos totales de la política del gobierno son efectivamente soportados. Ningún truco del déficit o engaño financiero o fiscal inflacionario pueden alterar virtualmente la circunstancia de que las oportunidades cedidas por la sociedad, cuando los recursos reales son desviados para en lugar de producir “manteca” pasar a producir “armas” u otras manufacturas gubernamentalmente favorecidas, son costos reales, inmediatos, inmodificables. Es concebible, sin embargo, que si el gobierno fuera a procurar compensar mediante un aceptable pago pecuniario a cada soldado, inversionista, y propietario de materias primas, los pagos requeridos excederían la porción máxima imponible del ingreso nacional, a saber, la porción en exceso de la cantidad requerida para la subsistencia de la población. En el evento, ninguna imposición fiscal factible sería suficiente para proporcionar al gobierno los recursos requeridos para adquirir lo que desea en el mercado abierto, donde la reasignación de alta-velocidad de los recursos y todas las formas de afrontar el riesgo así como los mismos bienes y servicios deben ser pagados (Alchian y Allen, 1972, pp. 265-268; Hicks, 1946, pp. 125, 126, 143). Por lo tanto quizás, el gobierno podría comprar los bienes y servicios en su lista de compras de emergencia con los ingresos fiscales, en cuyo caso la discusión sobre la necesidad de la economía de comando en época de crisis colapsa, o tal vez no.

¿Pero qué significa decir que el gobierno no podría imponer impuestos y entonces adquirir todo lo que desea emplear en llevar adelante su política? Significa, de manera llana, que el gobierno valora la actividad más que los ciudadanos, que él simplemente toma de ellos coactivamente más de lo que ellos están dispuestos a proveer voluntariamente a un precio de libre mercado. Las razones posibles por las que el gobierno podría hacerse de tales recaudaciones coercitivas son (1) su monopolio de la fuerza substancial deja a los ciudadanos desamparados para resistir, lo que luce algo inverosímil en una sociedad con instituciones democráticas en funcionamiento; (2) los costos son distribuidos de manera tal que las partes débiles políticamente, soporten el impacto de los mismos, la cual podría ser una situación viable incluso en una democracia, pese a que puede exigir substanciales costos de implementación; y (3) los costos se encuentran lo suficientemente encubiertos, tal que los ciudadanos políticamente influyentes no pueden apreciar su vasta magnitud incluso cuando comparten gran parte de la carga. Encuentro a estas tres posibilidades más plausibles en orden ascendente. Es decir, el encubrimiento de los verdaderos costos de la acción gubernamental en una crisis, ofrece la hipótesis más atractiva para explicar por qué la economía de comando tiende a desplazar al mercado durante una emergencia nacional en una sociedad democrática.

Resumiendo, la hipótesis es que los gobiernos democráticos modernos expanden el alcance de su autoridad efectiva sobre la toma de decisiones económicas durante una crisis, porque la mayoría de la gente del siglo veinte desea que ellos “hagan algo”, y la alternativa, la cual es la plena confianza en los mecanismos pecuniarios fiscales y de mercado, revela los costos de las políticas del gobierno tan claramente en cuanto amenazan la viabilidad tanto de las políticas como de la regulación, algo autónoma, de los mismos gobiernos. Así es que acontece la Etapa II del fenómeno del trinquete. Es, en gran medida, el producto de la información y el entendimiento imperfectos—y el uso de la ideología para llenar este vació—de parte de los ciudadanos. Seguramente, con el paso del tiempo, los ciudadanos aprenden sobre los verdaderos costos de las políticas gubernamentales. ¿Por qué entonces tales iniciativas gubernamentales dejan algún rastro? ¿Por qué, en los términos del Grafico 1, la Etapa IV, la reducción de postcrisis, está incompleta?

¿Por qué la Etapa IV? Una hipótesis (parcial) sobre el cambio Ideológico

¿Por qué el tamaño real del gobierno no retrocede a su nivel contra fáctico de la tendencia a medida que el episodio de la crisis pasa? Muchos académicos que han considerado esta pregunta la han contestado con referencia a la política de las burocracias gubernamentales, sus clientes privados, y los políticos vinculados. Así, en la sucinta frase de Francis Rourke (1976, p. 30), “los servicios burocráticos generan electorados que se oponen a su liquidación”. Bruce Porter (1980, p. 68) ha ofrecido la hipótesis de que después de una crisis de tiempos de guerra “la burocracia conserva mucho de su crecimiento. . . porque el Congreso carece de la voluntad política para forzar reducciones profundas en ausencia de una necesidad acuciante de hacerlo”. Jack Hirshleifer (1976, p. 486) se refiere a la hipótesis de que “Las guerras y las crisis de defensa que requieren de gigantescas expansiones presupuestarias dejan en su estela una masa de funcionarios, con suficiente peso político para oponerse a la contracción presupuestaria cuando las crisis pasan.” Friedrich Hayek (1972, pp. 290, 291) ha enfatizado la posición estratégica de los atrincherados burócratas quienes, debido a su cuasi monopolio del conocimiento necesario para determinar los costos y beneficios de los programas que ellos administran, se encuentran bien ubicados para presentar un potente argumento en favor de perpetuar cualquier cosa que hagan: al ingenio, todos los “expertos” están de acuerdo. En cada una de sus variantes, esta hipótesis sostiene que las burocracias son más fácilmente creadas que destruidas; por lo tanto, las oficinas, los burócratas, y el número de reglas que emiten exhiben todas el fenómeno del trinquete en un cierto plazo (Friedman y Friedman, 1984, pp. 42, 115; Weaver, 1978; Mitnick, 1980, pp. 206-214).

Esta hipótesis tiene claramente cierto mérito, y los académicos han compilado mucha evidencia consistente con ella (Rourke, 1976, McKenzie y Tullock, 1975, los pp. 204-207). No obstante, no puede explicársela totalmente por lo incompleta de la reducción de la postcrisis. El crecimiento del Gobierno Grande involucra mucho más que la expansión del cuerpo administrativo y la proliferación de sus volúmenes de regulaciones. También implica, por ejemplo, cambios substanciales en las interpretaciones judiciales de los derechos y las obligaciones privadas y gubernamentales bajo la Constitución (Murphy, 1972; Siegan, 1980) y grandes cambios en las restricciones estatutarias aplicadas directamente sobre los agentes económicos por el Congreso. La hipótesis del atrincheramiento de las dependencias oficiales fracasa al atender éstas y otras dimensiones del fenómeno en cuestión.

Además, esta hipótesis a veces parece convergir en una cuestionable teoría de la conspiración. La dependencia publica y sus (relativamente pocos pero apasionadamente interesados) clientes son reconocidos por extraer substanciales beneficios para sí mismos, imponiendo los costos delicadamente sobre un grupo mucho más grande de contribuyentes u otros que soportan los costos indirectamente (Ej., los aspirantes potenciales niegan el acceso a un comercio o a una ocupación; los consumidores que deben pagar precios más altos por los bienes transables con precios-sostén). Evidentemente, tampoco aquellos que sufren saben que están soportando los costos o consideran a los mismos demasiado pequeños como para justificar la toma de alguna acción política en un intento por eliminar la carga. En ausencia de alguna acción política organizada para resistir el negocio de la dependencia publica como es habitual, ella mantiene o aún aumenta su nivel de operación.

Sin duda alguna, muchas de tales situaciones existen. Su lógica económica es ciertamente perdurable. Aun, como sostengo extensamente en mi próximo libro (Cap. 3 sobre ideología), la lógica económica, tal como es entendida tradicionalmente, proporciona una base insuficiente para entender el comportamiento político. La posibilidad existe, por ejemplo, de que un empresario político (Hardin, 1982, pp. 35-37) pudiere promover su carrera publicando y combatiendo uno o más de tales “engaños” de interés especial (Ej., el Senador William Proxmire y sus Premios Estafa Dorada). Es duro ocultar un gran cerdo en el comedero del gobierno. Si se sabe que existe un flujo de beneficios para un grupo de interés estrecho y se le permite persistir sin ser desafiado, aun si solo los agentes políticos mejor informados perciben la situación, una conclusión plausible es que nadie la considerara una cuestión política prometedora. Exponer la ofrenda generosa proporcionada a un interés especial, en muchos casos, produciría poco o nada de “millaje” político para el político innovador que toma la cuestión.

Una razón de la indiferencia del público a tales revelaciones podría ser que la mayoría de la gente aprueba, o al menos no se opone activamente, la política del gobierno a pesar de su cuestionable o negativo (pero generalmente pequeño) impacto sobre ellos como individuos. Lo que Victor Fuchs (1979, p. 16) ha escrito acerca de las políticas sanitarias de la nación puede aplicarse también a una variedad de otras políticas gubernamentales: “Las constantes afirmaciones de que esta o aquella regulación o subsidio es irracional e ineficaz cae a menudo en oídos sordos simplemente porque la mayoría no lo ve de esa manera” En una discusión sobre la reforma fiscal, George Shultz y Kenneth Dam (1977, pp. 51, 52, énfasis agregado) observaron que los grupos de apoyo “juegan sobre el resentimiento engendrado por la frustración de estas [establecidas] expectativas”: Dichos grupos se vuelven de ese modo “aun más eficaces en oponerse a la eliminación de sus preferencias impositivas de lo que lo fueron en la obtención de las preferencias en el primer lugar’ La posibilidad existe de que la gente pueda no oponerse, o al menos no objete activa o vigorosamente, a algo que el gobierno tiene como una política establecida de hacer, que termina con una burocracia administrativa y un cuerpo de dependientes beneficiarios. La actitud podría ser: bien, somos todos (yo mismo incluido) los que conseguimos más del gobierno en estos días que lo que solíamos obtener; y esa gente desea también su justa parte.9

En cuanto a esta postura ideológica, que podría ser llamada latitudinarianismo del bienestar o equidad vulgar, la misma expresa una actitud más favorable hacia las acciones gubernamentales establecidas que hacia las propuestas, y al punto de que las crisis confluyen en numerosas iniciativas nuevas de políticas gubernamentales, según lo discutido arriba, tenemos aquí una posible vinculación entre la crisis y los cambios en la postura ideológica prevaleciente hacia el alcance apropiado de la acción gubernamental en la economía.

Muchos académicos han destacado de un modo general solo sobre tal vinculación. Según Nordlinger (1981, p. 38), las crisis pasadas “afectan las actitudes de las actuales generaciones”, incluyendo a los actuales funcionarios públicos. Thomas Dye y Harmon Zeigler (1981, pp. 98, 99, 101, 102) escriben que la Gran Depresión “daña la fe tanto de las elites como de las no elites en los ideales del viejo orden” y tuvieron “un impacto importante en el pensamiento en las elites gobernantes de América. . . la filosofía personal de Roosevelt de la nobleza obliga—la responsabilidad de la elite por el bienestar de las masas—estuvo a punto de convertirse en la filosofía prevaleciente del nuevo stablishment liberal. . [Este fue, en parte] un tributo a la eficacia del mismo Roosevelt como movilizador de opinión tanto entre las elites como entre las masas”. Dye (1975, p. 199) expresa también la idea de que la guerra “condiciona a los ciudadanos para tolerar mayores incrementos en la actividad del gobierno, y así, después de la guerra, la actividad gubernamental permanece en una meseta más alta que antes de la misma”. Mancur Olson (1982, p. 71) conviene que “La depresión entre guerras, la Segunda Guerra Mundial, y otros desarrollos condujeron a cambios ideológicos profundos que aumentaron el alcance del gobierno. . “. Lawrence Brown (1983, p. 58) afirma que “el gobierno grande es ahora un hecho de la vida, las batallas sobre el estado benefactor prosperaron enormemente. . . Las generaciones de la posguerra que han crecido dentro del gobierno grande lo dan por sentado y no lo harían sin el” (el énfasis esta agregado en esta y en todas las citas precedentes en este párrafo). Aunque estas declaraciones se refieren variadamente a cambios en las actitudes, fe, ideales, pensamiento, filosofía, cultura, opinión, tolerancia, hechos de la vida y cosas dadas por sentadas así como también al cambio ideológico como tal, todas ellas pertenecen a lo que llamaré cambio ideológico. Todas ellas coinciden en que las principales crisis del siglo veinte en América provocaron de alguna manera cambios en la ideología y que éstos a su turno, facilitaron de alguna manera el crecimiento permanente del gobierno.

Es deseable investigar cómo la crisis provoca el cambio ideológico en el sentido específico de un cambio en el deseo por, o la tolerancia de, un más amplio alcance de la efectiva autoridad gubernamental sobre la toma de decisión en materia económica. Una forma de acercarse a esta pregunta es explorar los muchos paralelismos, hasta ahora inadvertidos, entre la teoría del cambio ideológico y la teoría del cambio tecnológico.10

Tanto la tecnología como la ideología tienen que ver con el conocimiento. La primera pertenece bastante a una moderadamente “dura” forma de creencia mientras que la última ocupa una zona intermedia entre dicho conocimiento duro tal como la ciencia física y dichas creencias “suaves” como la religión y la metafísica, pero ambas pertenecen a la creencia sobre cómo el mundo opera en un cierto ámbito de comprensión. Ambas formas de creencia tienen un gran efecto práctico, el primero en determinar las técnicas de producción y el último en determinar la organización y la actividad sociopolítica. Ambas son difíciles de observar directamente; por lo tanto, en pruebas de su influencia, son proclives de aparecer como “residuales”. Así, las mejoras en la productividad que no pueden ser explicadas por los cambios observados en ingresos visibles son atribuidas al cambio tecnológico (Nadiri, 1970); los cambios en el comportamiento político que no pueden ser explicadas por los cambios observados en el propio interés político, interpretado estrechamente, son atribuidos al cambio ideológico (North, 1978, p. 973; Kalt y Zupan, 1984). . En ambos casos, ciertas formas de evidencia cualitativa pueden ser identificadas para brindar plausibilidad al reclamo de que la tecnología o la ideología han cambiado en los hechos y que por lo tanto estas adscripciones no están simplemente otorgándole un nombre a nuestra ignorancia. El cambio tecnológico se revela en nuevas ecuaciones, modelos, diagramas, y similares; el cambio ideológico se revela en la cambiante retórica, los valores, y los símbolos de los líderes de opinión significativos, como lo he demostrado en otra parte (1987, Cap. 3).

Como todas las formas de conocimiento, la tecnología y la ideología deben ser aprendidas. Pueden ser aprendidas de los depósitos de su tradición, de los manuales técnicos o de los textos sagrados de acuerdo con las circunstancias, o de la experiencia. La tecnología deriva pesadamente de la experiencia con la producción, la ideología de la experiencia socioeconómica y política. Los discretos cambios en la tecnológica o en las creencias ideológicas son proclives de reflejar qué se ha aprendido de los acontecimientos extraordinarios; los experimentos decisivos, deliberados o naturales, en el caso de la tecnología; la crisis y la respuesta social en el caso de la ideología. Ambos ámbitos de la creencia tienen a sus grandes emprendedores—en tecnología, tales como Whitney, Edison, y Ford; en ideología, tales como Smith, Marx, y Keynes—quienes lideraron el camino hacia una modificación radical de los patrones preexistentes de la creencia y de la práctica consiguiente.

Visto en una perspectiva amplia, tanto los cambios tecnológicos como los ideológicos parecen actuar de una manera evolutiva. En cualquier momento, varios modos alternativos de creencia y práctica compiten: la corriente alternada contra la corriente directa para la transmisión eléctrica; mercados libres contra el planeamiento colectivista para la organización económica. Algunas complejas creencias / practicas demuestran ineficiencia para sobrevivir. Las circunstancias económicas y técnicas pueden darle a los sistemas de transmisión de corriente alternada una ventaja sobre los sistemas de corriente directa; las circunstancias estructurales demográficas o sociales pueden otorgarle al colectivismo un avance sobre el mercado libre. Pero la dirección en la cual el proceso evolutivo arrastra complejos de creencia y de práctica no está enteramente indeterminada.

En ambos casos, uno podría presumir, el movimiento de los sistemas de creencia es dependiente de la trayectoria. Si las técnicas de producción altamente de capital-intensivo se encuentran en un uso extenso, el aprender de la experiencia es más proclive a impulsar la tecnología en la dirección de avances en las técnicas de capital-intensivo. Esta tendencia otorga al sistema una dirección determinada—debido a que por supuesto cualquier proceso de aprender se encuentra siempre sujeto a los golpes exógenos o aleatorios (Popper, 1964) y puede no siempre producir un solo resultado determinado (Heiner, 1983). Si, por ejemplo, los precios relativos han estado cambiando, de modo que el trabajo se esta volviendo más costoso en relación con el capital, los productores tenderán a reemplazar las técnicas más de capital-intensivo por aquellas más de trabajo-intensivo. La experiencia con las nuevas, técnicas más de capital- intensivo, sin embargo, conduce especialmente a descubrimientos sobre cómo hacer que esta clase particular de tecnología funcione mejor. Tales descubrimientos tornan a la ventaja de las técnicas de capital-intensivo aun mayor y por lo tanto, alientan aún más la substitución en la misma dirección (David, 1975, pp. 60-68; Nadiri, 1970, p. 1148).

El cambio ideológico puede tener un carácter auto-reforzante similar. Supongamos, por ejemplo, que una gran crisis social conduce a una substitución de los mecanismos de coacción-y-control para los procesos del mercado libre. La experiencia bajo este nuevo régimen generará aprendizajes de varias clases. En algún punto, los burócratas y otros reguladores mejorarán sus mecanismos para hacer que la economía de comando funcione mejor; los nuevos sistemas de información, las reglas de asignación, los procedimientos para resolver conflictos entre las dependencias, y la reconciliación de inconsistencias en el plan total, y así sucesivamente. Estas mejoras ayudan a que los controles sean menos desagradables para las partes afectadas. Mientras tanto, el aprendizaje sobre cómo hacer que el sistema del mercado funcione mejor más o menos se detiene. Los ciudadanos también aprenden que algunas de sus creencias previas sobre las imposibilidades o los peligros de los controles gubernamentales aparecen ahora sin fundamento. El gobierno puede dirigir quién puede utilizar aluminio o caucho, qué productos de consumo no se pueden producir durante la crisis, etcétera, pero no niega la libertad de culto ni nacionaliza los medios de prensa. Las elecciones populares se llevan a cabo según lo programado. Muchas de las advertencias de los conservadores sobre los potenciales horrores de una cosa que lleva a la otra, son percibidas como exageradas por las masas así como por las élites y por lo tanto son desacreditadas. Mientras tanto, mucha gente ha descubierto que la necesidad puede ser la madre de la oportunidad. Una economía de comando ofrece sus propias avenidas características del avance individual, no solo en la burocracia sino también en los diversos sectores favorecidos de la economía de “libre-mercado”. Aquellos que ocupan estas posiciones privilegiadas naturalmente desarrollan, no solo una apreciación de sus ventajas personales, sino también una tendencia para ver el aparato entero del control gubernamental bajo una luz más benigna. Así, por una variedad de razones, mucha gente se encuentra proclive a aprender a gustar, o por lo menos a tolerar sin la oposición activa, a un régimen que parecía inicialmente ser solamente un mal necesario por una gran crisis social.

Apenas se necesita agregar, por supuesto, que todo el tiempo el gobierno hará todo lo que este en su poder para justificar sus políticas, magnificando sus ventajas y virtudes mientras que deprecia sus costos y vicios.

Los hombres políticos vierten del barril,

Nuevas mentiras sobre las viejas,

Y son alabados por su benévola sabiduría.11

Este bombardeo de propaganda aprovechada golpea inevitablemente a algunos blancos, sí solamente el poco sofisticado o devotamente patriótico—posiblemente una inmensa multitud.

Es al menos concebible, que el aprendizaje ideológico daría un salto discreto como resultado de la crisis social y la expansión hacia el Gobierno Grande que atiende a la crisis. Éste podría ser el proceso exacto por el cual, en la apropiada frase de William Graham Sumner (1934, p. 473),”el experimento entra en la vida de la sociedad y nunca puede ser quitado nuevamente”.

Por supuesto, movimientos contrarios de la ideología pueden ser imaginados. Por ejemplo, los conservadores, viendo sus pesadillas emerger a la luz del día, pueden redoblar sus esfuerzos de propagar la Vieja Religión del Tiempo, quizás con cierto éxito. Ciertamente, los ejemplos notorios que los conservadores pueden utilizar para ilustrar sus argumentos son fácilmente encontrados. Existe una presunción en la teoría arriba bosquejada, que los “progresivos” movimientos de la ideología compensarán a tales reaccionarios, pero no precisamos establecer dónde reside a priori el equilibrio. La investigación histórica puede determinar cuáles de estas fuerzas compensatorias han sido decisivas en la experiencia estadounidense. (El futuro, por supuesto, es otra cuestión; pero como historiadores económicos, no necesitamos preocuparnos por ello).

La tarea por delante, con algunas ilustraciones

Para cualquier estudio guiado por el marco analítico desarrollado en las páginas precedentes, hay un programa asociado de investigación histórica. Para cada episodio crítico, uno intenta identificar y explicar el específico proceso de transmisión por el cual los actores políticos vincularon causas socioeconómicas e ideológicas fundamentales a las innovaciones o a los renacimientos institucionales que amplían el alcance del poder gubernamental sobre la economía. Por lo menos ocho elementos del proceso de transmisión requieren estudio: (1) las condiciones socioeconómicas y políticas antes, durante, y después de la crisis; (2) las ideologías prevalecientes antes, durante, y después de la crisis; (3) los lideres y las élites y los grupos de interés a los que favorecen, apoyan o representan; (4) la legislación de emergencia y las órdenes ejecutivas; (5) las agencias de emergencia, sus actividades, y su liderazgo; (6) las consecuencias de, y la reacción a, las medidas de emergencia; (7) los desafíos judiciales, las decisiones resultantes, y las innovaciones de las doctrinas legales, especialmente las constitucionales; y (8) los legados institucionales y las “lecciones” percibidas del episodio. Juntos, estos ocho elementos proveen las materias primas para un balance de las circunstancias, de los actores, de los motivos, y de las acciones que produjeron y sostuvieron aumentos específicos del poder gubernamental sobre el proceso de toma de decisiones económicas durante cada crisis y episodio y sus consecuencias.

Este programa de investigación puede ser implementado dentro de muchos campos de estudio específicos. La Tabla 1 muestra seis sectores económicos dentro de los cuales mis hipótesis con respecto al encubrimiento de costos (etapa II del trinquete) y al cambio ideológico (etapa IV del trinquete) pueden ser probadas: transporte, trabajo, agricultura, industria, crédito, y comercio internacional. Otros pueden añadirse. (En mi próximo libro examino cada uno de los tópicos enumerados en la tabla, pero al cubrir tanta superficie, puedo hacer poco más que arañar a la misma en la mayoría de los casos. Hay muchísimo trabajo aquí para una legión de académicos.) En cada una de estas áreas el gobierno—en particular el gobierno federal—ejercita actualmente tanto los poderes en curso o los episódicos de un alcance extraordinario, poderes que emergieron claramente durante las emergencias nacionales del período 1916-1945. 12 Los amplios controles federales actuales sobre el transporte, los mercados de trabajo, la agricultura, el crédito, y el comercio internacional le son bastante familiares a la mayoría de los economistas. Contemporáneamente, las influencias gubernamentales sobre la asignación de los recursos industriales (aparte de aquellas que funcionan indirectamente a través del impuesto general y de las políticas regulatorias) se concentran pesadamente en el complejo militar-industrial, donde una vasta investigación, desarrollo, y actividades manufactureras no responden tanto a las fuerzas del mercado como sí a la mano visible de las decisiones gubernamentales (Clayton, 1970; Melman, 1970, 174; Hanrahan, 1983).

Como una ilustración de una cuestión que tiende en si misma al acercamiento propuesto, considérese al abandono del patrón oro, ciertamente un acontecimiento importante, como que hizo posible la Era de la Inflación durante los últimos 50 años. En la crisis económica de 1890 la administración de Cleveland, ideológicamente a favor del “dinero sano”, pagó deseosamente un alto precio político por preservar el patrón oro (Nevins, 1932, pp. 649-666, 674-676). En 1917, por la Ley de Comercio con el Enemigo, el Congreso delegó al Presidente la autoridad de regular o prohibir las transacciones en moneda extranjera o en oro (Twight, 1985). Woodrow Wilson ejercitó este poder, prohibiendo todas las exportaciones de oro excepto aquellas licenciadas por la Reserva Federal y el Tesoro (Friedman y Schwartz, 1963, p. 220). Pregunta: ¿Por qué el Congreso autorizó al Presidente a interferir con el funcionamiento del patrón oro? Hipótesis: Ejercitando este poder, el gobierno podía alcanzar sus objetivos de financiamiento de la guerra más fácilmente (es decir, fiscalmente más barato) que de otra forma; denegando el acceso para los mercados de divisas extranjeras o del oro a los negociantes no aprobados, el gobierno en efecto facilitó la reasignación de recursos que sus líderes deseaban, imponiendo costos de magnitud desconocida sobre los negociantes excluidos, a sus socios comerciales, y a otros que habrían subsecuentemente comerciado con estas partes.

Tabla 1.

Hitos en el Control Federal de Emergencia sobre la Economía

Primera

Guerra Mundial

La Gran Depresión Segunda

Guerra Mundial

Transporte
Junta de Navegación:

Corp. de la Flota de Emergencia; Ley Adamson, Administración Ferroviaria (nacionalización de la navegación oceánica y de los ferrocarriles)

Ley de Emergencia del Transporte Ferroviario (regulación extendida):

Ley del Trabajo Ferroviario de 1934

Administración de la Navegación de Guerra; Oficina del Transporte de Defensa; poderes de emergencia de la Comisión del Comercio Interestatal (asignación de prioridades; regulación extendida; fijación de precios)
Trabajo
Conscripción militar; Junta Laboral de Guerra; Junta de Políticas Laborales de Guerra (aplazamientos selectivos; intervenciones y confiscaciones de plantas en disputas laborales) Provisiones laborales de la Ley para la Recuperación de la Industria Nacional (promoción de carteles laborales);Ley de Estándares Laborales Justos (regulación de salarios y horas) Conscripción militar; Junta Nacional Laboral de Guerra; Comisión de la Mano de Obra de Guerra (aplazamientos selectivos; alocación de trabajos; intervención y confiscaciones de plantas en disputas laborales)
Agricultura
Ley Palanca; Administración de Alimentos (fijación de precios) Ley de Ajuste de la Agricultura de 1933; Ley de Conservación del Suelo y Asignación Doméstica; Ley de Ajuste de la Agricultura de 1938 (fijación de precios, prestamos, ordenes de mercadeo, restricciones a las áreas cultivadas) Administración de Alimentos de Guerra (racionamiento alimenticio); Oficina de Administración de Precios (fijación de precios, subsidios)
Industria
Junta de Industrias de Guerra (alocación de materiales; asignación de prioridades; fijación selectiva de precios) Corp. de Reconstrucción Financiera (prestamos e inversiones); Administración de la Recuperación Nacional (promoción de carteles vendedores de productos) Junta de Producción de Guerra (asignación de prioridades; restricciones sobre la producción civil); Corp. de Plantas de Defensa (construcción de plantas); Oficina de Administración de Precios (fijación de precios)
Crédito
Corp. de Finanzas de Guerra (prestamos); Comité de Emisiones de Capital (regulación de la emisión de acciones, alocación del crédito) Corp. de Reconstrucción Financiera (prestamos); Comisión de Acciones y Cambio (regulación de la emisión de acciones); Administración del Crédito para Granjas (prestamos); Corp. de Prestamos a Propietarios (prestamos); Ley Bancaria de 1935 (control gubernamental más centralizado del dinero y la banca) Corp. de Reconstrucción Financiera (prestamos); Sistema de la Reserva Federal (alocación del crédito; control de las tasas de interés)
Comercio Internacional
Ley de Comercio con el Enemigo; Junta del Comercio de Guerra (licencias y regulación de comerciantes; confiscación y administración de la propiedad del enemigo) Proclamación Presidencial del 6 de marzo de 1933; Ley de Reserva del Oro (control de todas las transacciones en oro y moneda extranjera; abandono del patrón oro) Junta (más tarde Oficina) de Economía de Guerra; Administración de Economía Exterior (control de y participación directa en el comercio internacional); Junta de Producción de Guerra (licencias de importación)

Para probar esta hipótesis, una podría obtener evidencia en el antecedente legislativo de la Ley de Comercio con el Enemigo, Sección 5(b), y preguntarse: ¿Quién propuso esta sección? ¿A quién, si hay alguien, esta persona representó? ¿Cuál fue el razonamiento ideológico esgrimido? ¿Un comité del congreso llevó a cabo audiencias en esta materia y si así fue, qué fue revelado? ¿Quién votó a favor y en contra de la ley?

Trazando las consecuencias institucionales e ideológicas de esta ley para los tiempos de guerra, uno encontraría que la misma proporcionó la base legal para la proclamación del feriado bancario del Presidente Franklin D. Roosevelt del 6 de marzo de 1933, el primer paso en una serie de acciones durante 1933-1934 que alejaron permanentemente a los Estados Unidos del patrón oro (Freidel, 1973, pp. 213-236; Friedman y Schwartz, 1963, pp. 462-483). Pregunta: ¿En qué punto, la lealtad ideológica al patrón oro de las élites poderosas, lealtad que fuera decisiva durante 1893-1896, se debilitó de modo tal que las medidas repudiacionistas del New Deal, especialmente su abrogación de las cláusulas contractuales en oro (incluyendo a las propias del gobierno!), se convirtieron en políticamente factibles? Hipótesis: Habiendo experimentando las restricciones del mercado de oro durante la Primera Guerra Mundial, mucha gente políticamente influyente vio a las salidas monetarias de 1933-1934 más favorablemente de lo que lo hubieran hecho de otra manera.

Para probar esta hipótesis, uno podría examinar los papeles privados de los agentes principales en el Congreso y en la administración de Roosevelt, así como los expedientes de las audiencias del comité y de las discusiones del piso del Congreso, especialmente sobre la Enmienda de Thomas a la Ley de Ajuste de la Agricultura. En su famoso disenso en los Casos de la Cláusula del Oro (294 U.S. 361-381, en 374, fn. 3), el Juez McReynolds citó la declaración del Senador Elmer Thomas a efectos de que la inflación facilitada por su enmienda hiciera posible “transferir de una clase a otra clase en estos Estados Unidos valor al grado de casi $200.000.000.000. . . primero, de los que poseyeran depósitos bancarios. . . [segundo] de aquellos que poseyeran bonos e inversiones fijas”. El archivo certificado y la evidencia documental deberían ilustrar si algunos otros apoyaron el abandono del patrón oro fuera de los mismos motivos redistribucionistas expresados por el senador y revelar, si alguien apeló a la experiencia de la Primera Guerra Mundial mientras trabajaba para poner a los Estados Unidos fuera del oro en 1933-1934. Claramente, los costos de esta política se podrían encubrir más fácilmente que los costos de una transferencia fiscal equivalente para lograr los mismos fines redistributivos.

Considere otro ejemplo, la Ley Adamson de 1916. El Congreso sancionó este estatuto ante la urgencia del Presidente en una tentativa por prevenir una huelga a escala nacional de las hermandades operadoras del ferrocarril. Ostensiblemente una ley de ocho horas, la ley en efecto impuso simplemente tasas saláriales más altas a las compañías interestatales del ferrocarril sin prever algún aumento compensatorio en las tarifas del servicio. La Suprema Corte, por un voto de 5 a 4, mantuvo la Ley Adamson en el caso de Wilson contra New (243 U.S.. 332 [1971]). Uno de los disidentes, el Juez Pitney, argumentó que el gobierno no solo había excedido su autoridad constitucional sino que en el proceso había encubierto y había cambiado los costos de su accionar.“La emergencia”, dijo, “no confirió poder alguno sobre el Congreso para imponer la carga sobre los transportadores. Si la exigencia pública lo requería, el Congreso quizás podría haberse apropiado de los dineros públicos para satisfacer las demandas de los ferroviarios”. (243 U.S., en 382, el énfasis esta agregado). ¿El Presidente o alguien en el Congreso consideraron tal alternativa fiscal? ¿Qué razonamientos ideológicos fueron empleados por las partes que apoyaban y las que se oponían a la ley? ¿Quién votó a favor y en contra de ella?

Los legados institucionales e ideológicos de la Ley Adamson parecen incluir la nacionalización de la industria del ferrocarril durante 1918-1920, la Ley del Transporte de 1920, que creó un Junta del Trabajo Ferroviario para mediar en los conflictos, y las Leyes del Trabajo Ferroviario de 1926 y 1934. También en 1934, Wilson contra New proporcionó un precedente importante para la opinión de la mayoría en la decisión de la Corte Suprema de Minnesota sobre la moratoria (290 U.S.. 398). En esta opinión, el Juez Hughes siguió la doctrina de Wilson de que “Sí bien la emergencia no crea poder, la emergencia puede brindar la ocasión para el ejercicio del poder”. Él también disminuyó la protección de la cláusula contractual de la Constitución—“no para ser leída con exactitud literal como un formula matemática”—enfureciendo de ese modo a los cuatro jueces disidentes, que vieron en esta decisión “la potencialidad de los graduales pero siempre crecientes avances sobre la santidad de los contratos privados y públicos”. La profecía de los disidentes parece haber sido exacta. Los documentos legales para probar esta visión se encuentran fácilmente disponibles. Seria un interesante estudio, por ejemplo, para trazar cuan a menudo, de qué manera, y en qué tipos de casos ha sido citada la decisión de la moratoria de la Corte de Minnesota (según lo sugerido por Alston, 1984, p. 446).

Consideremos otro ejemplo, la evolución de la ayuda federal para las actividades de organización y negociación colectiva de los sindicatos laborales. Tal ayuda apareció primero durante la Segunda Guerra Mundial (Kennedy, 1980, pp. 258-269). La Junta Laboral de Guerra, que el Presidente Wilson creó mediante una orden ejecutiva para mediar en los conflictos de trabajo y de ese modo prevenir potencialmente lesivos paros laborales en instalaciones críticas de producción de la guerra, adoptó una posición política general que apoyó, inter alia: el derecho de los trabajadores de organizarse en sindicatos y de negociar colectivamente, a través de los representantes de su propia elección, libres de cualquier interferencia de los empleadores; protección de los trabajadores contra despidos debido a su calidad de miembros, en actividades representando a los sindicatos; mantenimiento de todos los estándares sindicales existentes de salarios, horas, y condiciones de trabajo; y el día básico de 8 horas (Marshall, 1918, pp. 445, 446).

Quince años más tarde, la Sección 7(a) de la Ley Nacional para la Recuperación de la Industria (NIRA según su sigla en inglés), prescribió que cada código de competencia leal debe garantizar estos mismos derechos a los trabajadores (48 Estatutos de Estados Unidos, en 198, 199). Cuando la Suprema Corte derribó la NIRA en 1935, el Senador Robert Wagner aceleró asegurar la sanción de la Ley Nacional de las Relaciones Labores (49 Estados de los Estados Unidos 449), las Secciones 7 y 8 reinstituyeron estos derechos nuevamente. Claramente, no es ninguna coincidencia que estas tres declaraciones gubernamentales de las derechos sindicales contengan provisiones virtualmente idénticas. Un estudio de su vinculación podría cuestionar no solamente cuánto impacto tenían las políticas de la Junta Laboral de Guerra en las leyes del trabajo de los años 30, sino también investigar en los motivos subyacentes. En 1918 y 1933, surge que el gobierno ofreció estos derechos a los sindicatos en una tentativa por comprarlos: en el primer caso, evitar que los paros laborales comprometieran el programa de movilización para la guerra de la administración de Wilson; en el segundo caso, entregar al sindicalista un favorable quid pro quo para inducir su asentimiento en la concesión de poder monopólico a los industriales durante la administración de Roosevelt.

Una indagación adicional a lo largo de estas líneas nos llevaría a través de una investigación de la Junta Nacional del Trabajo de Guerra de la Segunda Guerra Mundial, de la Ley de Conflictos Laborales de Guerra de 1943, y de la Ley Taft-Hartley de la posguerra, que institucionalizó algunas de las restricciones en las actividades sindicales impuestas primero durante la guerra (Polenberg, 1972, pp. 154-183, 242). A lo largo del camino, uno podría preguntarse: ¿En qué punto durante el siglo veinte los sindicatos ganaron una amplia aceptación pública como legitimas instituciones económicas? ¿Este cambio en las actitudes públicas creció en gran parte sobre la base de episodios de crisis tales como el masivo desempleo en el lecho de la Gran Depresión? Polenberg (1972, p. 242) afirma que “Antes de 1941 una gran cantidad de hombres de negocios había rechazado admitir que los sindicatos industriales fueran a perdurar; y para 1945 muchos más estaban reconciliados con la inevitabilidad sino la deseabilidad de la negociación colectiva”.

¿Son los datos de las encuestas contemporáneas o de las declaraciones de posición de las organizaciones de negocios, consistentes con esta hipótesis? ¿Los gobiernos durante las crisis, han utilizado a los sindicatos como componentes de una estrategia política encubridora de costos? Después de todo, los costos totales impuestos a la sociedad por la sindicalización extensiva exceden por lejos las cantidades que el gobierno tendría que transferir directamente a los miembros del sindicato para proveerlos con una ganancia equivalente en la riqueza (Reynolds, 1984); pero la transferencia fiscal sería visible y fácilmente mensurable por los contribuyentes y otros opositores de tales dadivas.

Claramente, el potencial para la aplicación del acercamiento sugerido es extenso. Las ilustraciones precedentes sirven solamente para sugerir las clases de preguntas y los materiales de investigación involucrados en la prueba de las hipótesis del encubrimiento de costos y del cambio ideológico, asociadas a mi caracterización del fenómeno del trinquete. Una investigación de este tipo, desafía a los historiadores económicos a pasar menos tiempo en la sala de computadoras y más tiempo en la biblioteca y en los archivos. Ello aun requiere que guarden un asimiento firme en teoría, a pesar de que la teoría pertinente debe ser algo más amplia que el usual aparato microeconómico y macroeconómico manejado por los economistas. Los analistas políticos y legales—así como los historiadores a la vieja usanza—tienen mucho para enseñarnos. El ensanchamiento de nuestra capacidad académica pagará grandes dividendos en esta clase de investigación. El reequipamiento es valioso porque el tema es muy importante. Si resolvemos con éxito este desafío analítico (¿y quién se encuentra mejor equipado que los historiadores económicos para ello?), nuestro lugar en la ciencia social moderna estará asegurado más allá de la cuestión.

Referencias:

He discutido los temas de este articulo a través de varios años con numerosas personas. Mi gratitud se extiende a los estudiantes, colegas y participantes de seminarios en las universidades de Washington, Houston, Texas A & M, Duke, Pennsylvania, Pennsylvania State, y Georgia, en el Lafayette College y el Gettysburg College, en el taller sobre regulación gubernamental de 1982 de la Economic History Association, y específicamente a Lee Alston, Price Fishback, Aileen Kraditor, Don McCloskey, Doug North, Joe Reid, Andy Rutten, y Charlotte Twight. El editor Larry Neal y un anónimo arbitro en Explorations in Economic History me dieron útiles comentarios sobre un incipiente borrador. Mi hijo Matt Higgs obligó a nuestra computadora a dibujar el Grafico 1 para mí. Me disculpo con aquellos cuya ayuda y estimulación no he sin duda olvidado. Por el apoyo financiero de mi investigación, estoy agradecido con el Center for Libertarian Studies, el cual me premio con una Beca Ludwig von Mises en Humanidades y Ciencias Sociales durante 1983-1984. Por supuesto, solamente yo soy responsable por lo que surge de todo ello.

  1. “The Sea and the Mirror,” 1942-1944.
  2. Ver Higgs (1987, Cap. 1) para una reseña critica de las hipótesis acerca del crecimiento del gobierno durante el siglo pasado.

3.Entre otros que han reconocido la importancia de la dependencia de la trayectoria se incluye a Nutter (1883, pp. 44, 97) y Alt y Chrystal (1983, p. 248.)

  1. Para un breve análisis de la cuestión de cómo medir el crecimiento gubernamental, ver Higgs (1983a). Concluí allí que (p. 155): “Todos los índices cuantitativos del tamaño del gobierno comparten un defecto en común: sus cambios podrían indicar tanto cambios en el alcance de la efectiva autoridad gubernamental o meramente alteraciones en el nivel en el que el gobierno opera dentro de una esfera constante de autoridad … Además, los índices cuantitativos podrían registrar muy poco o ningún cambio, aun cuando la sustancia del poder gubernamental varíe enormemente.”
  2. Para alguna información internacional comparativa sobre el crecimiento del gobierno, ver a Kuznets (1966, pp. 236-239), Pathirane y Blades (1982), y Alt y Chrystal (1983, pp. 199-219).
  3. Mi distinción entre gobierno grande y Gobierno Grande, junto con mi foco de análisis exclusivamente en este ultimo, explica por que este trabajo no tiene nada que decir acerca de las políticas fiscales y monetarias, los déficits, la inflación, el Keynesianismo, cuestiones relacionadas que corresponden a las políticas macroeconómicas del gobierno, ni durante las crisis ni en otros momentos durante el siglo veinte. El gobierno de los Estados Unidos poseyó la autoridad para conducir las políticas fiscales y monetarias, incluyendo el poder de incurrir en déficits presupuestarios o de inflar la cantidad de dinero, desde el comienzo. Por supuesto, el gobierno no asumió deliberadamente una postura activista, directoria respecto a estos poderes sino hasta 1930, especialmente después de la recesión de 1937-1938 (Stein, 1969, 1984). Pero ese cambio significó solamente un modo diferente de ejercer un poder largamente establecido, no un incremento del Gobierno Grande en mi sentido.
  4. Entre otros que han reconocido la importancia de la autonomía gubernamental se incluye a Knight (1982, p. 231), Kalt (1981, pp. 580-583), Brown (1983, p. 45), Tullock (1983, p. 114), y Frey (1978, pp. 95, 155). Para un excepcionalmente completo y cuidadoso tratamiento de esta cuestión, con una valiosa reseña de la literatura económica relacionada y una comprensiva aplicación empírica, ver Twight (1983).
  5. Compare a Becker (1983, pp. 373, 381-388). En el modelo de Becker, se asume que la gente no solamente conoce el peso muerto de los costos; se asume además que basa su comportamiento político en dicho conocimiento. Becker no ofrece evidencia empírica alguna para avalar esta postura, la cual luce para mí extremadamente caprichosa.
  6. Ver las discusiones relacionadas del “efecto dotación” por Thaler (1983, pp. 64, 65), de la “histéresis” por Harden (1982, pp. 82, 83), y del “universalismo y reciprocidad” por Alt y Chrystal (1983, pp. 196, 197).
  7. Sobre mi teoría del cambio tecnológico, ver Mansfield (1968) y Rosenberg (1971, 1976). Para una extensa explicación del concepto de ideología con relación a la política económica y a la historia económica, ver mi próximo libro, Cap. 3, y a las numerosas fuentes allí citadas. Ver también el intercambio entre Higgs (1983b) y Kraditor (1983).
  8. Robinson, Jeffers, “Cassandra,” 1948 (con disculpas por mis arreglos de líneas y mayúsculas).

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Traducido por Gabriel Gasave

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