Las protestas en Cuba han arrojado nueva luz sobre los fracasos del comunismo y generado un nuevo debate sobre el embargo estadounidense. Los activistas y políticos de izquierda se equivocan de plano cuando culpan al embargo de la pobreza cubana. Sin embargo, tienen toda la razón cuando piden el fin del embargo. Podemos ver una parte importante de los argumentos contra el embargo observando otro esfuerzo por combatir el mal con sanciones económicas internacionales: el declive y la caída del apartheid en Sudáfrica, que los economistas Anton D. Lowenberg y William H. Kaempfer explicaron en su libro de 1998 The Origins and Demise of South African Apartheid: A Public Choice Analysis.
El apartheid combinaba el nacionalismo, el racismo, el socialismo y el mercantilismo en un sistema de opresión racial difícil de erradicar pero que, al igual que el comunismo en la Unión Soviética, debe gran parte de su colapso a su propia ineficiencia económica. Una serie de leyes que restringían los mercados de la tierra y la mano de obra crearon una "barrera de color" que reservaba los trabajos calificados y los salarios altos para los trabajadores blancos, mientras que relegaba a los trabajadores negros a trabajos poco calificados y mal remunerados. Lowenberg y Kaempfer (y Christopher Lingle) lo describen como "socialismo racial" y "claramente un movimiento anticapitalista" (p. 3). Sin embargo, señalan que "a medida que más y más afrikaners adquirían capital humano y físico, se unían a las filas de la oposición liberal antiapartheid o permanecían en el Partido Nacional, pero atemperando su entusiasmo por la adhesión a las políticas del apartheid".
En la década de 1970, la comunidad internacional golpeó a Sudáfrica con embargos de petróleo. A mediados de los 80, siguieron las sanciones comerciales y la presión de desinversión. Lowenberg y Kaempfer demuestran que las políticas de los países hacia Sudáfrica respondían más a intereses particulares nacionales que a afligir a los cómodos (los perpetradores del apartheid) y consolar a los afligidos (las víctimas del apartheid). También demuestran que las empresas que se desprendieron de sus inversiones en Sudáfrica fueron las que obtuvieron las mejores puntuaciones en las medidas de responsabilidad social corporativa. Por lo tanto, la campaña de desinversión perjudicó a los trabajadores sudafricanos, pero creó ganancias inesperadas para los sudafricanos que pudieron comprar activos de los desinversores a precios de remate. Perversamente, las sanciones contra el apartheid podrían haber fortalecido al gobierno del apartheid.
En un trabajo académico de 1999 que apareció en la edición "Papers and Proceedings" del American Economic Review, Philip I. Levy expuso un argumento que coincide, en líneas generales, con lo que Lowenberg y Kaempfer descubrieron. Mientras que Nelson Mandela (que, por cierto, habría celebrado su 103 cumpleaños el domingo 18 de julio), Desmond Tutu y otros atribuyeron el colapso del apartheid a las sanciones, Levy (y Lowenberg y Kaempfer) atribuyeron la desaparición del apartheid a sus propias ineficiencias, a la oposición política interna al apartheid y al colapso de la Unión Soviética.
El propio apartheid asignó mal el capital y el trabajo para exaltar a los trabajadores blancos en relación con los negros. Los trabajadores blancos acumularon capital físico y humano, mientras que los negros fueron sistemáticamente limitados, lo que finalmente condujo a un desajuste entre la cuantía de mano de obra que las empresas deseaban contratar y la cuantía de mano de obra que los blancos podían suministrar en ocupaciones restringidas. Las desventajas del apartheid se hicieron más evidentes, y las empresas pudieron presionar con éxito para que se relajaran las barreras de color.
La oposición política al apartheid se incrementó cuando los costes se hicieron más explícitos. El apartheid, en efecto, era muy costoso. En primer lugar, distorsionaba la asignación de mano de obra y capital e institucionalizaba la ineficiencia. En segundo lugar, el apartheid requería de una gran burocracia con muchas y costosas redundancias, como organismos administrativos separados para cada etnia. En tercer término, el aumento de los impuestos para pagar todo esto creó una presión política para eliminar la discriminación racial en la administración pública. La gente no era necesariamente más ilustrada: simplemente vio que acabar con una contratación y trato preferente a los blancos y abrir las oportunidades a la mano de obra negra con salarios más bajos reduciría parte de la presión fiscal. La gente estaba menos dispuesta a dilapidar el tesoro del país para apuntalar las instituciones racistas cuando se hizo evidente lo onerosas que eran.
Finalmente, el Muro de Berlín cayó en 1989, y Lowenberg y Kaempfer describen el hecho como "probablemente la causa más inmediata de la legalización del Congreso Nacional Africano (CNA) y la liberación de Nelson Mandela en 1990" (p. 217). El desmoronamiento del Muro y el desgarro de la Cortina de Hierro convencieron al gobierno del Partido Nacional Afrikáner -que "veía al CNA como un partido de comunistas impíos, dispuesto a llevar a su país al bloque comunista", según Levy (pp. 419-420)- de que ya no estaban amenazados por la perspectiva de una toma de control del CNA con apoyo soviético. A la luz de la nueva realidad geopolítica, el compromiso se hizo más imperativo para el CNA. Tanto el Partido Nacional como el CNA se dieron cuenta de que podían obstruirse o perjudicarse mutuamente; sin embargo, ninguno podía derrotar al otro de manera decisiva. La negociación se hizo más "apetecible", como lo expresó Levy (p. 420).
Sin duda, las sanciones tuvieron efectos psicológicos y morales, al igual que el embargo estadounidense a Cuba. Ni Levy ni Lowenberg y Kaempfer -ni la literatura de seguimiento que he podido encontrar- creen que estos efectos tengan tanto poder explicativo como la ineficacia del apartheid, la creciente oposición política interna y la caída de la Unión Soviética. Levy resume su análisis: "Esto debería arrojar serias dudas sobre la aplicabilidad del caso sudafricano como modelo para nuevas sanciones comerciales". Al igual que las sanciones económicas no acabaron con el apartheid sudafricano, el embargo estadounidense no acabará con el comunismo cubano.
Este artículo está extraído de la investigación que estoy realizando para un libro con Phillip W. Magness e Ilia Murtazashvili sobre la economía política constitucional y la crítica del apartheid del economista W.H. Hutt, así como de un artículo que estoy escribiendo con Christopher Lingle sobre el apartheid para la Edward Elgar Encyclopedia of Public Choice.
Traducido por Gabriel Gasave
Las sanciones contra Sudáfrica y el embargo a Cuba
Las protestas en Cuba han arrojado nueva luz sobre los fracasos del comunismo y generado un nuevo debate sobre el embargo estadounidense. Los activistas y políticos de izquierda se equivocan de plano cuando culpan al embargo de la pobreza cubana. Sin embargo, tienen toda la razón cuando piden el fin del embargo. Podemos ver una parte importante de los argumentos contra el embargo observando otro esfuerzo por combatir el mal con sanciones económicas internacionales: el declive y la caída del apartheid en Sudáfrica, que los economistas Anton D. Lowenberg y William H. Kaempfer explicaron en su libro de 1998 The Origins and Demise of South African Apartheid: A Public Choice Analysis.
El apartheid combinaba el nacionalismo, el racismo, el socialismo y el mercantilismo en un sistema de opresión racial difícil de erradicar pero que, al igual que el comunismo en la Unión Soviética, debe gran parte de su colapso a su propia ineficiencia económica. Una serie de leyes que restringían los mercados de la tierra y la mano de obra crearon una "barrera de color" que reservaba los trabajos calificados y los salarios altos para los trabajadores blancos, mientras que relegaba a los trabajadores negros a trabajos poco calificados y mal remunerados. Lowenberg y Kaempfer (y Christopher Lingle) lo describen como "socialismo racial" y "claramente un movimiento anticapitalista" (p. 3). Sin embargo, señalan que "a medida que más y más afrikaners adquirían capital humano y físico, se unían a las filas de la oposición liberal antiapartheid o permanecían en el Partido Nacional, pero atemperando su entusiasmo por la adhesión a las políticas del apartheid".
En la década de 1970, la comunidad internacional golpeó a Sudáfrica con embargos de petróleo. A mediados de los 80, siguieron las sanciones comerciales y la presión de desinversión. Lowenberg y Kaempfer demuestran que las políticas de los países hacia Sudáfrica respondían más a intereses particulares nacionales que a afligir a los cómodos (los perpetradores del apartheid) y consolar a los afligidos (las víctimas del apartheid). También demuestran que las empresas que se desprendieron de sus inversiones en Sudáfrica fueron las que obtuvieron las mejores puntuaciones en las medidas de responsabilidad social corporativa. Por lo tanto, la campaña de desinversión perjudicó a los trabajadores sudafricanos, pero creó ganancias inesperadas para los sudafricanos que pudieron comprar activos de los desinversores a precios de remate. Perversamente, las sanciones contra el apartheid podrían haber fortalecido al gobierno del apartheid.
En un trabajo académico de 1999 que apareció en la edición "Papers and Proceedings" del American Economic Review, Philip I. Levy expuso un argumento que coincide, en líneas generales, con lo que Lowenberg y Kaempfer descubrieron. Mientras que Nelson Mandela (que, por cierto, habría celebrado su 103 cumpleaños el domingo 18 de julio), Desmond Tutu y otros atribuyeron el colapso del apartheid a las sanciones, Levy (y Lowenberg y Kaempfer) atribuyeron la desaparición del apartheid a sus propias ineficiencias, a la oposición política interna al apartheid y al colapso de la Unión Soviética.
El propio apartheid asignó mal el capital y el trabajo para exaltar a los trabajadores blancos en relación con los negros. Los trabajadores blancos acumularon capital físico y humano, mientras que los negros fueron sistemáticamente limitados, lo que finalmente condujo a un desajuste entre la cuantía de mano de obra que las empresas deseaban contratar y la cuantía de mano de obra que los blancos podían suministrar en ocupaciones restringidas. Las desventajas del apartheid se hicieron más evidentes, y las empresas pudieron presionar con éxito para que se relajaran las barreras de color.
La oposición política al apartheid se incrementó cuando los costes se hicieron más explícitos. El apartheid, en efecto, era muy costoso. En primer lugar, distorsionaba la asignación de mano de obra y capital e institucionalizaba la ineficiencia. En segundo lugar, el apartheid requería de una gran burocracia con muchas y costosas redundancias, como organismos administrativos separados para cada etnia. En tercer término, el aumento de los impuestos para pagar todo esto creó una presión política para eliminar la discriminación racial en la administración pública. La gente no era necesariamente más ilustrada: simplemente vio que acabar con una contratación y trato preferente a los blancos y abrir las oportunidades a la mano de obra negra con salarios más bajos reduciría parte de la presión fiscal. La gente estaba menos dispuesta a dilapidar el tesoro del país para apuntalar las instituciones racistas cuando se hizo evidente lo onerosas que eran.
Finalmente, el Muro de Berlín cayó en 1989, y Lowenberg y Kaempfer describen el hecho como "probablemente la causa más inmediata de la legalización del Congreso Nacional Africano (CNA) y la liberación de Nelson Mandela en 1990" (p. 217). El desmoronamiento del Muro y el desgarro de la Cortina de Hierro convencieron al gobierno del Partido Nacional Afrikáner -que "veía al CNA como un partido de comunistas impíos, dispuesto a llevar a su país al bloque comunista", según Levy (pp. 419-420)- de que ya no estaban amenazados por la perspectiva de una toma de control del CNA con apoyo soviético. A la luz de la nueva realidad geopolítica, el compromiso se hizo más imperativo para el CNA. Tanto el Partido Nacional como el CNA se dieron cuenta de que podían obstruirse o perjudicarse mutuamente; sin embargo, ninguno podía derrotar al otro de manera decisiva. La negociación se hizo más "apetecible", como lo expresó Levy (p. 420).
Sin duda, las sanciones tuvieron efectos psicológicos y morales, al igual que el embargo estadounidense a Cuba. Ni Levy ni Lowenberg y Kaempfer -ni la literatura de seguimiento que he podido encontrar- creen que estos efectos tengan tanto poder explicativo como la ineficacia del apartheid, la creciente oposición política interna y la caída de la Unión Soviética. Levy resume su análisis: "Esto debería arrojar serias dudas sobre la aplicabilidad del caso sudafricano como modelo para nuevas sanciones comerciales". Al igual que las sanciones económicas no acabaron con el apartheid sudafricano, el embargo estadounidense no acabará con el comunismo cubano.
Este artículo está extraído de la investigación que estoy realizando para un libro con Phillip W. Magness e Ilia Murtazashvili sobre la economía política constitucional y la crítica del apartheid del economista W.H. Hutt, así como de un artículo que estoy escribiendo con Christopher Lingle sobre el apartheid para la Edward Elgar Encyclopedia of Public Choice.
Traducido por Gabriel Gasave
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