La controversia suscitada en Francia a principios de este año en torno a los cambios en las pensiones es noticia antigua, pero la tambaleante financiación que sustenta a los Estados de bienestar estadounidense y europeo sigue siendo un problema en tiempo real. Los estadounidenses deberían aprender de la polémica francesa, porque un día del juicio similar se avecina para las prestaciones sociales estatales en los EE.UU. De hecho, según algunas mediciones, los Estados Unidos se encuentran en peores condiciones.
El embrollo francés fue desencadenado por la decisión del presidente Emmanuel Macron de elevar la edad jubilatoria del país de 62 a 64 años, y exigir a la mayoría de los trabajadores que contribuyan durante años adicionales al programa gubernamental de pensiones de reparto, similar al sistema de la Seguridad Social estadounidense.
Los sindicalistas, socialistas y estudiantes franceses estallaron con violentas protestas, y con una mayoría del público que va más allá de la controversia inmediata y comienza a cuestionar prácticamente todos los aspectos de la presidencia de Macron. El presidente francés se vio obligado a emplear facultades constitucionales especiales para impulsar la reforma en la Asamblea Nacional.
Ahora que la histeria se ha calmado un poco, es momento de atender el problema de fondo: el hecho de que el tradicional Estado de bienestar de estilo europeo abrazado por Francia, Italia, Grecia, Alemania y el resto de la «vieja Europa» -concebido a finales del siglo XIX por Otto von Bismarck, primer canciller de la Alemania unificada, y moldeado en la maraña moderna que es hoy día por el economista y reformador social progresista británico William Beveridge al final de la Segunda Guerra Mundial- ya no es viable.
Los franceses en particular (donde algunos a la derecha del espectro político parecen a veces más socialistas que los de la izquierda), y los europeos y estadounidenses más en general, necesitan comprender algunas verdades económicas básicas: 1) que no puedes convertir cada deseo en un «derecho»; 2) que no puedes vivir a costa de los demás mientras los demás quieren vivir a expensas tuyas, y 3) que no puedes delegar infinitamente en otros la responsabilidad de pagar por tu asistencia médica, los beneficios por desempleo y la pensión a la vejez cuando el número de personas que demandan esas prestaciones va en aumento y el de quienes sostienen el sistema disminuye.
Eso es lo que ocurre en la vieja Europa y en los Estados Unidos, donde la combinación de las jubilaciones de la generación del baby boom, el incremento de la longevidad y el descenso de las tasas de natalidad ha puesto de manifiesto la innata fragilidad del Estado de bienestar social.
A pesar de que varios gobiernos europeos comenzaron a reformar sus sistemas de pensiones a partir de los años 80, la mayoría lo ha hecho solo tímidamente. Francia es uno de los países que adoptó medidas a medias y ahora está pagando el precio. Pese a las numerosas advertencias, la mayoría de los políticos estadounidenses continúan ignorando la crisis que asecha.
Las pensiones públicas son sólo una parte del problema. En términos más generales, Francia, al igual que los Estados Unidos, tiene un problema de gasto y endeudamiento de larga data, con una deuda nacional de casi 3 billones de euros (unos 3,3 billones de dólares). Francia ha tenido un problema de deuda durante años; incluso antes de los picos de gasto del 2020 y 2021 relacionados con el Covid, la deuda del país había superado el 90% del PBI cada año durante la última década. Como resultado, Francia paga ahora más intereses por su deuda de lo que gasta en defensa, sanidad o pensiones.
La deuda persiste porque el gasto gubernamental engulle anualmente casi el 60% de lo que produce la economía, el nivel más alto del mundo (junto con Grecia). El tamaño elefantiásico del gobierno francés es la razón del brutal nivel de impuestos que padecen sus ciudadanos, con una imposición sobre los salarios 12,5 puntos porcentuales superior a la media de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Esta situación es insostenible.
En comparación, los países nórdicos (Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia), admirados en los Estados Unidos por sus elevados niveles de protección social, gastan menos que Francia porque se han tomado muy en serio la reforma de sus Estados de bienestar, percatándose de que hay un límite para la redistribución de la riqueza. En Suecia, por ejemplo, el gasto público en 2022 como porcentaje del producto bruto interno (PBI) fue un 20% inferior al de Francia. Es una diferencia enorme.
Si hay algo puede decirse del esfuerzo reformista de Macron es que es un paso en la dirección correcta. Pero está claro que no es suficiente. Ante la ausencia de un sistema en el cual los beneficios jubilatorios estén totalmente financiados, en lugar de depender de que los trabajadores actuales paguen las promesas hechas a los empleados anteriores, hará falta mucho más que prolongar la edad de jubilación para equilibrar las cuentas.
Esperemos que la decisión de Macron haya tenido al menos el mérito de centrar las mentes tanto de los europeos como de los estadounidenses en el futuro de sus inviables sistemas de bienestar, una cuestión central de nuestro tiempo.
Traducido por Gabriel Gasave
3 verdades económicas que los estadounidenses pueden aprender de la crisis de las pensiones en Francia
Roland Godefroy / Wikimedia Commons
La controversia suscitada en Francia a principios de este año en torno a los cambios en las pensiones es noticia antigua, pero la tambaleante financiación que sustenta a los Estados de bienestar estadounidense y europeo sigue siendo un problema en tiempo real. Los estadounidenses deberían aprender de la polémica francesa, porque un día del juicio similar se avecina para las prestaciones sociales estatales en los EE.UU. De hecho, según algunas mediciones, los Estados Unidos se encuentran en peores condiciones.
El embrollo francés fue desencadenado por la decisión del presidente Emmanuel Macron de elevar la edad jubilatoria del país de 62 a 64 años, y exigir a la mayoría de los trabajadores que contribuyan durante años adicionales al programa gubernamental de pensiones de reparto, similar al sistema de la Seguridad Social estadounidense.
Los sindicalistas, socialistas y estudiantes franceses estallaron con violentas protestas, y con una mayoría del público que va más allá de la controversia inmediata y comienza a cuestionar prácticamente todos los aspectos de la presidencia de Macron. El presidente francés se vio obligado a emplear facultades constitucionales especiales para impulsar la reforma en la Asamblea Nacional.
Ahora que la histeria se ha calmado un poco, es momento de atender el problema de fondo: el hecho de que el tradicional Estado de bienestar de estilo europeo abrazado por Francia, Italia, Grecia, Alemania y el resto de la «vieja Europa» -concebido a finales del siglo XIX por Otto von Bismarck, primer canciller de la Alemania unificada, y moldeado en la maraña moderna que es hoy día por el economista y reformador social progresista británico William Beveridge al final de la Segunda Guerra Mundial- ya no es viable.
Los franceses en particular (donde algunos a la derecha del espectro político parecen a veces más socialistas que los de la izquierda), y los europeos y estadounidenses más en general, necesitan comprender algunas verdades económicas básicas: 1) que no puedes convertir cada deseo en un «derecho»; 2) que no puedes vivir a costa de los demás mientras los demás quieren vivir a expensas tuyas, y 3) que no puedes delegar infinitamente en otros la responsabilidad de pagar por tu asistencia médica, los beneficios por desempleo y la pensión a la vejez cuando el número de personas que demandan esas prestaciones va en aumento y el de quienes sostienen el sistema disminuye.
Eso es lo que ocurre en la vieja Europa y en los Estados Unidos, donde la combinación de las jubilaciones de la generación del baby boom, el incremento de la longevidad y el descenso de las tasas de natalidad ha puesto de manifiesto la innata fragilidad del Estado de bienestar social.
A pesar de que varios gobiernos europeos comenzaron a reformar sus sistemas de pensiones a partir de los años 80, la mayoría lo ha hecho solo tímidamente. Francia es uno de los países que adoptó medidas a medias y ahora está pagando el precio. Pese a las numerosas advertencias, la mayoría de los políticos estadounidenses continúan ignorando la crisis que asecha.
Las pensiones públicas son sólo una parte del problema. En términos más generales, Francia, al igual que los Estados Unidos, tiene un problema de gasto y endeudamiento de larga data, con una deuda nacional de casi 3 billones de euros (unos 3,3 billones de dólares). Francia ha tenido un problema de deuda durante años; incluso antes de los picos de gasto del 2020 y 2021 relacionados con el Covid, la deuda del país había superado el 90% del PBI cada año durante la última década. Como resultado, Francia paga ahora más intereses por su deuda de lo que gasta en defensa, sanidad o pensiones.
La deuda persiste porque el gasto gubernamental engulle anualmente casi el 60% de lo que produce la economía, el nivel más alto del mundo (junto con Grecia). El tamaño elefantiásico del gobierno francés es la razón del brutal nivel de impuestos que padecen sus ciudadanos, con una imposición sobre los salarios 12,5 puntos porcentuales superior a la media de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Esta situación es insostenible.
En comparación, los países nórdicos (Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suecia), admirados en los Estados Unidos por sus elevados niveles de protección social, gastan menos que Francia porque se han tomado muy en serio la reforma de sus Estados de bienestar, percatándose de que hay un límite para la redistribución de la riqueza. En Suecia, por ejemplo, el gasto público en 2022 como porcentaje del producto bruto interno (PBI) fue un 20% inferior al de Francia. Es una diferencia enorme.
Si hay algo puede decirse del esfuerzo reformista de Macron es que es un paso en la dirección correcta. Pero está claro que no es suficiente. Ante la ausencia de un sistema en el cual los beneficios jubilatorios estén totalmente financiados, en lugar de depender de que los trabajadores actuales paguen las promesas hechas a los empleados anteriores, hará falta mucho más que prolongar la edad de jubilación para equilibrar las cuentas.
Esperemos que la decisión de Macron haya tenido al menos el mérito de centrar las mentes tanto de los europeos como de los estadounidenses en el futuro de sus inviables sistemas de bienestar, una cuestión central de nuestro tiempo.
Traducido por Gabriel Gasave
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