A pesar de que los estadounidenses han a menudo expresado un fuerte apoyo en favor de la protección medioambiental en las recientes décadas, gran parte del costo de la reglamentaciones “verdes” ha permanecido oculto al examen público. Sin embargo, eso pronto puede cambiar. En septiembre, el Subcomité de la Cámara de Representantes para la Reforma Gubernamental en Cuestiones Reglamentarias celebró una audiencia acerca del impacto de las reglamentaciones de la Agencia de Protección Ambiental (EPA es su sigla en inglés) sobre las empresas de los Estados Unidos—específicamente sobre el sector manufacturero, el cual soporta la mayoría de sus costos directos. Algunos testimonios ofrecidos en la audiencia fueron altamente preocupantes.
Un estudio mencionado durante las deliberaciones llamó particularmente la atención. En un análisis presentado por la Oficina de Promoción de la Administración de Pequeñas Empresas, el economista W. Mark Crain descubrió que en el año 2004 el cumplimiento de las reglamentaciones de la EPA le costó en promedio a las pequeñas empresas manufactureras (aquellas con menos de 20 empleados) unos enormes $15.747 por trabajador, comparados con los $3.391 por trabajador para las manufactureras grandes (aquellas con 500 empleados o más)—¡una diferencia en los costos del 364 por ciento!
Además, para las manufactureras pequeñas—las cuales representan cerca de tres cuartas partes de todas las firmas manufactureras—los costos del cumplimiento medioambiental drásticamente les pesaron más que el costo de otros tipos de reglamentaciones, tales como el cumplimiento tributario ($2.582 por trabajador), las reglamentaciones económicas ($2.577), y las reglamentaciones sobre los lugares de trabajo ($1.014).
Si la economía estadounidense fracasa, el enorme costo de las reglamentaciones verdes puede convertirse en una inquietud pública importante. Pero los trabajadores tienen ya todos los motivos como para preocuparse debido a que durante gran parte de los últimos 30 años, las reglamentaciones ambientales han desacelerado el crecimiento de la productividad de la mano de obra estadounidense y los ingresos semanales de los trabajadores. Para ver el por qué, pongamos primero a algunas estadísticas económicas en su contexto histórico.
De 1973 a 1995, los Estados Unidos funcionaban más como una economía tradicional que como el líder dinámico e innovador que alguna vez había sido. Después de 1973, el crecimiento real anual del PBI se frenó en un 22 por ciento—decreciendo del 3,6 por ciento anual al 2,8 por ciento—una estadística aparentemente inocua cuando se la separa de la realidad económica de millones de estadounidenses que luchan por ganarse la vida a duras penas. (Ese retaso económico hubiese sido mucho peor si las mujeres no hubiesen ingresado en grandes números al mercado laboral.)
Según el Economic Report of the President del año 2005, la declinación tuvo lugar debido a que el crecimiento de la productividad del trabajo se desaceleró cerca de un 40 por ciento desde las dos décadas previas a 1973 a los años 1973 a 1995—una reducción en la tasa de crecimiento anual del 2,5 por ciento al 1,5 por ciento. Consecuentemente, los ingresos semanales reales—lo que el trabajador se lleva a su casa en dólares ajustados por inflación—en verdad disminuyeron durante gran parte del segundo de los periodos.
Los sobresaltos en la oferta de petróleo, al estancamiento con inflación y a los controles de precios de los años 70 han sido comúnmente inculpados por inaugurar el retraso económico. Pero las reglamentaciones ambientales—particularmente el cumplimiento de aquellas atinentes a la polución del aire y del agua—no han causado un daño menos gravoso.
No es difícil de entender cómo sucedió esto. Los comienzos de la década del 70 atestiguaron un despertar medioambiental—en parte visionario, pero en su gran mayoría miope. Junto con el Día de la Tierra y las campañas populares para promover la conservación aparecieron éxitos editoriales tales como The Limits to Growth, cuyos impresos computarizados le otorgaban una apariencia científica a las profecías del texto de un cataclismo económico y de una pérdida masiva de vidas humanas por la sobrepoblación y la degradación ambiental. La era de las películas de ciencia ficción pesimistas ayudó a llevar esas preocupaciones neo-malthusianas a una audiencia más amplia.
La Agencia de Protección Ambiental, que fue creada en 1970, no estuvo inmune a la influencia de los agoreros medioambientales. El Congreso le otorgó a la agencia amplias facultades discrecionales pero dijo poco respecto de cómo la misma debería establecer las prioridades ambientales.
Desafortunadamente, la voluntad política de sobre reglamentar—y el no deseo de restringir legislativamente a la EPA—pueden haber sido las causas más importantes de este retraso en el crecimiento de la productividad que lleva más de dos décadas.
En un estudio publicado en el Yale Journal on Regulation en 1995, el economista James C. Robinson, actualmente desempeñándose en la School of Public Health de la U. C. Berkeley, descubrió que las reglamentaciones medioambientales representaban gran parte del retraso en el crecimiento de la productividad manufacturera estadounidense entre 1974 y 1986. Los costos directos de las manufactureras por cumplir con las reglamentaciones medioambientales se habían incrementado apenas en un uno por ciento por encima del valor de los bienes manufacturados, pero la productividad de múltiples factores—la eficiencia de la mano de obra, de la maquinaría, y de otros elementos que trabajan juntos—había alcanzado a cerca del 11,4 por ciento de donde hubiese estado sin la pesada mano de la EPA.
El crecimiento de la productividad se aceleró a finales de los años 90 debido tan solo a los seis sectores económicos menos afectados por la reglamentación ambiental—la fabricación de computadoras, los semiconductores, las telecomunicaciones, las ventas minoristas, las ventas mayoristas, y los titulos valores. Los otros 53 sectores, tomados como un grupo, casi no tuvieron crecimiento de la productividad alguno de 1995 a 2000. Después del año 2001, la economía de los Estados Unidos finalmente experimentó un resurgimiento del crecimiento de la productividad de base amplia, debido quizás a que la administración Bush cumplió su promesa de morigerar las restricciones que impiden el crecimiento manufacturero.
En respuesta a la reciente presión para reducir los costos del cumplimiento de las disposiciones ambientales, la EPA ha seleccionado 42 reformas reglamentarias para implementar—de un listado de más de 700 sugeridas por el público, testificó un funcionario de la agencia durante las audiencias. Los legisladores deberían exigirle a la EPA que explique, caso por caso, por qué rechazó a la gran mayoría de las reformas sugeridas por el público. Volver a la agencia más transparente, ayudará a tornarla más responsable y facilitará la necesaria reforma. También, los legisladores estaduales deberían volver más transparentes a las agencias medioambientales que operan en el nivel estadual.
Lo más importante es que el Congreso debería reducir la autoridad discrecional de la EPA. Le otorgó facultades a la agencia en una época en la cual las predicciones de un inminente colapso económico por el agotamiento de los recursos y la polución mortal enfrentaban poco escepticismo. Esas predicciones no se cumplieron, exceptuando a un aspecto: Las mismas fertilizaron a una burocracia federal que ha impuesto enormes costos sobre las empresas—costos que han deprimido desproporcionadamente el crecimiento de la productividad y los ingresos de los trabajadores. Ha llegado el momento de que tanto quienes realizan las políticas como el público repiensen su compromiso con la costosa burocracia medioambiental de la EPA.
Este artículo es un extracto del capítulo de Craig Marxsen, “Prophecy de Novo: The Nearly Self-Fulfilling Doomsday Forecast,” en el libro Re-Thinking Green: Alternatives to Environmental Bureaucracy, dirigido por Robert Higgs y Carl P. Close (The Independent Institute, 2005).
Traducido por Gabriel Gasave
El desastre medioambiental y el retraso económico: Una profecía auto-cumplida
A pesar de que los estadounidenses han a menudo expresado un fuerte apoyo en favor de la protección medioambiental en las recientes décadas, gran parte del costo de la reglamentaciones “verdes” ha permanecido oculto al examen público. Sin embargo, eso pronto puede cambiar. En septiembre, el Subcomité de la Cámara de Representantes para la Reforma Gubernamental en Cuestiones Reglamentarias celebró una audiencia acerca del impacto de las reglamentaciones de la Agencia de Protección Ambiental (EPA es su sigla en inglés) sobre las empresas de los Estados Unidos—específicamente sobre el sector manufacturero, el cual soporta la mayoría de sus costos directos. Algunos testimonios ofrecidos en la audiencia fueron altamente preocupantes.
Un estudio mencionado durante las deliberaciones llamó particularmente la atención. En un análisis presentado por la Oficina de Promoción de la Administración de Pequeñas Empresas, el economista W. Mark Crain descubrió que en el año 2004 el cumplimiento de las reglamentaciones de la EPA le costó en promedio a las pequeñas empresas manufactureras (aquellas con menos de 20 empleados) unos enormes $15.747 por trabajador, comparados con los $3.391 por trabajador para las manufactureras grandes (aquellas con 500 empleados o más)—¡una diferencia en los costos del 364 por ciento!
Además, para las manufactureras pequeñas—las cuales representan cerca de tres cuartas partes de todas las firmas manufactureras—los costos del cumplimiento medioambiental drásticamente les pesaron más que el costo de otros tipos de reglamentaciones, tales como el cumplimiento tributario ($2.582 por trabajador), las reglamentaciones económicas ($2.577), y las reglamentaciones sobre los lugares de trabajo ($1.014).
Si la economía estadounidense fracasa, el enorme costo de las reglamentaciones verdes puede convertirse en una inquietud pública importante. Pero los trabajadores tienen ya todos los motivos como para preocuparse debido a que durante gran parte de los últimos 30 años, las reglamentaciones ambientales han desacelerado el crecimiento de la productividad de la mano de obra estadounidense y los ingresos semanales de los trabajadores. Para ver el por qué, pongamos primero a algunas estadísticas económicas en su contexto histórico.
De 1973 a 1995, los Estados Unidos funcionaban más como una economía tradicional que como el líder dinámico e innovador que alguna vez había sido. Después de 1973, el crecimiento real anual del PBI se frenó en un 22 por ciento—decreciendo del 3,6 por ciento anual al 2,8 por ciento—una estadística aparentemente inocua cuando se la separa de la realidad económica de millones de estadounidenses que luchan por ganarse la vida a duras penas. (Ese retaso económico hubiese sido mucho peor si las mujeres no hubiesen ingresado en grandes números al mercado laboral.)
Según el Economic Report of the President del año 2005, la declinación tuvo lugar debido a que el crecimiento de la productividad del trabajo se desaceleró cerca de un 40 por ciento desde las dos décadas previas a 1973 a los años 1973 a 1995—una reducción en la tasa de crecimiento anual del 2,5 por ciento al 1,5 por ciento. Consecuentemente, los ingresos semanales reales—lo que el trabajador se lleva a su casa en dólares ajustados por inflación—en verdad disminuyeron durante gran parte del segundo de los periodos.
Los sobresaltos en la oferta de petróleo, al estancamiento con inflación y a los controles de precios de los años 70 han sido comúnmente inculpados por inaugurar el retraso económico. Pero las reglamentaciones ambientales—particularmente el cumplimiento de aquellas atinentes a la polución del aire y del agua—no han causado un daño menos gravoso.
No es difícil de entender cómo sucedió esto. Los comienzos de la década del 70 atestiguaron un despertar medioambiental—en parte visionario, pero en su gran mayoría miope. Junto con el Día de la Tierra y las campañas populares para promover la conservación aparecieron éxitos editoriales tales como The Limits to Growth, cuyos impresos computarizados le otorgaban una apariencia científica a las profecías del texto de un cataclismo económico y de una pérdida masiva de vidas humanas por la sobrepoblación y la degradación ambiental. La era de las películas de ciencia ficción pesimistas ayudó a llevar esas preocupaciones neo-malthusianas a una audiencia más amplia.
La Agencia de Protección Ambiental, que fue creada en 1970, no estuvo inmune a la influencia de los agoreros medioambientales. El Congreso le otorgó a la agencia amplias facultades discrecionales pero dijo poco respecto de cómo la misma debería establecer las prioridades ambientales.
Desafortunadamente, la voluntad política de sobre reglamentar—y el no deseo de restringir legislativamente a la EPA—pueden haber sido las causas más importantes de este retraso en el crecimiento de la productividad que lleva más de dos décadas.
En un estudio publicado en el Yale Journal on Regulation en 1995, el economista James C. Robinson, actualmente desempeñándose en la School of Public Health de la U. C. Berkeley, descubrió que las reglamentaciones medioambientales representaban gran parte del retraso en el crecimiento de la productividad manufacturera estadounidense entre 1974 y 1986. Los costos directos de las manufactureras por cumplir con las reglamentaciones medioambientales se habían incrementado apenas en un uno por ciento por encima del valor de los bienes manufacturados, pero la productividad de múltiples factores—la eficiencia de la mano de obra, de la maquinaría, y de otros elementos que trabajan juntos—había alcanzado a cerca del 11,4 por ciento de donde hubiese estado sin la pesada mano de la EPA.
El crecimiento de la productividad se aceleró a finales de los años 90 debido tan solo a los seis sectores económicos menos afectados por la reglamentación ambiental—la fabricación de computadoras, los semiconductores, las telecomunicaciones, las ventas minoristas, las ventas mayoristas, y los titulos valores. Los otros 53 sectores, tomados como un grupo, casi no tuvieron crecimiento de la productividad alguno de 1995 a 2000. Después del año 2001, la economía de los Estados Unidos finalmente experimentó un resurgimiento del crecimiento de la productividad de base amplia, debido quizás a que la administración Bush cumplió su promesa de morigerar las restricciones que impiden el crecimiento manufacturero.
En respuesta a la reciente presión para reducir los costos del cumplimiento de las disposiciones ambientales, la EPA ha seleccionado 42 reformas reglamentarias para implementar—de un listado de más de 700 sugeridas por el público, testificó un funcionario de la agencia durante las audiencias. Los legisladores deberían exigirle a la EPA que explique, caso por caso, por qué rechazó a la gran mayoría de las reformas sugeridas por el público. Volver a la agencia más transparente, ayudará a tornarla más responsable y facilitará la necesaria reforma. También, los legisladores estaduales deberían volver más transparentes a las agencias medioambientales que operan en el nivel estadual.
Lo más importante es que el Congreso debería reducir la autoridad discrecional de la EPA. Le otorgó facultades a la agencia en una época en la cual las predicciones de un inminente colapso económico por el agotamiento de los recursos y la polución mortal enfrentaban poco escepticismo. Esas predicciones no se cumplieron, exceptuando a un aspecto: Las mismas fertilizaron a una burocracia federal que ha impuesto enormes costos sobre las empresas—costos que han deprimido desproporcionadamente el crecimiento de la productividad y los ingresos de los trabajadores. Ha llegado el momento de que tanto quienes realizan las políticas como el público repiensen su compromiso con la costosa burocracia medioambiental de la EPA.
Este artículo es un extracto del capítulo de Craig Marxsen, “Prophecy de Novo: The Nearly Self-Fulfilling Doomsday Forecast,” en el libro Re-Thinking Green: Alternatives to Environmental Bureaucracy, dirigido por Robert Higgs y Carl P. Close (The Independent Institute, 2005).
Traducido por Gabriel Gasave
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