Durante los últimos 30 años, la reglamentaciones medioambientales han sido considerablemente bien recibidas por el público estadounidense, lo que es un reflejo de la circunstancia de que muchos se consideran a sí mismos en la actualidad como férreamente pro-medioambiente. Otras manifestaciones de lo “verde” que resultan las actitudes estadounidenses nos rodean: las escuelas le prestan tanta atención al Día de la Tierra como a muchas de nuestras celebraciones de larga data; las empresas comercializan sus productos como buenos para el medioambiente; y los políticos afirman que sus políticas son buenas tanto para los empleos como para el medioambiente.
Una de las razones para este mar de cambios de la opinión pública es que los costos de la reglamentación medioambiental han permanecido bastamente ocultos. En verdad, décadas de “verdes” reglamentaciones han disminuido de manera significativa el crecimiento de los salarios reales de los trabajadores estadounidenses. A efectos de ver el porqué de ello, resulta útil repasar algo de historia económica.
Los economistas han destacado un retraso en el crecimiento de la producción en la economía de los Estados Unidos desde comienzos de los años 70 hasta mediados de la década del 90. Después de 1973, cuando el enfriamiento se inició, el incremento anual en el PBI real cayó del 3,6 por ciento anual al 2,8 por ciento. En términos humanos, esto significó que millones de estadounidenses tuvieron que postergar la adquisición de una nueva casa o automóvil, comprar vestimentas de menor calidad, y ahorrar menos de sus ingresos de lo que hubiesen ahorrado si la economía permanecía vibrante. Para aquellos en los márgenes de nuestra economía, un crecimiento más lento implicó una existencia precaria entre el empleo sin porvenir de Scylla y el estado de bienestar de Charybdis.
Según el Economic Report of the President del año 2005, el crecimiento del producto real declinó en virtud de que el crecimiento anual de la productividad del trabajo se desaceleró desde un 2,5 por ciento (antes del año 1973) a un 1,5 por ciento (de 1973 a 1995). Consecuentemente, los ingresos semanales reales—lo que el trabajador se lleva a su casa en dólares ajustados por inflación—en verdad disminuyeron durante gran parte del segundo de los periodos.
A pesar de que los sobresaltos en la oferta de petróleo, el estancamiento con inflación y los controles de precios de los años 70 han sido comúnmente inculpados por inaugurar el retraso económico, las reglamentaciones ambientales—particularmente el cumplimiento de aquellas atinentes a la polución del aire y del agua—también tuvieron una fuerte incidencia.
En un estudio publicado en el Yale Journal on Regulation en 1995, el economista James C. Robinson (actualmente desempeñándose en la School of Public Health de la U. C. Berkeley) descubrió que entre 1974 y 1986 los costos directos de las manufactureras por cumplir con las reglamentaciones medioambientales se habían incrementado en apenas un uno por ciento por encima del valor de los bienes manufacturados. Además, la productividad de múltiples factores—la eficiencia de la mano de obra, de la maquinaría, y de otros elementos que trabajan juntos—había alcanzado a cerca del 11,4 por ciento de donde hubiese estado sin los edictos de la Agencia de Protección Ambiental (EPA es su sigla en inglés).
No resulta difícil comprender cómo ocurrió esto. Los comienzos de la década del 70 atestiguaron un despertar medioambiental—en parte visionario, pero en su gran mayoría miope. Junto con el Día de la Tierra y las campañas populares para promover la conservación aparecieron libros tales como The Limits to Growth, cuyos gráficos computarizados le otorgaban una apariencia científica a las profecías del texto de un cataclismo económico y de una masiva pérdida de vidas humanas debido a la sobrepoblación y a la degradación ambiental.
La EPA, creada en 1970, no fue inmune a la influencia de los agoreros medioambientales. El Congreso le concedió a la agencia amplias facultades discrecionales pero dijo poco respecto de cómo la misma debería establecer las prioridades ambientales.
El crecimiento de la productividad se aceleró hacia finales de los años 90, pero solamente en seis sectores de la economía—la fabricación de computadoras, los semiconductores, las telecomunicaciones, las ventas minoristas, las ventas mayoristas, y los títulos valores—es decir, industrias menos afectadas por la reglamentación ambiental que las demás. Los 53 sectores restantes, tomados como un grupo, casi no experimentaron crecimiento de la productividad alguno de 1995 a 2000. Después del año 2001, el crecimiento de la productividad de los Estados Unidos finalmente tuvo un resurgimiento de base amplia, debido quizás a que la administración Bush cumplió su promesa de morigerar las restricciones que impiden el crecimiento manufacturero.
En respuesta a la presión para reducir los costos del cumplimiento de las disposiciones ambientales, la EPA ha seleccionado tan solo 42 reformas reglamentarias para implementar. Estas reformas fueron tomadas de un listado de más de 700 sugeridas por el público, según un funcionario de la agencia que testificó durante una audiencia parlamentaria sobre el tema celebrada el pasado mes de septiembre. Esto puede ser prometedor pero es insuficiente. Los legisladores deberían exigirle a la EPA que explique, caso por caso, por qué rechazó a la gran mayoría de las reformas sugeridas por el público. Tornar más transparente a la agencia, ayudará a volverla más responsable y facilitará la necesaria reforma. De manera similar, los legisladores estaduales deberían volver más transparentes a las agencias medioambientales que operan en el nivel estadual.
Fundamentalmente, el Congreso debería reducir la autoridad discrecional de la EPA. El mismo le otorgó facultades a la agencia en una época en la cual las predicciones de un inminente colapso económico a raíz del agotamiento de los recursos y de la polución mortal enfrentaban poco escepticismo. Esas predicciones no se han cumplido, a excepción de un aspecto: Las mismas fertilizaron a una burocracia federal que ha impuesto enormes costos económicos—costos que han deprimido de manera desproporcionada el crecimiento de la productividad, y de esta forma a los ingresos de los trabajadores.
Este trabajo es un extracto del capítulo a cargo de Craig Marxsen intitulado “Prophecy de Novo”, en el libro Re-Thinking Green.
Traducido por Gabriel Gasave
¿Están los trabajadores ganando menos que antes?
Durante los últimos 30 años, la reglamentaciones medioambientales han sido considerablemente bien recibidas por el público estadounidense, lo que es un reflejo de la circunstancia de que muchos se consideran a sí mismos en la actualidad como férreamente pro-medioambiente. Otras manifestaciones de lo “verde” que resultan las actitudes estadounidenses nos rodean: las escuelas le prestan tanta atención al Día de la Tierra como a muchas de nuestras celebraciones de larga data; las empresas comercializan sus productos como buenos para el medioambiente; y los políticos afirman que sus políticas son buenas tanto para los empleos como para el medioambiente.
Una de las razones para este mar de cambios de la opinión pública es que los costos de la reglamentación medioambiental han permanecido bastamente ocultos. En verdad, décadas de “verdes” reglamentaciones han disminuido de manera significativa el crecimiento de los salarios reales de los trabajadores estadounidenses. A efectos de ver el porqué de ello, resulta útil repasar algo de historia económica.
Los economistas han destacado un retraso en el crecimiento de la producción en la economía de los Estados Unidos desde comienzos de los años 70 hasta mediados de la década del 90. Después de 1973, cuando el enfriamiento se inició, el incremento anual en el PBI real cayó del 3,6 por ciento anual al 2,8 por ciento. En términos humanos, esto significó que millones de estadounidenses tuvieron que postergar la adquisición de una nueva casa o automóvil, comprar vestimentas de menor calidad, y ahorrar menos de sus ingresos de lo que hubiesen ahorrado si la economía permanecía vibrante. Para aquellos en los márgenes de nuestra economía, un crecimiento más lento implicó una existencia precaria entre el empleo sin porvenir de Scylla y el estado de bienestar de Charybdis.
Según el Economic Report of the President del año 2005, el crecimiento del producto real declinó en virtud de que el crecimiento anual de la productividad del trabajo se desaceleró desde un 2,5 por ciento (antes del año 1973) a un 1,5 por ciento (de 1973 a 1995). Consecuentemente, los ingresos semanales reales—lo que el trabajador se lleva a su casa en dólares ajustados por inflación—en verdad disminuyeron durante gran parte del segundo de los periodos.
A pesar de que los sobresaltos en la oferta de petróleo, el estancamiento con inflación y los controles de precios de los años 70 han sido comúnmente inculpados por inaugurar el retraso económico, las reglamentaciones ambientales—particularmente el cumplimiento de aquellas atinentes a la polución del aire y del agua—también tuvieron una fuerte incidencia.
En un estudio publicado en el Yale Journal on Regulation en 1995, el economista James C. Robinson (actualmente desempeñándose en la School of Public Health de la U. C. Berkeley) descubrió que entre 1974 y 1986 los costos directos de las manufactureras por cumplir con las reglamentaciones medioambientales se habían incrementado en apenas un uno por ciento por encima del valor de los bienes manufacturados. Además, la productividad de múltiples factores—la eficiencia de la mano de obra, de la maquinaría, y de otros elementos que trabajan juntos—había alcanzado a cerca del 11,4 por ciento de donde hubiese estado sin los edictos de la Agencia de Protección Ambiental (EPA es su sigla en inglés).
No resulta difícil comprender cómo ocurrió esto. Los comienzos de la década del 70 atestiguaron un despertar medioambiental—en parte visionario, pero en su gran mayoría miope. Junto con el Día de la Tierra y las campañas populares para promover la conservación aparecieron libros tales como The Limits to Growth, cuyos gráficos computarizados le otorgaban una apariencia científica a las profecías del texto de un cataclismo económico y de una masiva pérdida de vidas humanas debido a la sobrepoblación y a la degradación ambiental.
La EPA, creada en 1970, no fue inmune a la influencia de los agoreros medioambientales. El Congreso le concedió a la agencia amplias facultades discrecionales pero dijo poco respecto de cómo la misma debería establecer las prioridades ambientales.
El crecimiento de la productividad se aceleró hacia finales de los años 90, pero solamente en seis sectores de la economía—la fabricación de computadoras, los semiconductores, las telecomunicaciones, las ventas minoristas, las ventas mayoristas, y los títulos valores—es decir, industrias menos afectadas por la reglamentación ambiental que las demás. Los 53 sectores restantes, tomados como un grupo, casi no experimentaron crecimiento de la productividad alguno de 1995 a 2000. Después del año 2001, el crecimiento de la productividad de los Estados Unidos finalmente tuvo un resurgimiento de base amplia, debido quizás a que la administración Bush cumplió su promesa de morigerar las restricciones que impiden el crecimiento manufacturero.
En respuesta a la presión para reducir los costos del cumplimiento de las disposiciones ambientales, la EPA ha seleccionado tan solo 42 reformas reglamentarias para implementar. Estas reformas fueron tomadas de un listado de más de 700 sugeridas por el público, según un funcionario de la agencia que testificó durante una audiencia parlamentaria sobre el tema celebrada el pasado mes de septiembre. Esto puede ser prometedor pero es insuficiente. Los legisladores deberían exigirle a la EPA que explique, caso por caso, por qué rechazó a la gran mayoría de las reformas sugeridas por el público. Tornar más transparente a la agencia, ayudará a volverla más responsable y facilitará la necesaria reforma. De manera similar, los legisladores estaduales deberían volver más transparentes a las agencias medioambientales que operan en el nivel estadual.
Fundamentalmente, el Congreso debería reducir la autoridad discrecional de la EPA. El mismo le otorgó facultades a la agencia en una época en la cual las predicciones de un inminente colapso económico a raíz del agotamiento de los recursos y de la polución mortal enfrentaban poco escepticismo. Esas predicciones no se han cumplido, a excepción de un aspecto: Las mismas fertilizaron a una burocracia federal que ha impuesto enormes costos económicos—costos que han deprimido de manera desproporcionada el crecimiento de la productividad, y de esta forma a los ingresos de los trabajadores.
Este trabajo es un extracto del capítulo a cargo de Craig Marxsen intitulado “Prophecy de Novo”, en el libro Re-Thinking Green.
Traducido por Gabriel Gasave
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