La política económica del Príncipe de Maquiavelo

1 de octubre, 2005

Nicolás Maquiavelo, estadista y escritor del Renacimiento Florentino, logró lo que innumerables escritores han procurado y solamente unos pocos han logrado: su nombre se volvió inmortal. Sin embargo, no tanto por el nombre propio sino por el adjetivo, y el adjetivo no era uno del cual se pudiese sentir muy orgulloso.

En otros tiempos, maquiavélico ha servido como sinónimo de diabólico; en nuestra época, denota la conducta cínica y carente de principios del liderazgo organizacional del estado. El líder maquiavélico procura el incremento y la perpetuación de su propio poder y hará cualquier cosa, no importa cuán clandestina, confabuladora, o incluso criminal sea la misma, a fin de lograr sus objetivos.[1]

Maquiavelo el hombre, probablemente merezca una mejor evocación. Fue, en el lenguaje actual, un individuo no tan malo. Parecería haber sido un amigo leal; partidario del gobierno republicano; incluso tenía sentido del humor.

Maquiavelo fue también un politólogo de estatura histórica, el primero en estudiar a la política no concentrándose en la realización de los ideales formativos sino prestándole una inmediata atención a la verdadera conducta política. Francis Bacon escribió en 1623, «Le estamos muy agradecidos a Maquiavelo y a otros escritores de esa clase quienes franca y sinceramente declaran o describen lo que los hombres hacen, y no lo que deberían hacer».[2]

Si tuvo un defecto manifiesto, fue su inclinación a congraciarse con quienes detentaban el mando. En verdad, escribió su obra más famosa, El Príncipe (1513), en un intento por obtener los favores del líder florentino de aquella época. En la dedicatoria se lee, «Al magnificente Lorenzo di Piero de»»»» Medici.»

Este mismo Lorenzo, el magnificente, representaba a una familia de príncipes comerciantes cuya encantadora consigna era la franca declaración de: «el dinero para conseguir el poder, el poder para conservar el dinero.» Rara vez alguien ha expresado tan concisamente a la esencia de la política.

En El Príncipe, Maquiavelo se preocupa en gran medida por encontrar las reglas de una conducta adecuada para alguien que busca adquirir o retener el poder gubernamental. En esta búsqueda, reseña sintéticamente una serie de episodios históricos en los cuales los gobernantes y los aspirantes a serlo actuaron tanto de manera correcta como incorrecta, y traza las lecciones de esta evidencia histórica para avalar sus argumentos. Gran parte de la obra se relaciona con la guerra, a la cual Maquiavelo considera un acontecimiento recurrente en la vida política en la medida que los adversarios compiten por la supremacía, pero también le dedica alguna atención a la política económica.

Al igual que David Hume tres siglos más tarde, Maquiavelo reconoce que «un Príncipe nunca puede estar seguro contra los individuos descontentos, siendo los mismos demasiados numerosos», y de esa manera «quien se convierte en Príncipe por el favor de los individuos siempre debería mantenerse en buenos términos con ellos; lo que le resulta fácil de hacer, dado que todo lo que ellos piden es no ser oprimidos».[3] Afortunadamente para el gobernante, las masas no plantean exigencias grandes o complicadas:

Un Príncipe . . . se vuelve odiado al ser rapaz y al interferir con la propiedad y con las mujeres de sus súbditos, antes que de cualquier otra forma. De esto, por lo tanto, debería abstenerse. Mientras que ni su propiedad ni su honor sean tocados, la masa de la humanidad vive contenta, y el Príncipe tiene tan solo que enfrentarse con la ambición de unos pocos, lo que puede hacer de varias maneras y la que puede ser mantenida fácilmente dentro de sus limites. (47)

Maquiavelo reconoce también que el gobernante tendrá mejor suerte en un ámbito prospero que en uno empobrecido y descontento:

Debe en consecuencia estimular a sus súbditos al permitirles seguir con seguridad sus vocaciones, ya sea mercantiles, agrícolas, o cualquier otra, por lo que este hombre no debería ser disuadido de embellecer sus posesiones, ni tener aprehensión de que las mismas le pudiesen ser quitadas, o que otro se abstenga de abrir un comercio por temor a los impuestos; y debería proporcionar estímulos para aquellos que deseen emplearse, y para todos los que estén dispuestos de alguna manera a sumar a la grandeza de su ciudad o estado. (61)

Si este consejo hubiese sido seguido universalmente, probablemente habría sido suficiente para crear crecimiento económico y de ese modo eliminar la pobreza en cualquier lugar de la tierra.

A fines del siglo dieciocho, Adam Smith escasamente pudo mejorar el sano consejo de Maquiavelo. En La Riqueza de las Naciones, vuelve a plantearlo de este modo:

El comercio y las manufacturas rara vez pueden florecer por mucho tiempo en cualquier estado que no goce de una regular administración de justicia, en el que los individuos no se sientan seguros de la posesión de su propiedad, en el que la fe en los contratos no se encuentre apoyada por la ley, y en el que no se supone que la autoridad del estado será empleada regularmente para hacer cumplir el pago de las deudas por todos aquellos que sean capaces de pagar. El comercio y las manufacturas, resumiendo, pueden rara vez florecer en cualquier estado en el cual no exista un cierto grado de confianza en la justicia del gobierno.[4]

Incluso hoy día, los expertos en materia de desarrollo económico no pueden ofrecerle a los mandatarios ningún consejo más importante respecto de cómo crear una economía floreciente en alguna parte del mundo.

¿Por qué entonces tantos países han fracasado en obtener un sustancial desarrollo económico sostenido, y aún los más prósperos no aprovecharon su potencial para tal desarrollo? Una respuesta corta es la de que sus gobernantes han sido demasiado maquiavélicos, en el peor sentido del término, para el bienestar de sus países—y en muchos casos en última instancia también lo han sido demasiado para el bienestar personal del gobernante.

Los gobernantes saben—o deberían saber-gracias a la sabiduría de Maquiavelo, Smith, y de otros sabios que la llave para la prosperidad y el crecimiento económicos es la de emplear sus facultades para garantizar la protección de los derechos de propiedad privada. No obstante ello, una y otra vez, han violado estos derechos a efectos de hacerse de recursos para su propio consumo, a menudo para librar una guerra. Resumiendo, los gobernantes han reiteradamente recurrido a la expoliación de su propio pueblo. En lugar de cumplir con su promesa de proteger las vidas y la propiedad del pueblo y de administrar imparcialmente justicia, han pisoteado los derechos de los individuos y causado la devastación de sus propios territorios.

Buscando medios de evitar este oportunismo destructivo, los filósofos, los economistas, y otros han indagado mecanismos—constituciones escritas, estructuras gubernamentales, juramentos condicionales—para confinar a los gobernantes a sus tareas legítimas y para castigarlos por sobrepasar su adecuada autoridad. Últimamente, la bala mágica ha tomado la forma de lo que los economistas denominan el «compromiso creíble», un medio por el cual los propios incentivos de un mandatario están en conformidad con el cumplimiento de sus deberes. Desdichadamente, hasta ahora ningún medio duradero para asegurar el compromiso creíble ha sido descubierto. Por consiguiente, mientras tengamos que lidiar con el gobierno tal como lo conocemos, deberemos tolerar a gobernantes maquiavélicos en el peor sentido.

[1] Aquí y en otras partes en este artículo, me baso en Felix Gilbert, «Machiavellism», en Dictionary of the History of Ideas, vol. 3, 116-26, disponible en https://etext.lib.virginia.edu/cgi-local/DHI/dhi.cgi?id=dv3-15. Véase también John W. Danford, The Roots of Freedom: A Primer on Modern Liberty (Wilmington, Del.: ISI Books, 2000), pp. 51-59.

[2] Citado en Gilbert, p. 121.

[3] The Prince (New York: Dover, 1992), p. 25. Para las citas subsecuentes de esta fuente, los números de página aparecen en mi texto en paréntesis.

[4] Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (New York: Modern Library, 1937 [1776]), p. 862.

Traducido por Gabriel Gasave

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