Alguna vez me han llamado “español” en el Perú, “sudaca” en España y “paquistaní” en Gran bretaña—y soy catalogado como “hispano” en los Estados Unidos (lo que significa “antiguo romano”: Hispania fue la provincia ibérica de Roma). Durante mi primer viaje a Londres, me preguntaron si existían automóviles en el Perú. Expliqué que prefieren los platillos voladores para evitar la congestión de las horas pico.
Me disculparán ustedes, por tanto, si me ocupo del abismo que separa a la percepción de la realidad en el actual debate sobre la inmigración en los EE.UU.. El que el Presidente Bush se haya visto obligado a enviar a la Guardia Nacional a la frontera para vencer las resistencias que enfrenta su propuesta de legalizar a millones de hispanos da una idea de cuál es esa percepción.
Cuando surge un desfase importante entre la ley y la realidad, la peor respuesta es intentar adaptar la realidad a la ley por la fuerza. Obligar a millones de personas a ceñirse a una ficción—como procura hacerlo el proyecto de ley aprobado en la Cámara de Representantes y que dio lugar a las recientes protestas de los inmigrantes hispanos—es inspirarse en el totalitarismo.
Nadie piensa seriamente que 12 millones de inmigrantes indocumentados pueden ser deportados de los Estados Unidos y todo aquel que haya contratado o ayudado a un inmigrante ser considerado un delincuente. Sería como desatar un centenar de Katrinas sobre la economía estadounidense y la sociedad mexicana. ¿Se imaginan ustedes esas imágenes en CNN? ¿Conciben a la Iglesia Católica, la mayor denominación cristiana individual en los Estados Unidos y la primera fuente de asistencia para los inmigrantes, clasificada como una organización criminal de la noche a la mañana?.
Entre las objeciones contra los inmigrantes, se destacan dos: ellos amenazan el empleo de los estadounidenses y erosionan su cultura. Ambas reposan sobre un temor infundado.
En una economía productiva, más trabajadores significan mayor crecimiento—y por tanto más empleos. Los “anglos” son una minoría en California y Texas, los mayores estados de la unión, y en ambos los hispanos constituyen más del 35 por ciento de la población. Las tasas de desocupación en California y Texas se asemejan al promedio nacional. Según un estudio realizado por United Van Lines, la mayor empresa de mudanzas, en quince años se han mudado a Texas desde otros estados más personas de las que han emigrado, lo cual permite descartar la estampida de “anglos” como explicación del bajo desempleo texano.
Gran parte de la contribución hispana guarda poca conexión con los trabajos no capacitados. Según Geoscape International, un tercio de los hogares hispanos ganan más de $50,000 al año. Pew Hispanic Center coloca el valor neto de los hogares hispanos por encima de los $700 mil millones. HispanTelligence afirma que la tasa de crecimiento del poder adquisitivo hispano en los últimos diez años es tres veces superior al promedio nacional. Es, pues, evidente que estos inmigrantes están agrandando el pastel nacional.
¿Qué ocurre con la cultura? Consulté la opinión de algunos colegas de Samuel Huntington, el gurú de Harvard para quien los hispanos socavan los valores estadounidenses. Marcelo Suárez-Orozco, cofundador del Immigrant Project de Harvard, sostiene que “los puntos de vista de Huntington no están empíricamente fundamentados: los hispanos aprenden inglés más rápido que los italianos y polacos de hace un siglo, y un 30 por ciento de los adultos provenientes de diversos grupos inmigrantes de primera generación se casan con personas no latinas”.
En resumen: si están generando riqueza, aprendiendo inglés, formando matrimonios mixtos y cultivando valores familiares, ¿por qué habrían de ser una amenaza para nadie?
La hostilidad contra ellos se nutre de consideraciones atinentes a la seguridad nacional en la estela de los atentados del 11/09 y a la inseguridad económica provocada por la globalización. Son, pues, razones puramente psicológicas.
Una ley que apunte de modo razonable a legalizar a la mayor parte de los hispanos indocumentados y permita a las empresas estadounidenses contratar a más trabajadores en el exterior si los necesitan liberará parte de los recursos vampirizados por la lucha contra la inmigración ilegal para que puedan ser asignados a verdaderos temas de seguridad. Debido al riesgo de una reacción xenófoba, convendría hacerlo de manera gradual. Pero el objetivo debe ser adaptar la ley a la realidad. El argumento de que no se debe premiar a quienes han quebrantado la ley presupone que una ley que ha sido desbordada por la realidad puede ser aplicada sin efectos secundarios masivos que frustrarán su finalidad por completo.
No hay peligro de que 100 millones de personas crucen la frontera. En última instancia, vendrán aquellos que puedan ser absorbidos por el mercado estadounidense.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
Inmigración: El salario del miedo
Alguna vez me han llamado “español” en el Perú, “sudaca” en España y “paquistaní” en Gran bretaña—y soy catalogado como “hispano” en los Estados Unidos (lo que significa “antiguo romano”: Hispania fue la provincia ibérica de Roma). Durante mi primer viaje a Londres, me preguntaron si existían automóviles en el Perú. Expliqué que prefieren los platillos voladores para evitar la congestión de las horas pico.
Me disculparán ustedes, por tanto, si me ocupo del abismo que separa a la percepción de la realidad en el actual debate sobre la inmigración en los EE.UU.. El que el Presidente Bush se haya visto obligado a enviar a la Guardia Nacional a la frontera para vencer las resistencias que enfrenta su propuesta de legalizar a millones de hispanos da una idea de cuál es esa percepción.
Cuando surge un desfase importante entre la ley y la realidad, la peor respuesta es intentar adaptar la realidad a la ley por la fuerza. Obligar a millones de personas a ceñirse a una ficción—como procura hacerlo el proyecto de ley aprobado en la Cámara de Representantes y que dio lugar a las recientes protestas de los inmigrantes hispanos—es inspirarse en el totalitarismo.
Nadie piensa seriamente que 12 millones de inmigrantes indocumentados pueden ser deportados de los Estados Unidos y todo aquel que haya contratado o ayudado a un inmigrante ser considerado un delincuente. Sería como desatar un centenar de Katrinas sobre la economía estadounidense y la sociedad mexicana. ¿Se imaginan ustedes esas imágenes en CNN? ¿Conciben a la Iglesia Católica, la mayor denominación cristiana individual en los Estados Unidos y la primera fuente de asistencia para los inmigrantes, clasificada como una organización criminal de la noche a la mañana?.
Entre las objeciones contra los inmigrantes, se destacan dos: ellos amenazan el empleo de los estadounidenses y erosionan su cultura. Ambas reposan sobre un temor infundado.
En una economía productiva, más trabajadores significan mayor crecimiento—y por tanto más empleos. Los “anglos” son una minoría en California y Texas, los mayores estados de la unión, y en ambos los hispanos constituyen más del 35 por ciento de la población. Las tasas de desocupación en California y Texas se asemejan al promedio nacional. Según un estudio realizado por United Van Lines, la mayor empresa de mudanzas, en quince años se han mudado a Texas desde otros estados más personas de las que han emigrado, lo cual permite descartar la estampida de “anglos” como explicación del bajo desempleo texano.
Gran parte de la contribución hispana guarda poca conexión con los trabajos no capacitados. Según Geoscape International, un tercio de los hogares hispanos ganan más de $50,000 al año. Pew Hispanic Center coloca el valor neto de los hogares hispanos por encima de los $700 mil millones. HispanTelligence afirma que la tasa de crecimiento del poder adquisitivo hispano en los últimos diez años es tres veces superior al promedio nacional. Es, pues, evidente que estos inmigrantes están agrandando el pastel nacional.
¿Qué ocurre con la cultura? Consulté la opinión de algunos colegas de Samuel Huntington, el gurú de Harvard para quien los hispanos socavan los valores estadounidenses. Marcelo Suárez-Orozco, cofundador del Immigrant Project de Harvard, sostiene que “los puntos de vista de Huntington no están empíricamente fundamentados: los hispanos aprenden inglés más rápido que los italianos y polacos de hace un siglo, y un 30 por ciento de los adultos provenientes de diversos grupos inmigrantes de primera generación se casan con personas no latinas”.
En resumen: si están generando riqueza, aprendiendo inglés, formando matrimonios mixtos y cultivando valores familiares, ¿por qué habrían de ser una amenaza para nadie?
La hostilidad contra ellos se nutre de consideraciones atinentes a la seguridad nacional en la estela de los atentados del 11/09 y a la inseguridad económica provocada por la globalización. Son, pues, razones puramente psicológicas.
Una ley que apunte de modo razonable a legalizar a la mayor parte de los hispanos indocumentados y permita a las empresas estadounidenses contratar a más trabajadores en el exterior si los necesitan liberará parte de los recursos vampirizados por la lucha contra la inmigración ilegal para que puedan ser asignados a verdaderos temas de seguridad. Debido al riesgo de una reacción xenófoba, convendría hacerlo de manera gradual. Pero el objetivo debe ser adaptar la ley a la realidad. El argumento de que no se debe premiar a quienes han quebrantado la ley presupone que una ley que ha sido desbordada por la realidad puede ser aplicada sin efectos secundarios masivos que frustrarán su finalidad por completo.
No hay peligro de que 100 millones de personas crucen la frontera. En última instancia, vendrán aquellos que puedan ser absorbidos por el mercado estadounidense.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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