WASHINGTON, DC—El Premio Nobel de la Paz no suele otorgarse a quienes creen que los pobres pueden valerse por sí mismos.
El justo ganador de este año, el Banco Grameen de Bangladesh, es esencialmente una operación comercial y su fundador, el Dr. Muhammad Yunus, ha ofrecido opiniones políticamente incorrectas respecto de la pobreza: “Grameen cree que la caridad no es una respuesta a la pobreza. … Ella crea dependencia. … La forma de responder a la pobreza es desatar la energía y la creatividad de cada ser humano”. El banco presta modestas sumas de dinero a pobladores rurales para que puedan emprender pequeños negocios. Esos negocios pueden consistir en algo tan elemental como la compra de una vaca para vender leche. Dado que no se exige ningún activo a modo de garantía o antecedentes crediticios, el sistema funciona en base a la confianza y la reputación: los prestatarios son agrupados en núcleos de cinco, de manera que una parte del grupo “garantiza” los préstamos del resto. Si un préstamo no es devuelto, la comunidad censura al prestatario.
Más de 6 millones de personas han recibido créditos del Grameen y el banco genera ganancias de varios millones de dólares. Inicialmente cobra un interés más alto que otros bancos pero a la larga los deudores terminan pagando menos porque el capital se paga antes que el interés y por tanto el interés se calcula sobre la base de un capital decreciente. Gracias a estos préstamos privados, los bengalíes más pobres e iletrados han hecho empresa y muchas personas han podido sustraerse a la miseria.
En sus comienzos, el Banco Grameen fue en parte propiedad del Estado porque sus fundadores pensaron que esa era la única manera de canalizar préstamos de fuentes extranjeras y otros fondos del exterior. Pero hoy día es una operación enteramente privada y con fines de lucro; los propios solicitantes de préstamos poseen acciones.
Durante medio siglo, las naciones prósperas —y las estrellas de rock— han apostado a la ayuda exterior para superar el subdesarrollo. La ayuda exterior nació a fines de la década del 40 con el programa del Presidente Truman conocido como “Punto Cuatro”, en parte destinado a prevenir la expansión del comunismo. Y, a juzgar por los presupuestos cada vez más abultados y el llamamiento que hizo la ONU el año pasado a favor de una duplicación de las transferencias para 2015, quienes pretenden gatillar la prosperidad en los países atrasados siguen creyendo en ella. No prestan atención al hecho de que en el África subsahariana, la región a la cual se ha destinado la mayor parte de la ayuda externa en el último cuarto de siglo, el ingreso per cápita ha caído un 11 por ciento en ese mismo período.
Numerosas iniciativas estatales basadas en donaciones y programas de capacitación también han fracasado. Los pobres claman por algo distinto: un contexto mínimamente seguro en el cual emprender un proyecto rentable no sea una agobiante pesadilla burocrática y legal. El mundo está repleto de ejemplos de comunidades pobres e incultas que han sido capaces de crear riqueza gracias al espíritu emprendedor antes que a la asistencia estatal. He observado de cerca varios casos de éxito empresarial alrededor del mundo durante el último año y la conclusión es sobrecogedora: el mejor modo de combatir la pobreza es eliminar las barreras que actualmente sofocan la iniciativa privada entre los pobres.
Hace medio siglo, William Mangin, un antropólogo estadounidense, se fue a vivir a uno de los asentamientos que habían brotado alrededor de Lima, en el Perú. Descubrió que los pobres eran emprendedores y que a través de la cooperación voluntaria eran capaces de proveer de muchos de los servicios que el Estado no estaba suministrando, incluida la resolución de conflictos (lo que llamamos “justicia”). Escribió una serie de trabajos académicos concluyendo que estos ciudadanos marginales no eran “el problema sino la solución”. Algunos años después, el antropólogo Keith Hart llegó a la misma conclusión en Kenia. Si el mundo les hubiese hecho caso, podría haberse evitado medio siglo de ideas equivocadas acerca del desarrollo, de inútiles transferencias de dinero que a menudo terminaron en cuentas suizas de los dictadores y sus paniaguados y de asistencias que agravaron la dependencia.
El Premio Nobel de la Paz suele otorgarse a quienes piensan que la riqueza es un juego de suma cero por el cual unos países son ricos porque otros son pobres. La sorprendente concesión del galardón al Dr. Mohammad Yunus y al Banco Grameen es una buena ocasión para reflexionar sobre el colosal error de apreciación que los ricos han cometido respecto de los pobres y para recordar que la verdadera respuesta a la pobreza no el asistencialismo sino la empresa.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
La lección de los pobres
WASHINGTON, DC—El Premio Nobel de la Paz no suele otorgarse a quienes creen que los pobres pueden valerse por sí mismos.
El justo ganador de este año, el Banco Grameen de Bangladesh, es esencialmente una operación comercial y su fundador, el Dr. Muhammad Yunus, ha ofrecido opiniones políticamente incorrectas respecto de la pobreza: “Grameen cree que la caridad no es una respuesta a la pobreza. … Ella crea dependencia. … La forma de responder a la pobreza es desatar la energía y la creatividad de cada ser humano”. El banco presta modestas sumas de dinero a pobladores rurales para que puedan emprender pequeños negocios. Esos negocios pueden consistir en algo tan elemental como la compra de una vaca para vender leche. Dado que no se exige ningún activo a modo de garantía o antecedentes crediticios, el sistema funciona en base a la confianza y la reputación: los prestatarios son agrupados en núcleos de cinco, de manera que una parte del grupo “garantiza” los préstamos del resto. Si un préstamo no es devuelto, la comunidad censura al prestatario.
Más de 6 millones de personas han recibido créditos del Grameen y el banco genera ganancias de varios millones de dólares. Inicialmente cobra un interés más alto que otros bancos pero a la larga los deudores terminan pagando menos porque el capital se paga antes que el interés y por tanto el interés se calcula sobre la base de un capital decreciente. Gracias a estos préstamos privados, los bengalíes más pobres e iletrados han hecho empresa y muchas personas han podido sustraerse a la miseria.
En sus comienzos, el Banco Grameen fue en parte propiedad del Estado porque sus fundadores pensaron que esa era la única manera de canalizar préstamos de fuentes extranjeras y otros fondos del exterior. Pero hoy día es una operación enteramente privada y con fines de lucro; los propios solicitantes de préstamos poseen acciones.
Durante medio siglo, las naciones prósperas —y las estrellas de rock— han apostado a la ayuda exterior para superar el subdesarrollo. La ayuda exterior nació a fines de la década del 40 con el programa del Presidente Truman conocido como “Punto Cuatro”, en parte destinado a prevenir la expansión del comunismo. Y, a juzgar por los presupuestos cada vez más abultados y el llamamiento que hizo la ONU el año pasado a favor de una duplicación de las transferencias para 2015, quienes pretenden gatillar la prosperidad en los países atrasados siguen creyendo en ella. No prestan atención al hecho de que en el África subsahariana, la región a la cual se ha destinado la mayor parte de la ayuda externa en el último cuarto de siglo, el ingreso per cápita ha caído un 11 por ciento en ese mismo período.
Numerosas iniciativas estatales basadas en donaciones y programas de capacitación también han fracasado. Los pobres claman por algo distinto: un contexto mínimamente seguro en el cual emprender un proyecto rentable no sea una agobiante pesadilla burocrática y legal. El mundo está repleto de ejemplos de comunidades pobres e incultas que han sido capaces de crear riqueza gracias al espíritu emprendedor antes que a la asistencia estatal. He observado de cerca varios casos de éxito empresarial alrededor del mundo durante el último año y la conclusión es sobrecogedora: el mejor modo de combatir la pobreza es eliminar las barreras que actualmente sofocan la iniciativa privada entre los pobres.
Hace medio siglo, William Mangin, un antropólogo estadounidense, se fue a vivir a uno de los asentamientos que habían brotado alrededor de Lima, en el Perú. Descubrió que los pobres eran emprendedores y que a través de la cooperación voluntaria eran capaces de proveer de muchos de los servicios que el Estado no estaba suministrando, incluida la resolución de conflictos (lo que llamamos “justicia”). Escribió una serie de trabajos académicos concluyendo que estos ciudadanos marginales no eran “el problema sino la solución”. Algunos años después, el antropólogo Keith Hart llegó a la misma conclusión en Kenia. Si el mundo les hubiese hecho caso, podría haberse evitado medio siglo de ideas equivocadas acerca del desarrollo, de inútiles transferencias de dinero que a menudo terminaron en cuentas suizas de los dictadores y sus paniaguados y de asistencias que agravaron la dependencia.
El Premio Nobel de la Paz suele otorgarse a quienes piensan que la riqueza es un juego de suma cero por el cual unos países son ricos porque otros son pobres. La sorprendente concesión del galardón al Dr. Mohammad Yunus y al Banco Grameen es una buena ocasión para reflexionar sobre el colosal error de apreciación que los ricos han cometido respecto de los pobres y para recordar que la verdadera respuesta a la pobreza no el asistencialismo sino la empresa.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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