Washington, DC—No recuerdo haber visto acusaciones más absurdas en contra de una película que los comentarios que vengo leyendo acerca de “Borat”, el fenomenal éxito cinematográfico del comediante británico Sacha Baron Cohen. Las retorcidas interpretaciones que su película está generando merecen, ellas solas, un documental satírico.
Para quienes no la hayan visto —una especie en extinción, dado su éxito universal—, se trata de un documental realizado por un falso reportero kazajo que viaja por los Estados Unidos, tropezando, en el trayecto desde Nueva York hasta Los Angeles, con personas comunes y corrientes a las que escandaliza con bromas políticamente incorrectas pensadas para poner a prueba las diferencias culturales.
Los críticos sostienen que “Borat” es un film antiamericano. En verdad, el gobierno de los EE.UU. no podría igualar la contribución de “Borat” a la imagen de los Estados Unidos en el exterior aun si multiplicase por diez el presupuesto de la Subsecretaría de Diplomacia y Relaciones Públicas del Departamento de Estado. Lo más importante que la película ha hecho por los Estados Unidos es mostrar que es una sociedad capaz de reírse de sí misma. Los millones de norteamericanos que acuden por estos días en masa a los cines de todo el país están enviando al mundo el mensaje de que son capaces de observarse a sí mismos desde afuera. Y esa, precisamente, es la clave de la grandeza de este país y de la civilización occidental. El éxito económico fue una consecuencia de la mente autocrítica. En cambio, cuando el mundo musulmán dejó de mirarse a sí mismo desde afuera, allá por el siglo 11, comenzó su declive.
Los “gags” que atrapan en situaciones intensamente ofensivas a toda clase de personas del mundo real —el vendedor de autos, el profesor de humor, el instructor de etiqueta, las feministas, los fanáticos del rodeo, el dueño de la armería, los pentecostales, los estudiantes y Pamela Anderson— disipan, más bien, la idea de que la mayoría de los estadounidenses son militaristas, imperialistas y xenófobos. En primera instancia, ninguna de estas personas ofrece otra cosa que hospitalidad a este loco que desafía todas las convenciones sociales (hasta que, comprensiblemente, pierden la paciencia).
Sí, algunas de estas personas son antisemitas, homofóbicas o tienden a considerar que cualquiera con pinta del Medio Oriente o el Asia Central es un terrorista. Pero eso no es nada comparado con la forma en que Borat presenta a Kazajstán, un país que tiene más musulmanes que ortodoxos y donde la gente, según él, bebe orines de caballo y tiene vacas en sus dormitorios. Si esta fuera una película antiamericana, no nos hubiésemos enterado, hace pocos días, de que el gobierno ruso la ha prohibido. En cualquier caso, las escenas antisemitas y homofóbicas revelan la estupidez de los prejuicios que anidan en cualquier sociedad.
He leído que Borat es un izquierdista disfrazado. Esto no cuadra con su burla de las feministas (“Regálame una sonrisa, niña, ¿por qué tienes la cara tan enojada?”) y de un político negro con quien discute el tema de la homosexualidad. He leído también que es un fascista de derechas. Esto no encaja con la escena del rodeo, en la que persuade a los organizadores de que le permitan cantar el himno de los Estados Unidos y acaba lanzando una diatriba intencionalmente satírica en contra de Irak (“Espero que maten ustedes a cada hombre, mujer y niño en Irak, y hasta las lagartijas”). No, Borat es sencillamente anárquico: no existe institución, idea, valor cultural o gobierno al que no crea que valela pena despedazar mediante el humor. Siempre es saludable que demos un segundo vistazo a la forma en que vivimos.
Borat ha sido acusado de fraude por embaucar a las personas que aparecen en la película haciendo que aceptaran, a veces por un pago simbólico, ser entrevistadas para un documental kazajo, no para figurar en las pantallas cinematográficas de todo el mundo. Pero hay tres factores atenuantes. Uno: toda esta gente sabía que estaba siendo filmada. Dos: los comentarios racistas, misóginos, antisemitas u homofóbicos de muchos de ellos son verdaderos: el genio de Borat consistió en dar pie a que los hicieran, eso es todo. Tres: Borat nunca abandona su personaje y lleva la broma hasta las últimas consecuencias, evitando revelar la impostura incluso cuando se coloca en situaciones que pueden hacer peligrar su vida. Su compromiso es total.
Vivimos en una época en la que la diversidad cultural se ha vuelto un manto que cubre la intolerancia de dos grupos. Un grupo utiliza el multiculturalismo para excusar las imposiciones colectivistas por parte de aquellos que pretenden hablar en nombre de las minorías. Otro grupo considera que cualquier conducta poco convencional o disidente es un “valor cultural” amenazante. Impugnar todo esto con un humor profano y ofensivo es algo que necesitábamos con urgencia para renovar el aire que respiramos.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
En defensa de Borat
Washington, DC—No recuerdo haber visto acusaciones más absurdas en contra de una película que los comentarios que vengo leyendo acerca de “Borat”, el fenomenal éxito cinematográfico del comediante británico Sacha Baron Cohen. Las retorcidas interpretaciones que su película está generando merecen, ellas solas, un documental satírico.
Para quienes no la hayan visto —una especie en extinción, dado su éxito universal—, se trata de un documental realizado por un falso reportero kazajo que viaja por los Estados Unidos, tropezando, en el trayecto desde Nueva York hasta Los Angeles, con personas comunes y corrientes a las que escandaliza con bromas políticamente incorrectas pensadas para poner a prueba las diferencias culturales.
Los críticos sostienen que “Borat” es un film antiamericano. En verdad, el gobierno de los EE.UU. no podría igualar la contribución de “Borat” a la imagen de los Estados Unidos en el exterior aun si multiplicase por diez el presupuesto de la Subsecretaría de Diplomacia y Relaciones Públicas del Departamento de Estado. Lo más importante que la película ha hecho por los Estados Unidos es mostrar que es una sociedad capaz de reírse de sí misma. Los millones de norteamericanos que acuden por estos días en masa a los cines de todo el país están enviando al mundo el mensaje de que son capaces de observarse a sí mismos desde afuera. Y esa, precisamente, es la clave de la grandeza de este país y de la civilización occidental. El éxito económico fue una consecuencia de la mente autocrítica. En cambio, cuando el mundo musulmán dejó de mirarse a sí mismo desde afuera, allá por el siglo 11, comenzó su declive.
Los “gags” que atrapan en situaciones intensamente ofensivas a toda clase de personas del mundo real —el vendedor de autos, el profesor de humor, el instructor de etiqueta, las feministas, los fanáticos del rodeo, el dueño de la armería, los pentecostales, los estudiantes y Pamela Anderson— disipan, más bien, la idea de que la mayoría de los estadounidenses son militaristas, imperialistas y xenófobos. En primera instancia, ninguna de estas personas ofrece otra cosa que hospitalidad a este loco que desafía todas las convenciones sociales (hasta que, comprensiblemente, pierden la paciencia).
Sí, algunas de estas personas son antisemitas, homofóbicas o tienden a considerar que cualquiera con pinta del Medio Oriente o el Asia Central es un terrorista. Pero eso no es nada comparado con la forma en que Borat presenta a Kazajstán, un país que tiene más musulmanes que ortodoxos y donde la gente, según él, bebe orines de caballo y tiene vacas en sus dormitorios. Si esta fuera una película antiamericana, no nos hubiésemos enterado, hace pocos días, de que el gobierno ruso la ha prohibido. En cualquier caso, las escenas antisemitas y homofóbicas revelan la estupidez de los prejuicios que anidan en cualquier sociedad.
He leído que Borat es un izquierdista disfrazado. Esto no cuadra con su burla de las feministas (“Regálame una sonrisa, niña, ¿por qué tienes la cara tan enojada?”) y de un político negro con quien discute el tema de la homosexualidad. He leído también que es un fascista de derechas. Esto no encaja con la escena del rodeo, en la que persuade a los organizadores de que le permitan cantar el himno de los Estados Unidos y acaba lanzando una diatriba intencionalmente satírica en contra de Irak (“Espero que maten ustedes a cada hombre, mujer y niño en Irak, y hasta las lagartijas”). No, Borat es sencillamente anárquico: no existe institución, idea, valor cultural o gobierno al que no crea que valela pena despedazar mediante el humor. Siempre es saludable que demos un segundo vistazo a la forma en que vivimos.
Borat ha sido acusado de fraude por embaucar a las personas que aparecen en la película haciendo que aceptaran, a veces por un pago simbólico, ser entrevistadas para un documental kazajo, no para figurar en las pantallas cinematográficas de todo el mundo. Pero hay tres factores atenuantes. Uno: toda esta gente sabía que estaba siendo filmada. Dos: los comentarios racistas, misóginos, antisemitas u homofóbicos de muchos de ellos son verdaderos: el genio de Borat consistió en dar pie a que los hicieran, eso es todo. Tres: Borat nunca abandona su personaje y lleva la broma hasta las últimas consecuencias, evitando revelar la impostura incluso cuando se coloca en situaciones que pueden hacer peligrar su vida. Su compromiso es total.
Vivimos en una época en la que la diversidad cultural se ha vuelto un manto que cubre la intolerancia de dos grupos. Un grupo utiliza el multiculturalismo para excusar las imposiciones colectivistas por parte de aquellos que pretenden hablar en nombre de las minorías. Otro grupo considera que cualquier conducta poco convencional o disidente es un “valor cultural” amenazante. Impugnar todo esto con un humor profano y ofensivo es algo que necesitábamos con urgencia para renovar el aire que respiramos.
(c) 2006, The Washington Post Writers Group
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