Washington, DC—Los llamaba “literatura de a pie” y ciertamente había mucho de literatura y mucho de caminata en sus libros, pero nadie, ni siquiera él mismo, dio jamás con el término exacto para describir el género que probablemente inventó. Le gustaba decir que Herodoto fue el primer gran periodista de su estilo, pero el precedente no cuadra del todo con sus propios escritos. Algunos lo asociaron con el “Nuevo Periodismo”, aludiendo al estilo de Truman Capote, Joan Didion y Tom Wolfe, pero, pese a que empleaba técnicas literarias para contar historias reales, estaba más interesado en lo que decía que en cómo lo decía.
Comoquiera que se llame el género que el aclamado periodista Ryszard Kapuscinski –fallecido en Polonia hace pocos días— cultivó, ningún imitador se aproximó a su arte. Decir que fue un cronista magistral de las revoluciones, hambrunas, guerras civiles y derrumbes imperiales del último medio siglo en el África, el Asia y América Latina, es afirmar lo obvio. Pero hizo mucho más.
Alguna vez describió lo que hacía con una frase latina: “silva rerum”, el bosque de las cosas. Es una metáfora apropiada. Su relato de la caída del emperador de Etiopía, Haile Selassie, su descripción del ocaso del Shah de Irán y su travesía por una Unión Soviética al borde del colapso —tres de sus libros— carecen de un comienzo y de un final. El autor no intenta transmitir al lector la totalidad de los acontecimientos que está narrando; sólo está interesado en los detalles de lo que experimenta en persona o de lo que escucha de boca de quienes le cuentan sus experiencias. Nadie, parecía decirnos, puede comprender a cabalidad la enormidad de un suceso histórico.
Para él, el testimonio del sirviente que limpiaba el piso del palacio de Salassie donde el incontinente perro del emperador dejaba su huella cotidiana era más importante que las corrientes políticas abstractas que empujaban los acontecimientos. Su visión de la historia era individualista antes que colectivista, pero no por razones de ideología: sencillamente porque era un humanista. Al describirnos sólo ciertos detalles patéticos del amplio bosque, parecía decirnos que las abstracciones políticas que reducen la vida humana a fórmulas cabales no causan otra cosa que sufrimiento.
A Kapuscinski le preguntaron qué otro gran asunto le gustaría abordar. Respondió que la migración sería el gran tema del siglo 21. En cierto modo, todos sus libros tienen que ver con la migración: la migración de un centroeuropeo nacido en una ciudad polaca que luego pasó a formar parte de Bielorrusia; la migración de un blanco que vivió entre gentes a las que el hombre blanco había saqueado en el pasado; la migración de una mente que sentía artificiales y brutales las fronteras que cruzaba; y finalmente, la migración de un alma que tenía la necesidad desesperada de inmiscuirse en las almas de otros seres para comprender —pero nunca aprehender del todo— la condición humana. Pensábamos que sólo los novelistas podían hacer eso. Este polaco andariego nos demostró que también los reporteros pueden, a condición de que estén interesados en escarbar en el fondo de las personas.
Tenemos una deuda de gratitud con el comunismo polaco. Si no hubiera sido porque la agencia noticiosa oficial que lo empleaba quería historias de los países del Tercer Mundo que la Unión Soviética procuraba incorporar a su órbita, tal vez nunca hubiera tenido la libertad de informar sobre los horrores que causa el poder. Y si no fuese por el escaso presupuesto con el que sus empleadores lo obligaban a manejarse, no podría haber puesto en práctica su propia máxima: “Sin tratar de penetrar en estas otras formas de observar y percibir y describir, no comprenderemos nada de este mundo”.
Como la mayoría de los grandes reporteros, Kapuscinski no fue un gran pensador abstracto. Hay muchas ideas inteligentes dispersas a lo largo de sus crónicas, pero nunca una meditación muy elaborada. Prefería que sus historias destilasen su propio análisis de manera casi natural. Debido a que desconfiaba de toda fórmula política, en ocasiones soltaba comentarios cáusticos sobre ideas o corrientes filosóficas que sí han sido de algún provecho para la humanidad. Pero, en general, su aproximación humana a la historia —su certeza de que no existen leyes históricas científicas— lo llevó a hacer lo que consideraba que la mayoría de los periodistas contemporáneos, presionados por la necesidad de obtener resultados rápidos, no hacen: buscar la verdad.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
El bosque de Kapuscinski
Washington, DC—Los llamaba “literatura de a pie” y ciertamente había mucho de literatura y mucho de caminata en sus libros, pero nadie, ni siquiera él mismo, dio jamás con el término exacto para describir el género que probablemente inventó. Le gustaba decir que Herodoto fue el primer gran periodista de su estilo, pero el precedente no cuadra del todo con sus propios escritos. Algunos lo asociaron con el “Nuevo Periodismo”, aludiendo al estilo de Truman Capote, Joan Didion y Tom Wolfe, pero, pese a que empleaba técnicas literarias para contar historias reales, estaba más interesado en lo que decía que en cómo lo decía.
Comoquiera que se llame el género que el aclamado periodista Ryszard Kapuscinski –fallecido en Polonia hace pocos días— cultivó, ningún imitador se aproximó a su arte. Decir que fue un cronista magistral de las revoluciones, hambrunas, guerras civiles y derrumbes imperiales del último medio siglo en el África, el Asia y América Latina, es afirmar lo obvio. Pero hizo mucho más.
Alguna vez describió lo que hacía con una frase latina: “silva rerum”, el bosque de las cosas. Es una metáfora apropiada. Su relato de la caída del emperador de Etiopía, Haile Selassie, su descripción del ocaso del Shah de Irán y su travesía por una Unión Soviética al borde del colapso —tres de sus libros— carecen de un comienzo y de un final. El autor no intenta transmitir al lector la totalidad de los acontecimientos que está narrando; sólo está interesado en los detalles de lo que experimenta en persona o de lo que escucha de boca de quienes le cuentan sus experiencias. Nadie, parecía decirnos, puede comprender a cabalidad la enormidad de un suceso histórico.
Para él, el testimonio del sirviente que limpiaba el piso del palacio de Salassie donde el incontinente perro del emperador dejaba su huella cotidiana era más importante que las corrientes políticas abstractas que empujaban los acontecimientos. Su visión de la historia era individualista antes que colectivista, pero no por razones de ideología: sencillamente porque era un humanista. Al describirnos sólo ciertos detalles patéticos del amplio bosque, parecía decirnos que las abstracciones políticas que reducen la vida humana a fórmulas cabales no causan otra cosa que sufrimiento.
A Kapuscinski le preguntaron qué otro gran asunto le gustaría abordar. Respondió que la migración sería el gran tema del siglo 21. En cierto modo, todos sus libros tienen que ver con la migración: la migración de un centroeuropeo nacido en una ciudad polaca que luego pasó a formar parte de Bielorrusia; la migración de un blanco que vivió entre gentes a las que el hombre blanco había saqueado en el pasado; la migración de una mente que sentía artificiales y brutales las fronteras que cruzaba; y finalmente, la migración de un alma que tenía la necesidad desesperada de inmiscuirse en las almas de otros seres para comprender —pero nunca aprehender del todo— la condición humana. Pensábamos que sólo los novelistas podían hacer eso. Este polaco andariego nos demostró que también los reporteros pueden, a condición de que estén interesados en escarbar en el fondo de las personas.
Tenemos una deuda de gratitud con el comunismo polaco. Si no hubiera sido porque la agencia noticiosa oficial que lo empleaba quería historias de los países del Tercer Mundo que la Unión Soviética procuraba incorporar a su órbita, tal vez nunca hubiera tenido la libertad de informar sobre los horrores que causa el poder. Y si no fuese por el escaso presupuesto con el que sus empleadores lo obligaban a manejarse, no podría haber puesto en práctica su propia máxima: “Sin tratar de penetrar en estas otras formas de observar y percibir y describir, no comprenderemos nada de este mundo”.
Como la mayoría de los grandes reporteros, Kapuscinski no fue un gran pensador abstracto. Hay muchas ideas inteligentes dispersas a lo largo de sus crónicas, pero nunca una meditación muy elaborada. Prefería que sus historias destilasen su propio análisis de manera casi natural. Debido a que desconfiaba de toda fórmula política, en ocasiones soltaba comentarios cáusticos sobre ideas o corrientes filosóficas que sí han sido de algún provecho para la humanidad. Pero, en general, su aproximación humana a la historia —su certeza de que no existen leyes históricas científicas— lo llevó a hacer lo que consideraba que la mayoría de los periodistas contemporáneos, presionados por la necesidad de obtener resultados rápidos, no hacen: buscar la verdad.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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