Los acontecimientos que tuvieron lugar en Haití, entonces una próspera colonia francesa conocida como St. Domingue, entre 1791, cuando comenzó el gran alzamiento de los esclavos, y diciembre de 1803, cuando la independencia del país fue proclamada, probablemente cambiaron la historia de los Estados Unidos. La derrota de Napoleón en Haití implicó que ya no tenía garantizado el control de Luisiana, que quería utilizar como base para sus designios imperiales en América del Norte, de modo que acabó vendiéndosela a los estadounidenses. Esa venta —la Adquisición de la Luisiana— abrió un gran debate nacional en los Estados Unidos acerca de sí los estados que se iban a crear en el territorio recientemente adquirido serían esclavistas o libres. La exitosa revolución de los esclavos de Haití encendió la imaginación tanto de los abolicionistas como de los propietarios de esclavos en los EE.UU., contribuyendo a la agitación que, en las décadas siguientes, condujo a la Guerra Civil.
Resulta sorprendente, dados estos nexos umbilicales, que los estadounidenses hayan prestado mucha menos atención a Haití que a otras partes del hemisferio occidental. Madison Smartt Bell, un novelista que escribió hace algunos años una trilogía basada en la lucha por la independencia de Haití, es una excepción. Regresa ahora a Haití con una biografía bien investigada y elegantemente escrita del héroe de esa gesta: Toussaint Louverture.
Este personaje no inició la rebelión de los esclavos ni fue el hombre que 12 años después proclamó la independencia del país. Pero, a diferencia de los nombres de los líderes que provocaron el levantamiento, el de Louverture no desapareció en el olvido; y, a diferencia de Jean Jacques Dessalines, el líder que acabó declarando la independencia de Haití, fue mucho más que un tirano megalómano y sanguinario.
Era un personaje complejo y contradictorio en el que es posible identificar tantos rasgos edificantes como desagradables y en cuyo relato biográfico hay suficientes lagunas como para requerir la intuición del novelista antes que la erudición del historiador.
Louverture era nieto de un líder tribal de la Costa de Dahomey, en el Africa, e hijo de un esclavo que había sido vendido al Conde de Bréda en St. Domingue. La plantación de Bréda era una de las muchas haciendas que producían las abundantes exportaciones azucareras de Haití, convirtiendo al país en la colonia más cotizada del hemisferio occidental. La isla, colonizada por España en el siglo 16, había pasado gradualmente bajo control de Francia en el siglo 17, cuando España viraba la mirada hacia Perú y México, que poseían vastas reservas de oro.
Los colonizadores de Haití respondieron a la disminución de la población local importando esclavos desde el Africa. Hacia fines del siglo 18, esos esclavos totalizaban casi medio millón. Eran de lejos el segmento más grande de la población.
Pese a que habían existido anteriores episodios de rebelión, la Revolución Francesa y su reivindicación de los «derechos del hombre» dispararon el primer intento organizado contra el sistema prevaleciente. Louverture se acercaba entonces a los 50 años de edad, era un ciudadano libre e incluso un propietario (había sido emancipado por el Conde de Bréda en 1777), y la isla se encontraba en estado de agitación.
La rebelión fue sangrienta: a la larga se cobraría cientos de miles de vidas y desembocaría en una sucesión de regímenes brutales. En 1791, los esclavos en el norte del país –inspirados por un líder religioso llamado Boukman– se alzaron contra sus amos, masacrando a miles de ellos. La contienda derivó en una guerra civil que continuaría hasta la derrota de las tropas de Napoleón doce años después. El papel de Louverture fue esencial. Era un líder natural y un estratega militar que consiguió aunar bajo su mando a muchos negros, blancos y mulatos. Al principio, el ex esclavo se enfrentó a los republicanos, aliándose con los realistas, incluida la monarquía española: ésta controlaba la mitad oriental de la isla (la actual República Dominicana) y tenía sus ojos puestos sobre St. Domingue, es decir la parte francesa. Al abolir Francia la esclavitud, Louverture cambió de bando, ayudando a aplastar a los españoles. Más tarde llegó a un trato con los británicos, que también habían invadido Haití, y de ese modo liberó a su país de la intervención extranjera.
Pero los intentos, por parte de Louverture, de imponer una constitución que le garantizara el poder vitalicio y en los hechos escindiese a Haití de Francia llevaron a Napoleón a enviar un ejército en su contra. Los franceses capturaron a Louverture y lo enviaron a una prisión cerca de la frontera suiza, pero el costo que pagaron los franceses en vidas humanas resultó tan abultado que Napoleón acabaría arrepintiéndose de haber ordenado la invasión. La isla cayó entonces bajo el control de Dessalines, que destruyó lo que quedaba de las fuerzas francesas. Louverture murió en prisión pocos meses antes de la declaración de la independencia de Haití.
El retrato que hace el Bell de Louverture resulta tan honesto como generosa es su valoración general de las acciones del haitiano. Louverture era, ciertamente, un cúmulo de contradicciones. Era un ex esclavo que había poseído, él mismo, esclavos antes del alzamiento negro. Impuso el trabajo forzado entre sus compatriotas en 1800, cuando logró obtener el control de un país que había sido un teatro de la guerra entre realistas y republicanos, entre blancos, mulatos y negros, y entre Francia, España e Inglaterra. Hizo de la lucha contra la tiranía una causa vital y no obstante ello se proclamó a sí mismo gobernador vitalicio en 1801. Expresó su disgusto por las atrocidades que cometieron sus rivales, en especial el líder mulato Antoine Rigaud, y sin embargo ordenó una masacre de españoles en 1794, cuando puso un abrupto fin a su alianza con la monarquía ibérica y se unió a los franceses republicanos. También toleró el exterminio de 10.000 mulatos a manos de Dessalines, entonces uno de sus lugartenientes, en 1800.
Bell no oculta ninguno de estos episodios, pero su inclinación favorable a Louverture lo lleva a relativizar su conducta: «Para un ciudadano de lo que nos complacemos en llamar el Primer Mundo, las supuestas contradicciones de la personalidad de Toussaint pueden ser difíciles de resolver. Dentro de la cultura haitiana, no existen tales contradicciones, sino simplemente las acciones de distintos espíritus que un ser puede poseer bajo distintas circunstancias y en respuesta a necesidades bastamente diferentes. No hay duda alguna de que de vez en cuando Toussaint Louverture hacía lugar para el enfado –los espíritus vengativos— como lo hacía también para el más benigno lwa». La ironía de esta observación es que, a pesar de que Toussaint esporádicamente utilizó el vudú por razones políticas —el Vudú era la religión de la mayoría de los habitantes de Haití y sigue siendo practicada hoy día por la mitad de la población—, él que se autoproclamaba católico, era un haitiano muy «occidentalizado».
Al emitir un juicio sobre Toussaint, uno debería tomar en cuenta su legado: los actores políticos y las instituciones que ayudó a originar y que lo sobrevivieron. Y aquí es donde Bell es quizá demasiado indulgente. Tras derrotar a los restos del ejército francés, el sucesor de Toussaint, el delirante Dessalines, no paró hasta coronarse emperador y establecer una tiranía genocida, para ser luego sucedido por nuevos dictadores. En efecto, al gobierno colonial de Francia sucedió el despotismo nacional. La causa de Toussaint había sido la liberación y sin embargo —pese a su relativa moderación, sus esfuerzos para hacer regresar a los propietarios blancos de las plantaciones y sus inteligentes tratos con los Estados Unidos y Gran Bretaña— fue incapaz de establecer las bases de una sociedad más participativa y justa. Lo que se había iniciado como algo más ambicioso que la Revolución Americana –que, tal como nos lo recuerda Bell, no había pretendido revertir todo un sistema socioeconómico como sí lo pretendían los esclavos de Haití— acabó degenerando en un estado fallido.
Parte de esa tragedia deriva del hecho de que los dirigentes más ilustrados de Haití –como Toussaint pero con menores cualidades atenuantes— traicionaron una y otra vez las esperanzas de la gente común hasta el día de hoy. Uno de ellos es Jean-Francois Aristide, quien en épocas recientes probablemente tuvo la mejor oportunidad de fundar una nueva república pero optó por comportarse como un matón. El golpe de estado que lo depuso en 2004 ha traído apenas una leve mejoría a los haitianos. La isla sigue echando en falta la estabilidad social y política.
La obra que mejor captura los muchos encantos y muchas locuras de la historia de Haití es la famosa novela de Alejo Carpentier, “El reino de este mundo” –publicada en 1949—, que describe la atmósfera surrealista de la revolución con prosa poética. Después de leer la lograda biografía de Toussaint Louverture escrita por Bell, uno no puede hacer nada mejor que leer a Carpentier para comprender por qué la dictadura ha sido un hecho recurrente de la historia moderna de Haití.
Traducido por Gabriel Gasave
La libertad que fracasó
Los acontecimientos que tuvieron lugar en Haití, entonces una próspera colonia francesa conocida como St. Domingue, entre 1791, cuando comenzó el gran alzamiento de los esclavos, y diciembre de 1803, cuando la independencia del país fue proclamada, probablemente cambiaron la historia de los Estados Unidos. La derrota de Napoleón en Haití implicó que ya no tenía garantizado el control de Luisiana, que quería utilizar como base para sus designios imperiales en América del Norte, de modo que acabó vendiéndosela a los estadounidenses. Esa venta —la Adquisición de la Luisiana— abrió un gran debate nacional en los Estados Unidos acerca de sí los estados que se iban a crear en el territorio recientemente adquirido serían esclavistas o libres. La exitosa revolución de los esclavos de Haití encendió la imaginación tanto de los abolicionistas como de los propietarios de esclavos en los EE.UU., contribuyendo a la agitación que, en las décadas siguientes, condujo a la Guerra Civil.
Resulta sorprendente, dados estos nexos umbilicales, que los estadounidenses hayan prestado mucha menos atención a Haití que a otras partes del hemisferio occidental. Madison Smartt Bell, un novelista que escribió hace algunos años una trilogía basada en la lucha por la independencia de Haití, es una excepción. Regresa ahora a Haití con una biografía bien investigada y elegantemente escrita del héroe de esa gesta: Toussaint Louverture.
Este personaje no inició la rebelión de los esclavos ni fue el hombre que 12 años después proclamó la independencia del país. Pero, a diferencia de los nombres de los líderes que provocaron el levantamiento, el de Louverture no desapareció en el olvido; y, a diferencia de Jean Jacques Dessalines, el líder que acabó declarando la independencia de Haití, fue mucho más que un tirano megalómano y sanguinario.
Era un personaje complejo y contradictorio en el que es posible identificar tantos rasgos edificantes como desagradables y en cuyo relato biográfico hay suficientes lagunas como para requerir la intuición del novelista antes que la erudición del historiador.
Louverture era nieto de un líder tribal de la Costa de Dahomey, en el Africa, e hijo de un esclavo que había sido vendido al Conde de Bréda en St. Domingue. La plantación de Bréda era una de las muchas haciendas que producían las abundantes exportaciones azucareras de Haití, convirtiendo al país en la colonia más cotizada del hemisferio occidental. La isla, colonizada por España en el siglo 16, había pasado gradualmente bajo control de Francia en el siglo 17, cuando España viraba la mirada hacia Perú y México, que poseían vastas reservas de oro.
Los colonizadores de Haití respondieron a la disminución de la población local importando esclavos desde el Africa. Hacia fines del siglo 18, esos esclavos totalizaban casi medio millón. Eran de lejos el segmento más grande de la población.
Pese a que habían existido anteriores episodios de rebelión, la Revolución Francesa y su reivindicación de los «derechos del hombre» dispararon el primer intento organizado contra el sistema prevaleciente. Louverture se acercaba entonces a los 50 años de edad, era un ciudadano libre e incluso un propietario (había sido emancipado por el Conde de Bréda en 1777), y la isla se encontraba en estado de agitación.
La rebelión fue sangrienta: a la larga se cobraría cientos de miles de vidas y desembocaría en una sucesión de regímenes brutales. En 1791, los esclavos en el norte del país –inspirados por un líder religioso llamado Boukman– se alzaron contra sus amos, masacrando a miles de ellos. La contienda derivó en una guerra civil que continuaría hasta la derrota de las tropas de Napoleón doce años después. El papel de Louverture fue esencial. Era un líder natural y un estratega militar que consiguió aunar bajo su mando a muchos negros, blancos y mulatos. Al principio, el ex esclavo se enfrentó a los republicanos, aliándose con los realistas, incluida la monarquía española: ésta controlaba la mitad oriental de la isla (la actual República Dominicana) y tenía sus ojos puestos sobre St. Domingue, es decir la parte francesa. Al abolir Francia la esclavitud, Louverture cambió de bando, ayudando a aplastar a los españoles. Más tarde llegó a un trato con los británicos, que también habían invadido Haití, y de ese modo liberó a su país de la intervención extranjera.
Pero los intentos, por parte de Louverture, de imponer una constitución que le garantizara el poder vitalicio y en los hechos escindiese a Haití de Francia llevaron a Napoleón a enviar un ejército en su contra. Los franceses capturaron a Louverture y lo enviaron a una prisión cerca de la frontera suiza, pero el costo que pagaron los franceses en vidas humanas resultó tan abultado que Napoleón acabaría arrepintiéndose de haber ordenado la invasión. La isla cayó entonces bajo el control de Dessalines, que destruyó lo que quedaba de las fuerzas francesas. Louverture murió en prisión pocos meses antes de la declaración de la independencia de Haití.
El retrato que hace el Bell de Louverture resulta tan honesto como generosa es su valoración general de las acciones del haitiano. Louverture era, ciertamente, un cúmulo de contradicciones. Era un ex esclavo que había poseído, él mismo, esclavos antes del alzamiento negro. Impuso el trabajo forzado entre sus compatriotas en 1800, cuando logró obtener el control de un país que había sido un teatro de la guerra entre realistas y republicanos, entre blancos, mulatos y negros, y entre Francia, España e Inglaterra. Hizo de la lucha contra la tiranía una causa vital y no obstante ello se proclamó a sí mismo gobernador vitalicio en 1801. Expresó su disgusto por las atrocidades que cometieron sus rivales, en especial el líder mulato Antoine Rigaud, y sin embargo ordenó una masacre de españoles en 1794, cuando puso un abrupto fin a su alianza con la monarquía ibérica y se unió a los franceses republicanos. También toleró el exterminio de 10.000 mulatos a manos de Dessalines, entonces uno de sus lugartenientes, en 1800.
Bell no oculta ninguno de estos episodios, pero su inclinación favorable a Louverture lo lleva a relativizar su conducta: «Para un ciudadano de lo que nos complacemos en llamar el Primer Mundo, las supuestas contradicciones de la personalidad de Toussaint pueden ser difíciles de resolver. Dentro de la cultura haitiana, no existen tales contradicciones, sino simplemente las acciones de distintos espíritus que un ser puede poseer bajo distintas circunstancias y en respuesta a necesidades bastamente diferentes. No hay duda alguna de que de vez en cuando Toussaint Louverture hacía lugar para el enfado –los espíritus vengativos— como lo hacía también para el más benigno lwa». La ironía de esta observación es que, a pesar de que Toussaint esporádicamente utilizó el vudú por razones políticas —el Vudú era la religión de la mayoría de los habitantes de Haití y sigue siendo practicada hoy día por la mitad de la población—, él que se autoproclamaba católico, era un haitiano muy «occidentalizado».
Al emitir un juicio sobre Toussaint, uno debería tomar en cuenta su legado: los actores políticos y las instituciones que ayudó a originar y que lo sobrevivieron. Y aquí es donde Bell es quizá demasiado indulgente. Tras derrotar a los restos del ejército francés, el sucesor de Toussaint, el delirante Dessalines, no paró hasta coronarse emperador y establecer una tiranía genocida, para ser luego sucedido por nuevos dictadores. En efecto, al gobierno colonial de Francia sucedió el despotismo nacional. La causa de Toussaint había sido la liberación y sin embargo —pese a su relativa moderación, sus esfuerzos para hacer regresar a los propietarios blancos de las plantaciones y sus inteligentes tratos con los Estados Unidos y Gran Bretaña— fue incapaz de establecer las bases de una sociedad más participativa y justa. Lo que se había iniciado como algo más ambicioso que la Revolución Americana –que, tal como nos lo recuerda Bell, no había pretendido revertir todo un sistema socioeconómico como sí lo pretendían los esclavos de Haití— acabó degenerando en un estado fallido.
Parte de esa tragedia deriva del hecho de que los dirigentes más ilustrados de Haití –como Toussaint pero con menores cualidades atenuantes— traicionaron una y otra vez las esperanzas de la gente común hasta el día de hoy. Uno de ellos es Jean-Francois Aristide, quien en épocas recientes probablemente tuvo la mejor oportunidad de fundar una nueva república pero optó por comportarse como un matón. El golpe de estado que lo depuso en 2004 ha traído apenas una leve mejoría a los haitianos. La isla sigue echando en falta la estabilidad social y política.
La obra que mejor captura los muchos encantos y muchas locuras de la historia de Haití es la famosa novela de Alejo Carpentier, “El reino de este mundo” –publicada en 1949—, que describe la atmósfera surrealista de la revolución con prosa poética. Después de leer la lograda biografía de Toussaint Louverture escrita por Bell, uno no puede hacer nada mejor que leer a Carpentier para comprender por qué la dictadura ha sido un hecho recurrente de la historia moderna de Haití.
Traducido por Gabriel Gasave
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