Washington, DC—Es, junto con Aung San Suu Kyi, la dirigente birmana enfrentada a los matones que gobiernan su país, la figura pública femenina más fascinante surgida en la geografía de la pobreza en mucho tiempo. Ya lo sabía antes de leer la autobiografía de Ayaan Hirsi Ali, “Infiel”, pero no recuerdo haber sido tan sacudido ni persuadido por un libro de memorias desde mi época universitaria. El desafío moral que Hirsi Ali plantea tanto al mundo islámico del que proviene como al mundo occidental que ha hecho suyo recuerda mucho a Voltaire. A la manera del filósofo francés, ella pone de cabeza las creencias e instituciones que millones de personas dan por sentadas.
Su nombre se hizo famoso en 2004, cuando el cineasta holandés Theo van Gogh fue asesinado por un fundamentalista por realizar un documental crítico del Islam. El asesino clavó una nota al cadáver de su víctima con una amenaza de muerte contra Ayaan, que había colaborado con el cineasta. Ella se había refugiado en Holanda tras vivir muchos años sometida por su familia musulmana, trayectoria empeorada por la estructura de clanes de su Somalia natal y las mudanzas obligatorias a Arabia Saudita, Etiopia y Kenya. No solamente era una musulmana devota: había sido una simpatizante cercana de la Hermandad Musulmana, el movimiento fundamentalista que estaba conquistando la región. Tras escapar a Holanda para evitar un matrimonio arreglado, se convirtió en ciudadana holandesa y empezó a expresarse abiertamente en contra de la cultura opresiva que padecen las mujeres en el mundo islámico. Denunció también el “multiculturalismo”, según el cual los países occidentales deberían tolerar y alentar—a menudo a expensas de los contribuyentes—las prácticas culturales de los grupos inmigrantes incluso cuando violan la libertad individual.
Varios factores brindan consistencia al argumento de Ayaan. Por lo pronto, su experiencia personal. La mutilación genital que sufrieron ella y su hermana, uno de los muchos episodios descritos con horrendo detalle pero a la vez con un tono elegantemente contenido, es el destino de las jóvenes musulmanas de muchos países, incluidos algunos del Occidente “multicultural”. Otro factor es su compasión. No se trata de una enemiga de los musulmanes, sino de una conciencia que aprendió a valorar la libertad individual por encima de la lealtad al clan y la obediencia al Corán precisamente porque vio el sufrimiento de aquellos entre quienes se crió.
También es notable la autonomía de pensamiento. Ayaan no fue convertida por nadie ni sucumbió a partido alguno del “otro bando”. Absorbió el canon occidental por sí misma, a menudo en contra del consejo de los propios occidentales, aprendiendo, poco a poco, el secreto del auge de Occidente: la separación de la Iglesia y el Estado, la soberanía individual, la libertad de comercio, el Estado de Derecho.
Ayaan no niega que algunos musulmanes realizan esfuerzos corajudos para llevar la Ilustración a sus países. Es consciente de que, hace siglos, los musulmanes practicaban el comercio y la ciencia, y ayudaron a Occidente a redescubrir a Aristóteles y los clásicos. Pero considera que la historia no justifica que los musulmanes practiquen actos de barbarie. Las manifestaciones más liberales del Islam, sostiene, son desviaciones personales con respecto al Corán y el Profeta. “Ya no podía”, afirma, “evitar ver el totalitarismo, el puro armazón moral que es el Islam…El verdadero Islam, en tanto que rígido sistema de creencias …conduce a la crueldad”.
Ayaan perdió su propia fe, pero ese no es necesariamente un prerrequisito para reformar la cultura islámica. Después de todo, el cristianismo fue alguna vez una religión opresiva y acabó formando parte de la cultura liberal. Pero reformar el Islam si exigirá, en efecto, una reinterpretación—una reinvención—del Corán.
A Ayaan la han llamado muchas cosas, entre ellas fanática de derechas. Que haber hecho de la defensa de los derechos de las mujeres una causa de vida y que haberse negado a aplicar un doble baremo a la hora de juzgar a las distintas culturas la hayan convertido en fanática de derechas sólo puede significar que los críticos de Hirsi Alí han perdido la brújula moral. El hecho de que la mala conciencia de Occidente haya puesto de moda apoyar a los grupos culturales que oprimen a sus miembros en el nombre del “multiculturalismo” es una prueba poderosa de que todos necesitamos que se nos recuerde esta verdad: las sociedades libres no surgieron por accidente sino a través de un doloroso proceso de ensayo y error que fue seleccionando con el tiempo aquellos valores e instituciones que mejor protegían la libertad.
Ayaan casi perdió su ciudadanía holandesa siendo congresista, cuando el gobierno, presionado por sus críticos, utilizó un pretexto técnico para cuestionar la validez de su estatus. Al final, el gobierno se echó atrás, pero ella decidió dejar Holanda y se instaló en Estados Unidos.
Me siento más seguro sabiendo que ella se encuentra entre quienes tenemos la fortuna de vivir en sociedades libres, donde espero que siga causando muchas molestias.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
Infiel
Washington, DC—Es, junto con Aung San Suu Kyi, la dirigente birmana enfrentada a los matones que gobiernan su país, la figura pública femenina más fascinante surgida en la geografía de la pobreza en mucho tiempo. Ya lo sabía antes de leer la autobiografía de Ayaan Hirsi Ali, “Infiel”, pero no recuerdo haber sido tan sacudido ni persuadido por un libro de memorias desde mi época universitaria. El desafío moral que Hirsi Ali plantea tanto al mundo islámico del que proviene como al mundo occidental que ha hecho suyo recuerda mucho a Voltaire. A la manera del filósofo francés, ella pone de cabeza las creencias e instituciones que millones de personas dan por sentadas.
Su nombre se hizo famoso en 2004, cuando el cineasta holandés Theo van Gogh fue asesinado por un fundamentalista por realizar un documental crítico del Islam. El asesino clavó una nota al cadáver de su víctima con una amenaza de muerte contra Ayaan, que había colaborado con el cineasta. Ella se había refugiado en Holanda tras vivir muchos años sometida por su familia musulmana, trayectoria empeorada por la estructura de clanes de su Somalia natal y las mudanzas obligatorias a Arabia Saudita, Etiopia y Kenya. No solamente era una musulmana devota: había sido una simpatizante cercana de la Hermandad Musulmana, el movimiento fundamentalista que estaba conquistando la región. Tras escapar a Holanda para evitar un matrimonio arreglado, se convirtió en ciudadana holandesa y empezó a expresarse abiertamente en contra de la cultura opresiva que padecen las mujeres en el mundo islámico. Denunció también el “multiculturalismo”, según el cual los países occidentales deberían tolerar y alentar—a menudo a expensas de los contribuyentes—las prácticas culturales de los grupos inmigrantes incluso cuando violan la libertad individual.
Varios factores brindan consistencia al argumento de Ayaan. Por lo pronto, su experiencia personal. La mutilación genital que sufrieron ella y su hermana, uno de los muchos episodios descritos con horrendo detalle pero a la vez con un tono elegantemente contenido, es el destino de las jóvenes musulmanas de muchos países, incluidos algunos del Occidente “multicultural”. Otro factor es su compasión. No se trata de una enemiga de los musulmanes, sino de una conciencia que aprendió a valorar la libertad individual por encima de la lealtad al clan y la obediencia al Corán precisamente porque vio el sufrimiento de aquellos entre quienes se crió.
También es notable la autonomía de pensamiento. Ayaan no fue convertida por nadie ni sucumbió a partido alguno del “otro bando”. Absorbió el canon occidental por sí misma, a menudo en contra del consejo de los propios occidentales, aprendiendo, poco a poco, el secreto del auge de Occidente: la separación de la Iglesia y el Estado, la soberanía individual, la libertad de comercio, el Estado de Derecho.
Ayaan no niega que algunos musulmanes realizan esfuerzos corajudos para llevar la Ilustración a sus países. Es consciente de que, hace siglos, los musulmanes practicaban el comercio y la ciencia, y ayudaron a Occidente a redescubrir a Aristóteles y los clásicos. Pero considera que la historia no justifica que los musulmanes practiquen actos de barbarie. Las manifestaciones más liberales del Islam, sostiene, son desviaciones personales con respecto al Corán y el Profeta. “Ya no podía”, afirma, “evitar ver el totalitarismo, el puro armazón moral que es el Islam…El verdadero Islam, en tanto que rígido sistema de creencias …conduce a la crueldad”.
Ayaan perdió su propia fe, pero ese no es necesariamente un prerrequisito para reformar la cultura islámica. Después de todo, el cristianismo fue alguna vez una religión opresiva y acabó formando parte de la cultura liberal. Pero reformar el Islam si exigirá, en efecto, una reinterpretación—una reinvención—del Corán.
A Ayaan la han llamado muchas cosas, entre ellas fanática de derechas. Que haber hecho de la defensa de los derechos de las mujeres una causa de vida y que haberse negado a aplicar un doble baremo a la hora de juzgar a las distintas culturas la hayan convertido en fanática de derechas sólo puede significar que los críticos de Hirsi Alí han perdido la brújula moral. El hecho de que la mala conciencia de Occidente haya puesto de moda apoyar a los grupos culturales que oprimen a sus miembros en el nombre del “multiculturalismo” es una prueba poderosa de que todos necesitamos que se nos recuerde esta verdad: las sociedades libres no surgieron por accidente sino a través de un doloroso proceso de ensayo y error que fue seleccionando con el tiempo aquellos valores e instituciones que mejor protegían la libertad.
Ayaan casi perdió su ciudadanía holandesa siendo congresista, cuando el gobierno, presionado por sus críticos, utilizó un pretexto técnico para cuestionar la validez de su estatus. Al final, el gobierno se echó atrás, pero ella decidió dejar Holanda y se instaló en Estados Unidos.
Me siento más seguro sabiendo que ella se encuentra entre quienes tenemos la fortuna de vivir en sociedades libres, donde espero que siga causando muchas molestias.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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