Washington, DC—Mientras veía “Las vidas de otros”, el magistral film de Florian Henckel von Donnersmarck premiado con el Oscar, no pude evitar pensar en cuántos cubanos, norcoreanos, iraníes o zimbaweanos debían estar realizando pequeños actos de heroísmo moral en ese mismo instante. Sus compatriotas nunca sabrán cuántos gestos de rebeldía están siendo perpetrados ahora mismo por gente del montón bajo los regímenes totalitarios que padecen, garantizando que el espíritu humano sigua existiendo cuando todo parece decidido a aplastarlo.
La película alemana se centra en el agente Gerd Wiesler, un capitán de la Stasi, la temida policía secreta de Alemania Oriental, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín. Se le ordena espiar a un dramaturgo y a su novia, que es actriz, sólo porque el ministro a cargo de la cultura siente deseos por la dama y necesita una excusa para sacar al escritor del medio. Tras una hechicera sucesión de pequeños giros en los que lo que no se dice es más importante que lo que se dice, la trama desemboca en el despertar moral de Gerd Wiesler. A medida que registra los detalles de las vidas del dramaturgo y su novia, el gris y obediente burócrata descubre en sí mismo una hondura humana hacia la que nada, en su rigidez ideológica o en la fría maquinaria a la que sirve con eficiencia, parecía predisponerlo. Este despertar moral es íntimo y modesto, y conduce a Wiesler a un acto de heroísmo silencioso que salvará a su pretendida víctima del destino que el ministro desea para él sin dejar rastro ni reclamar crédito por sus acciones más tarde.
Lo que “Las vidas de otros” nos recuerda —y al hacerlo se convierte en una obra de arte intemporal— es que el hombre es capaz del totalitarismo, pero no del totalitarismo perfecto. Incluso cuando todas las clavijas están en su lugar, algo alterará el mecanismo de relojería del régimen. Ese “algo” es la naturaleza humana, pura y simplemente. Nadie en el film es un totalitario perfecto en el sentido de que nadie —ni los jefes, ni los sirvientes, ni las víctimas— actúa como la lógica del sistema dicta que se actúe en determinadas circunstancias. Hay momentos de debilidad en el menos humano de los déspotas y momentos de fortaleza en la más desesperanzada de las victimas que hacen añicos el orden perfecto del sistema totalitario.
El ministro que emplea el poder de la Stasi para satisfacer su libido antes que para preservar la pureza ideológica de la República Democrática Alemana, y que incluye en la lista negra a un director de teatro por razones que tienen poco que ver con la ortodoxia cultural, garantiza la imperfección del sistema: sus acciones tienen consecuencias que subvierten el orden que se supone deben preservar, provocando la gradual desobediencia de un subordinado, el despertar moral de un artista que no ha delatado inclinación previa por la rebeldía, o las dudas de una mujer desgarrada entre su carrera y su corazón. Se trata de emociones, intuiciones y libres expresiones de la voluntad que erosionan el edificio de la opresión en las circunstancias más impredecibles.
Estas grietas que se abren en el sistema parecen insignificantes cuando ocurren, pero hoy sabemos lo que los alemanes del Este desconocían en 1984: que cinco años después el Muro de Berlín se desmoronó. Hace unos días, el poeta cubano César López, un mimado del régimen, utilizó el podio en la Feria Internacional del Libro en la isla para reconocer a una larga lista de escritores cubanos que llevan muchos años prohibidos. No atacó al gobierno: simplemente leyó los nombres de los innombrables con un tono de reconocimiento.
La lección de nuestro tiempo, una década y media después de la caída del comunismo en Europa, es que la lenta, casi geológica, acumulación de pequeños actos de heroísmo en todos los confines de la sociedad puede, con el tiempo, acabar derribando al gigante totalitario. Estos actos de heroísmo, tanto dentro como fuera de la estructura del poder, constituyen la mejor esperanza para los países en los que el gobierno, en nombre de Alá o de la sociedad sin clases, sigue esclavizando a millones de personas hoy día.
Pero, aún si estos actos de heroísmo silencioso no son suficientes para hacer que todos los déspotas se desplomen, son al menos suficientes para mantener vivo el espíritu humano. Recordar esto es algo que reconforta.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
Héroes silenciosos
Washington, DC—Mientras veía “Las vidas de otros”, el magistral film de Florian Henckel von Donnersmarck premiado con el Oscar, no pude evitar pensar en cuántos cubanos, norcoreanos, iraníes o zimbaweanos debían estar realizando pequeños actos de heroísmo moral en ese mismo instante. Sus compatriotas nunca sabrán cuántos gestos de rebeldía están siendo perpetrados ahora mismo por gente del montón bajo los regímenes totalitarios que padecen, garantizando que el espíritu humano sigua existiendo cuando todo parece decidido a aplastarlo.
La película alemana se centra en el agente Gerd Wiesler, un capitán de la Stasi, la temida policía secreta de Alemania Oriental, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín. Se le ordena espiar a un dramaturgo y a su novia, que es actriz, sólo porque el ministro a cargo de la cultura siente deseos por la dama y necesita una excusa para sacar al escritor del medio. Tras una hechicera sucesión de pequeños giros en los que lo que no se dice es más importante que lo que se dice, la trama desemboca en el despertar moral de Gerd Wiesler. A medida que registra los detalles de las vidas del dramaturgo y su novia, el gris y obediente burócrata descubre en sí mismo una hondura humana hacia la que nada, en su rigidez ideológica o en la fría maquinaria a la que sirve con eficiencia, parecía predisponerlo. Este despertar moral es íntimo y modesto, y conduce a Wiesler a un acto de heroísmo silencioso que salvará a su pretendida víctima del destino que el ministro desea para él sin dejar rastro ni reclamar crédito por sus acciones más tarde.
Lo que “Las vidas de otros” nos recuerda —y al hacerlo se convierte en una obra de arte intemporal— es que el hombre es capaz del totalitarismo, pero no del totalitarismo perfecto. Incluso cuando todas las clavijas están en su lugar, algo alterará el mecanismo de relojería del régimen. Ese “algo” es la naturaleza humana, pura y simplemente. Nadie en el film es un totalitario perfecto en el sentido de que nadie —ni los jefes, ni los sirvientes, ni las víctimas— actúa como la lógica del sistema dicta que se actúe en determinadas circunstancias. Hay momentos de debilidad en el menos humano de los déspotas y momentos de fortaleza en la más desesperanzada de las victimas que hacen añicos el orden perfecto del sistema totalitario.
El ministro que emplea el poder de la Stasi para satisfacer su libido antes que para preservar la pureza ideológica de la República Democrática Alemana, y que incluye en la lista negra a un director de teatro por razones que tienen poco que ver con la ortodoxia cultural, garantiza la imperfección del sistema: sus acciones tienen consecuencias que subvierten el orden que se supone deben preservar, provocando la gradual desobediencia de un subordinado, el despertar moral de un artista que no ha delatado inclinación previa por la rebeldía, o las dudas de una mujer desgarrada entre su carrera y su corazón. Se trata de emociones, intuiciones y libres expresiones de la voluntad que erosionan el edificio de la opresión en las circunstancias más impredecibles.
Estas grietas que se abren en el sistema parecen insignificantes cuando ocurren, pero hoy sabemos lo que los alemanes del Este desconocían en 1984: que cinco años después el Muro de Berlín se desmoronó. Hace unos días, el poeta cubano César López, un mimado del régimen, utilizó el podio en la Feria Internacional del Libro en la isla para reconocer a una larga lista de escritores cubanos que llevan muchos años prohibidos. No atacó al gobierno: simplemente leyó los nombres de los innombrables con un tono de reconocimiento.
La lección de nuestro tiempo, una década y media después de la caída del comunismo en Europa, es que la lenta, casi geológica, acumulación de pequeños actos de heroísmo en todos los confines de la sociedad puede, con el tiempo, acabar derribando al gigante totalitario. Estos actos de heroísmo, tanto dentro como fuera de la estructura del poder, constituyen la mejor esperanza para los países en los que el gobierno, en nombre de Alá o de la sociedad sin clases, sigue esclavizando a millones de personas hoy día.
Pero, aún si estos actos de heroísmo silencioso no son suficientes para hacer que todos los déspotas se desplomen, son al menos suficientes para mantener vivo el espíritu humano. Recordar esto es algo que reconforta.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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