ANENECUILCO (México)—Me gustaría que mis amigos estadounidenses espantados por los inmigrantes mexicanos estuviesen aquí conmigo. Escuchando a Emiliano Zapata, un jornalero que es nieto y homónimo del legendario revolucionario, tal vez se harían una idea más cabal de cómo se originó la migración de los mexicanos hace algunas décadas y por qué continúa hoy.
La revolución zapatista —una de las numerosas facciones armadas que integraron la proteica Revolución Mexicana— empezó en Morelos hace un siglo, antes de esparcirse por todo el sur de México. Zapata fue un mestizo que hizo de la restitución de la tierra a los indígenas que habían sido desposeídos por los europeos la causa de su vida. El PRI, el partido que surgió de la revolución y gobernó México durante casi todo el siglo 20, se autodenominó “zapatista” y en gran medida basó su legitimidad en una masiva reforma agraria. Un siglo más tarde, su nieto, que vive en la miseria, me cuenta por qué el legado agrario de la revolución es un fracaso rotundo.
“Es cierto, la tierra se le dio a la gente”, me dice Zapata, el nieto. Los ejidos eran distribuidos entre las comunidades campesinas y cada una designaba un comisariado para presidirla. Luego los políticos sobornaban a las personas designadas y lo politizaban todo. Los políticos del partido hacían que los comisariados inflaran el precio de las obras públicas en sus pueblos y repartían el dinero que sobraba con ellos. Los comisariados hacían que los ejidatarios dieran apoyo político al partido”.
Emiliano fue criado en Cuautla. Creció escuchando las historias de las hazañas de su abuelo narradas por Nicolás, su padre; soñaba con ser dueño de una parcela de tierra. “Todo lo que pude tener”, recuerda, “fueron algunas vacas. Pero tuve que venderlas porque el gobierno comenzó a producir y vender leche a precios muy bajos, y me arruinó”.
Trató de obtener un préstamo para adquirir tierra. Después de todo, se topaba a cada rato con discursos del Presidente o de las autoridades del estado y de los municipios que prometían redimir a los campesinos mexicanos de su condición. “Pero el crédito era para los amigos y familiares de los políticos. Escribí cartas a las autoridades—y ni una sola vez me concedieron una entrevista”.
Actualmente, vive su amarga pobreza bajo un techo de zinc en Anenecuilco, donde nació su abuelo. Su esposa vende tortillas —las mejores que he probado en México— y él se levanta cada día a las 5 de la mañana para ir a desbrozar un terreno que es propiedad de otra persona con una motosierra. Sus ojos ostentan las heridas provocadas por las ramas que ha cortado.
¿Cuál ha sido la consecuencia de un siglo de politización de la tierra? En los años 90, cuando la política comercial pasó a ser más liberal, la población rural de México se encontraba atrapada en un sistema extremadamente ineficiente que estaba descapitalizado y hacía muy difícil que compitieran con el mundo exterior. Cuando el gobierno permitió a los campesinos y agricultores vender los ejidos, muchos de ellos pusieron su tierra en venta y se marcharon. Una vez que se percataron de que las ciudades no ofrecían condiciones mucho mejores, emigraron a los Estados Unidos. “Sí mi abuelo regresase,” reflexiona Emiliano, “se moriría de tristeza”.
La historia oficial ha sostenido siempre que Zapata peleó por una revolución socialista. No es cierto. Zapata fue muchas cosas: mujeriego, bebedor, bandido ocasional, y sus ideas eran confusas. Pero no fue nunca un socialista. Como hijo de pequeños propietarios rurales –se crió en una casa de adobe cuyas ruinas visité en Anenecuilco—, deseaba genuinamente que su pueblo accediera a la propiedad de la tierra. Desconfiaba del Estado: incluso se negó a sentarse en el sillón presidencial cuando, en 1914, en lo que parecía el umbral de la victoria, él y Pancho Villa entraron a la Ciudad de México.
La historia del nieto, el zapatista sin tierra, tiene una pequeña coda irónica: hace algunos años, algunos de sus hijos intentaron ingresar a los Estados Unidos en busca de un futuro mejor (asunto que, comprensiblemente, prefiere no discutir).
No obstante los mejores esfuerzos del actual gobierno mexicano, México tardará décadas en enderezar la herencia de la revolución que se torció. Mientras observo la tumba de Zapata en el Parque de la Revolución de Cuautla junto a su nieto —el mismo bigote, la misma nariz, los mismos ojos pícaros—, me digo: ”En efecto, se moriría de tristeza”.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
El otro zapatista
ANENECUILCO (México)—Me gustaría que mis amigos estadounidenses espantados por los inmigrantes mexicanos estuviesen aquí conmigo. Escuchando a Emiliano Zapata, un jornalero que es nieto y homónimo del legendario revolucionario, tal vez se harían una idea más cabal de cómo se originó la migración de los mexicanos hace algunas décadas y por qué continúa hoy.
La revolución zapatista —una de las numerosas facciones armadas que integraron la proteica Revolución Mexicana— empezó en Morelos hace un siglo, antes de esparcirse por todo el sur de México. Zapata fue un mestizo que hizo de la restitución de la tierra a los indígenas que habían sido desposeídos por los europeos la causa de su vida. El PRI, el partido que surgió de la revolución y gobernó México durante casi todo el siglo 20, se autodenominó “zapatista” y en gran medida basó su legitimidad en una masiva reforma agraria. Un siglo más tarde, su nieto, que vive en la miseria, me cuenta por qué el legado agrario de la revolución es un fracaso rotundo.
“Es cierto, la tierra se le dio a la gente”, me dice Zapata, el nieto. Los ejidos eran distribuidos entre las comunidades campesinas y cada una designaba un comisariado para presidirla. Luego los políticos sobornaban a las personas designadas y lo politizaban todo. Los políticos del partido hacían que los comisariados inflaran el precio de las obras públicas en sus pueblos y repartían el dinero que sobraba con ellos. Los comisariados hacían que los ejidatarios dieran apoyo político al partido”.
Emiliano fue criado en Cuautla. Creció escuchando las historias de las hazañas de su abuelo narradas por Nicolás, su padre; soñaba con ser dueño de una parcela de tierra. “Todo lo que pude tener”, recuerda, “fueron algunas vacas. Pero tuve que venderlas porque el gobierno comenzó a producir y vender leche a precios muy bajos, y me arruinó”.
Trató de obtener un préstamo para adquirir tierra. Después de todo, se topaba a cada rato con discursos del Presidente o de las autoridades del estado y de los municipios que prometían redimir a los campesinos mexicanos de su condición. “Pero el crédito era para los amigos y familiares de los políticos. Escribí cartas a las autoridades—y ni una sola vez me concedieron una entrevista”.
Actualmente, vive su amarga pobreza bajo un techo de zinc en Anenecuilco, donde nació su abuelo. Su esposa vende tortillas —las mejores que he probado en México— y él se levanta cada día a las 5 de la mañana para ir a desbrozar un terreno que es propiedad de otra persona con una motosierra. Sus ojos ostentan las heridas provocadas por las ramas que ha cortado.
¿Cuál ha sido la consecuencia de un siglo de politización de la tierra? En los años 90, cuando la política comercial pasó a ser más liberal, la población rural de México se encontraba atrapada en un sistema extremadamente ineficiente que estaba descapitalizado y hacía muy difícil que compitieran con el mundo exterior. Cuando el gobierno permitió a los campesinos y agricultores vender los ejidos, muchos de ellos pusieron su tierra en venta y se marcharon. Una vez que se percataron de que las ciudades no ofrecían condiciones mucho mejores, emigraron a los Estados Unidos. “Sí mi abuelo regresase,” reflexiona Emiliano, “se moriría de tristeza”.
La historia oficial ha sostenido siempre que Zapata peleó por una revolución socialista. No es cierto. Zapata fue muchas cosas: mujeriego, bebedor, bandido ocasional, y sus ideas eran confusas. Pero no fue nunca un socialista. Como hijo de pequeños propietarios rurales –se crió en una casa de adobe cuyas ruinas visité en Anenecuilco—, deseaba genuinamente que su pueblo accediera a la propiedad de la tierra. Desconfiaba del Estado: incluso se negó a sentarse en el sillón presidencial cuando, en 1914, en lo que parecía el umbral de la victoria, él y Pancho Villa entraron a la Ciudad de México.
La historia del nieto, el zapatista sin tierra, tiene una pequeña coda irónica: hace algunos años, algunos de sus hijos intentaron ingresar a los Estados Unidos en busca de un futuro mejor (asunto que, comprensiblemente, prefiere no discutir).
No obstante los mejores esfuerzos del actual gobierno mexicano, México tardará décadas en enderezar la herencia de la revolución que se torció. Mientras observo la tumba de Zapata en el Parque de la Revolución de Cuautla junto a su nieto —el mismo bigote, la misma nariz, los mismos ojos pícaros—, me digo: ”En efecto, se moriría de tristeza”.
(c) 2007, The Washington Post Writers Group
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