El rencor y la historia

2 de julio, 2008

Vengo de una cultura rencorosa. Los cubanos no les perdonan a los españoles que en 1871 fusilaron injustamente a ocho estudiantes de medicina de la Universidad de La Habana. Todos los años conmemoran la fecha lacrimosamente y recuerdan aquella barbaridad en medio de discursos encendidos por la cólera.

Pero no se trata de un fenómeno aislado. En toda América Latina sucede más o menos lo mismo. Los mexicanos tienen sus »»niños héroes de Chapultepec»», seis cadetes adolescentes que murieron en 1847 defendiendo una guarnición militar –el castillo de Chapultepec– ante los invasores norteamericanos. Los paraguayos continúan hablando de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), cuando se enfrentaron a Brasil, Argentina y Uruguay y murieron casi todos los varones en edad de esgrimir un cuchillo. Y así, en cada país, los agravios no se cancelan, sino se archivan y reviven periódicamente, como si el nacionalismo o la vinculación a los partidos políticos necesitaran alimentarse de estos viejos dolores para poder mantener su vigencia.

No se piense, claro, que esta curiosa conducta es propia únicamente de los latinoamericanos. Tal vez es la regla universal. Los árabes tienen aún más acusado el sentido del rencor histórico. Las razones por las que se matan los chiitas y sunitas tienen su origen en un oscuro pleito sucesorio, ocurrido en el siglo VII, muy difícil de explicar de una manera convincente a estas alturas. En España, aunque con menos virulencia, sucede lo mismo: hay castellanos que le imputan la decadencia del país a la entronización de la Casa de Austria en el siglo XVI, mientras muchos catalanes aseguran que la madre de todas las desgracias fueron el comienzo de la centralista dinastía de los Borbones a principios del siglo XVIII y los Decretos de Nueva Planta dictados por Felipe V para debilitar la identidad catalana. Incluso hoy, una de las formas que tiene el gobierno de Zapatero de mantener entretenidas a sus huestes socialistas es hurgar en las matanzas de la guerra civil de 1936 en busca de una siempre opaca «verdad histórica».

¿Hay alguna cultura que no cultive el rencor histórico? Probablemente las que provienen del tronco británico. Estados Unidos, por ejemplo. La observación se me hizo evidente leyendo una historia de las formaciones políticas norteamericanas. Hoy la inmensa mayoría de los nativoamericanos –los de origen indio– y de los afroamericanos votan por el Partido Demócrata, pese a que, en el pasado, ambas minorías fueron víctimas de feroces atropellos perpetrados por los líderes políticos de esta agrupación. El pendenciero Andrew Jackson (1829-1837), que fue querido (y odiado) como pocos presidentes demócratas, no sólo fue propietario de esclavos, sino trató, maltrató y expulsó a los indios de sus tierras de una manera que hoy calificaríamos como genocida.

El Partido Republicano, el de Lincoln, en cambio, fue el defensor de los negros durante la guerra civil, el que decretó el fin de la esclavitud, y el que luego propuso las enmiendas constitucionales XIII, XIV y XV que les otorgó los derechos civiles a los ex esclavos y a sus descendientes, todo ello frente a la intensa oposición de los demócratas. Por la otra punta, el Partido Demócrata, en el sur de los Estados Unidos, fue el principal sostén del Ku Klux Klan, y todavía hoy uno de sus antiguos miembros, Robert Byrd, es senador por West Virginia. Fueron los gobernadores demócratas sureños los que con mayor fiereza defendieron la segregación racial y se opusieron a la integración en las escuelas, obligando al presidente republicano Ike Eisenhower a utilizar a una división de paracaidistas para hacer cumplir las sentencias de los tribunales, circunstancia que explica que, en aquellos tiempos, Martin Luther King prefiriera votar por los republicanos.

Es cierto que esas posiciones racistas de los demócratas comenzaron a cambiar durante los gobiernos de Truman, Kennedy y Johnson en la década de los sesenta del siglo pasado, pero lo interesante no es la capacidad de adaptación de los dirigentes de ese partido, sino la casi absoluta falta de consecuencias electorales que tiene el pasado en el presente político del país. Esa pragmática actitud de indiferencia ante los hechos pretéritos, posiblemente sabia y envidiable, es casi incomprensible en nuestra cultura. ¿De dónde surge? Sospecho que de la relación que se tiene con el porvenir. En la cultura de origen anglosajón el futuro parece ser lo único importante. El pasado apenas cuenta. Nosotros vivimos aplastados por su peso.

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